Quien no haya vivido esta experiencia, no tiene idea lo que es estar todo el día oyendo sonar el teléfono, minuto a minuto, hora tras hora sin poder leer, concentrarse en nada, hacer lo que sea.
No me acuerdo con exactitud cuándo abrí una cuenta en Facebook, pero fue poco después de que esa red social abarcara el idioma español, o sea, ello ocurrió entre 2007 y 2010, porque estoy seguro de que la mantenía para el terremoto del 27 de febrero de aquel último año. Por más que tal fenómeno tecnológico nunca me subyugó, debo confesar que al principio me entretuve un poco, quizá porque entonces todavía era una figura relativamente pública gracias al programa de TVN Hora 25. Recibía felicitaciones y cálidos mensajes por mi participación en él, me contactaban antiguos amigos a los que había dejado de ver y a los que, desde luego, tampoco he vuelto a ver; en síntesis, no puedo decir que lo pasara mal leyendo estupideces o viendo fotos surtidas, aunque de ninguna manera me sentía en el séptimo cielo gracias a este prodigioso invento.
Sin embargo, cometí un error gravísimo: empecé a escribir numerosos textos, por lo general largos —carezco de capacidad para resumir— a distintas personas, mediante el correo «privado» de Facebook. Con una de ellas, a quien llamaré Adela, sostuve un intercambio intenso, febril, deslenguado, letalmente entretenido, en el que nos contábamos miles de cosas, pelábamos a medio mundo y descubríamos que teníamos bastante en común. Adela fue compañera de universidad en cursos superiores a los míos, de modo que conocíamos o ella pretendía conocer a la mayoría de la gente que yo traté en esa época. Recuerdo haberla visto una sola vez en mi vida; este encuentro tuvo lugar durante una feria del libro en provincias: al final, ella se acercó a mí para presentarse, pero aquello sucedió en una fracción de minuto, por lo que la cara de Adela me es del todo esquiva. De cualquier forma, uno de nuestros temas pasó a ser, inevitablemente, el de las ferias de libros, el de los concursos literarios, el de los jurados que adjudican premios y becas estatales u otros afines. Adela escribía bien y yo poseo la injustificada noción de suponer que quienes escriben bien son inteligentes. No me equivoqué al cien por ciento, si bien, en este caso, caí en el descuido de darle mis números telefónicos o tal vez ella los averiguó, vaya uno a entenderlo.
A partir de ese momento, durante siete u ocho años, fui víctima de un acoso telefónico constante, obsesivo, imparable, que recién se habría detenido el pasado Año Nuevo. Adela me llamaba en cualquier momento del día o la noche, al celular o al fijo y me tenía, literalmente, horas de horas escuchándola, no ya en torno a los asuntos acerca de los cuales nos escribíamos, sino sobre sus enfermedades, sus subidas o bajas de presión, su dieta y, claro, la política contingente. Hay que decir al respecto que Adela tiene posiciones harto extrañas, que van de la extrema derecha a la extrema izquierda, que cambia de parecer de un minuto a otro, que carece de la más mínima sensatez y que, por si fuera poco, suele estar bastante mal informada. Así, en una ocasión, a comienzos de marzo, justo el día en que empezaban mis clases universitarias, me llamó para contarme que Lucía Hiriart había muerto. Como yo no había leído ningún diario ni visto ningún noticiero, utilicé esa primicia en el aula, con resultados previsibles. Por supuesto, este no fue ni el primer ni el último eslabón de una infinita cadena de datos que me proporcionaba, que iban de lo esotérico a lo doméstico, de lo metafísico a lo ridículo, de lo surrealista a lo estereotipado.
