Casete pirata

por · Octubre de 2014

«Si uno observaba bien el casete, ahora convertido en uno de Los Prisioneros, podía darse cuenta que alguna vez fue de Raúl Di Blasio».

Publicidad

El casete era blanco y su cabello era una especie de afro. La tarde, supongo, era como cualquier tarde de ese año. Es difícil precisar las estaciones en la memoria, más bien uno sabe si estaba lloviendo o no en esa imagen que pretende recrear. Esa tarde no llovía. O si llovía no era relevante. Mi chaleco era de lana, todos en casa usaban chalecos de lana con motivos de rombos o diseños geométricos variados, mi padre era el más entusiasta en la moda aquella, hasta que mi madre descubrió que yo era alérgico o quizá somaticé esa nueva condición ya avergonzado de usarlos y buscó algún otro material para abrigarme del cual pronto me avergonzaría también.

El casete era blanco y, si uno lo observaba bien, podía darse cuenta de que alguna vez fue de Raúl Di Blasio, un pianista argentino que ya a esa edad me resultaba insoportable aunque era la banda sonora de las visitas a la casa de mi abuela, pero para enterarse de ese detalle había que mirar los costados de un borrado de corrector muy saturado, lleno de fisuras y grietas secas, en donde, por sobre ellas, con plumón negro, se observaba la letra de mi tía indicando Los Prisioneros. Solo eso. El afro, o la especie de afro, era, precisamente de mi tía que esa tarde como casi toda las tardes de viernes iba a vernos a casa. Era un regalo. Un regalo para mí. O quizá mi tía solo quería mostrarme las canciones de ese ex casete de Di Blasio, ahora convertido en un casete de Los Prisioneros o, siendo más precisos, en un casete de Jorge González, pero como supuso de algún modo que me gustó, me lo dejó para siempre.

Mi tía estaba emocionada y no dejaba de hablar de la historia tras ese casete. Se trataba de la más reciente producción de la banda, aún no llegaba a las disquerías y hace solo unas horas lo había recibido del propio Jorge González, era la parte que más le emocionaba, contar que la encarnación de la propia voz que estábamos escuchando le había hecho llegar, de alguna forma, su reproducción magnética. Entendía que González no era amigo de mi tía, así que esperaba a que siguiera avanzando la historia, atento, compartiendo parte de su emoción. Y nada. Y seguía. Mi tía trabajaba de secretaria en una radio local, una radio de provincia, de esas en donde se funde la picantería y el mal gusto casi todo el tiempo.

Efectivamente, Jorge González andaba haciendo un tour por radios de provincia con motivo de promoción del más reciente disco de Los Prisioneros. Se trataba de Corazones, su cuarta arremetida. Disco que ya presentaba una cirugía en la formación de la banda, con Claudio Narea fuera de sus filas —como mi tía me lo explicó esa tarde— y la incorporación del peruano Robert Rodríguez en el bajo y de Cecilia Aguayo en teclados. No es azaroso que González haya cedido su puesto como instrumentista: Corazones debe ser el disco en que González se muestra más libre, con menos ataduras, prejuicios, esquemas y modelos. ¿Una reinvención? ¿Evolución natural? Los Prisioneros dejando a The Clash y Depeche Mode y los riffs rockabilly para indagar en la canción romántica italiana, la balada pop, en la música AM, en el rap, y en el pulso del house y el dance. Años después, González se jactaría de haber escuchado a Camilo Sesto, Los Ángeles Negros y otros cantantes de balada hispanoamericana antes que cualquier par rockero.

Esa tarde, unas horas antes, entonces, Jorge González llegaba a la radio en que trabajaba mi tía, enfundado en cuero negro. El detalle es que el músico se dio el tiempo de saludar a cada una de las secretarias, entre ellas mi tía. Fue lo que más le sorprendió. Antes lo consideraba desagradable y engreído, porque así lo hacían parecer los medios, pero la delicadeza y cordialidad fue un gesto que, entre tanto artista mediocre que visitaba el lugar a promocionar su porquería de música, lo distanció aún más que su propio talento. González salió al aire, entrevistado por uno de esos locutores de bigote y voz impostada, acartuchado, y le dejó el casete para que sonara en la radio, para que rotara. Y precisamente, eso fue lo que sucedió. Porque tras su visita, las secretarias, así como cada trabajador de la radio, consiguió piratear la copia del casete. Mi tía, pasó su copia original de Di Blasio y consiguió el Corazones con el que me terminé quedando yo.

No conocía mucho de Los Prisioneros antes de eso. Sabía que era una banda importante, que mi abuelo ex marino, era una suerte de fan, pese a su edad. Que le gustaba poner sus dos primeros casetes, que tenía originales y guardaba en una caja de zapatos, a todo chancho con los parlantes hacia la calle, apuntando al cuartel de Carabineros que quedaba frente a su casa, hasta que los pacos iban a llamarle la atención, pidiéndole que bajara el volumen. Como para casi todos, para mi abuelo, Los Prisioneros eran un grito de combate, un escupo en la cara de alguien. Yo llegué después a esos casetes y también fueron lo mismo para mí. Mi abuelo me los regaló de hecho, cuando le comenté que me gustaban los de San Miguel. Y los escuché atentamente en la radio de la casa, llegando a retroceder y poner play, una y otra vez, a la frase «y solo eres una mierda buena onda», hasta que mi madre me retaba, más por el temor de estropear la radio que por reprimir mi rebeldía infantil.

Me niego rotundamente a creer que Corazones sea el menos político de los trabajos de la primera época de Los Prisioneros. Hay otra política en él, a la manera de Foucault, una política de las relaciones sentimentales, de las jerarquías patriarcales, del amor como dominación, una política vital o bio política como diría un amante de la teoría chanta y efectista al ritmo de las modas académicas. González entiende que el enemigo ya se ha complejizado, que no están los milicos sino los quistes de una dictadura incrustados en nuestros espíritus y modos de vida.

No supe en esa tarde que se trataba de Corazones, ni mi tía logró recordar el título del casete, pero la imagen era esa: sus rulos y el casete blanco pintado con corrector y plumón negro sonando en la radiocasete. Cuéntame una historia original.

 

Especial Los Prisioneros • Más sobre Los Prisioneros.

Casete pirata

Sobre el autor:

Daniel Hidalgo (@dan_hidalgo). Publicó los libros Barrio Miseria 221 (2009) y Canciones punk para señoritas autodestructivas (2011).

Comentarios