Al mes y tanto de sufrir este insoportable hostigamiento, yo ya no sabía qué hacer. Cambiar de número estaba descartado, puesto que habría quedado desvinculado de todas mis relaciones. Apagar el móvil era infructuoso: marcaría el fijo. Tampoco podía denunciarla: aparte de que yo mismo toleraba esta situación, una demanda judicial de este tipo es sumamente engorrosa y tiene pocas posibilidades de prosperar. De modo que me resigné y, al principio, opté por no responderle; con todo, eso se puede hacer solo cuando uno ve el nombre en la pantalla y Adela, como lo señalé, ha memorizado mi número tradicional. Un día, el teléfono, mejor dicho los dos teléfonos, comenzaron a sonar a las 10 de la mañana y decidí bloquear uno y descolgar el otro. Fueron vanas precauciones, pues al poco rato rugió el citófono y el conserje de mi edificio me dijo que la señora Adela preguntaba por mí en su línea. Otro día, en vísperas de un viaje a Berlín, haciendo las maletas, me estuvo llamando desde muy temprano en la mañana hasta pasada la medianoche y al verla en el Nokia, me taimé, es decir, no le repliqué, lo cual puede ser peligroso: quizá era mi hermano, mi prima, alguien que realmente necesitaba comunicarse conmigo. En una oportunidad que tengo grabada en la mente, me interrumpió mientras yo estaba en la consulta médica y al advertírselo, pensé que se había desconectado. No lo hizo, ya que al interrogarme mi doctora quién me estorbaba y manifestarle yo que era la loca que no cesaba de importunarme, no me di cuenta de que el celular seguía encendido. De modo que Adela, indignada, me inquirió: «¿así que yo soy la loca que no para de llamarte?». Pensé que ahí terminaría todo y, para variar, estaba absolutamente equivocado. Al día siguiente, muy suelta de cuerpo, actuó como si no hubiera pasado nada para largarme después una conferencia sobre algún Premio Nacional de Literatura, un candidato presidencial, una inundación y, por cierto, achaques, dolencias, indisposiciones, inundaciones, sequías y catástrofes de lo más heterogéneas. A estas alturas, vale decir, en los últimos años de nuestra relación telefónica, Adela había perdido cualquier freno inhibitorio y ni siquiera me sugería el motivo de su llamada, contentándose con hablarme de lo primero que le pasara por la cabeza. Yo recurría a los monosílabos; pese a lo anterior, esto no se me da bien, así que terminaba por enzarzarme en discusiones grotescas e inútiles, que me dejaban devastado y de pésimo genio.
Quien no haya vivido esta experiencia, no tiene idea lo que es estar todo el día oyendo sonar el teléfono, minuto a minuto, hora tras hora sin poder leer, concentrarse en nada, hacer lo que sea, en suma, trabajar o, por último, mirar al techo sin complicarse. Claro que como no conozco a nadie que haya pasado por lo mismo, estoy imposibilitado de hacer comparaciones. Por otra parte, yo me lo busqué, aun cuando, ¿es tan así? Creo que ningún individuo en su sano juicio elige semejante infierno, de manera que, fuera de mi innata confianza en los demás, mi innata pelotudez, no soy de la opinión de que me cabe una total responsabilidad en esta persecución de la que he sido objeto por tantísimo tiempo. Varios amigos con los que compartí mi ordalía afirmaron que Adela estaba enamorada de mí, que era muy sola, o que, pobrecita, no tenía otra cosa que hacer. Tengo que manifestar tajantemente que este acoso carece de toda connotación sexual: en más de un lustro he podido saber o creer saber quién es Adela, bien que sea incapaz de reconocerla. Además, ella, una mujer bastante madura, carece de tales intereses. En cuanto al resto, esta profesional conoce a tantas personas como yo y lleva una vida social envidiable. Así que su monomanía por telefonearme no tiene explicación y si la tuviese, habría que buscarla en algún oscuro manual de psiquiatría que versa sobre insólitas patologías neuróticas.
Ya lo expresé antes y lo vuelvo a hacer: describí mi pesadilla a algunos amigos y parientes; además de la risa y el estupor que les causaba —sin contar con la culpabilidad que me atribuían— tarde o temprano yo o ellos desembocábamos en la literatura y, en particular, en los cuentos de Franz Kafka: el que espera ante la ley sabiendo que jamás la comprenderá, el artista del hambre o el trapecio, el mensaje imperial, la condena, la confusión cotidiana que deviene un laberinto o cualquier otro relato que nos remite al absurdo, el absurdo de los absurdos. Por mi parte, tiendo más bien a establecer paralelos entre los sucesos que he descrito y muchas historias de Julio Cortázar, sobre todo aquellas que parten de un acontecimiento cotidiano y terminan en algo impensable, a veces algo dantesco. Y me viene enseguida a la memoria Casa tomada, esa ficción en la que dos hermanos son paulatinamente desplazados por una fuerza o unos seres que ignoran hasta rincones pequeños, inhabitables, minúsculos de su morada; hacia el desenlace, la integridad de su espacio queda reducida a la nada.
Sí, mi casa fue enteramente tomada por Adela, quien terminó convirtiéndose en un personaje clave y desconocido de mi existencia. El problema es que, como ahora parece que desapareció para no volver, estoy empezando a echarla de menos.