Pensaba, y todavía pienso, que por aquella época no se había escrito nada semejante en idioma español.
Como lo dije en mi contribución anterior para este medio, he sido jurado en numerosas ocasiones para los concursos que, traducidos en suculentos beneficios, periódicamente convoca el Fondo del Libro y la Lectura. Ahí conté, muy a la pasada, el insólito trance en el que me vi envuelto gracias a la participación de un escritor algo mayor, proveniente de Villa Alemana, quien, pese a haber obtenido el galardón a la mejor novela en categoría inédita, no pudo lograr que alguna editorial produjera su manuscrito que, al parecer, poseía tintes históricos. En esa época, fines de los 90, eran miembros dela comisión evaluadora, por disposición reglamentaria que después se suprimió, aquellos que habían obtenido el reconocimiento a la mejor obra literaria, estuviese ya publicada o bien se presentara como un anillado anónimo.
En 1999 —tiene que haber sido ese año por lo que diré a continuación— fuimos miembros de este equipo Patricia Espinosa, el autor de ciencia ficción Antonio Montero Abt, el señor de Villa Alemana, el otro ganador ya editado —naturalmente, he olvidado los nombres de estas dos personas— y yo. La novela que, desde el comienzo de los comienzos, nos parecía merecedora del premio a Patricia Espinosa y a mí, era, qué duda cabe, Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, aparecida el año anterior bajo el sello de una importante firma española. Ambos estábamos, por múltiples y diversas razones, absolutamente maravillados, encandilados, casi fanatizados con la que es, posiblemente, la mejor ficción de Bolaño. Ambos lo hemos insistido con creces en los años siguientes, tanto por lo que hemos dicho, como por lo que hemos escrito. La constancia más evidente de este entusiasmo quedó demostrada con la publicación de Territorios en fuga (2003), una compilación de Patricia sobre el corpus de Bolaño hasta esa fecha y en la cual colaboré con un ensayo que, si se me excusa la modestia, todavía me parece pertinente.
Por supuesto, con tanto tiempo que ha pasado, me es imposible rememorar las razones que tuvo Patricia Espinosa para favorecer, lejos de toda duda, a Los detectives salvajes. En cambio sí que tengo grabadas en la memoria, de modo imborrable, las que yo sentía acerca de esa enorme y fascinante narración. Pensaba, y todavía pienso, que por aquella época no se había escrito nada semejante en idioma español. La originalidad, la fuerza narrativa, la capacidad, aparentemente ilimitada para hilvanar historia tras historia, sin repetirse una sola vez, la habilidad, bendita y maldita, para ser entretenido y ser entretenido sin caer en la trivialidad, el fenómeno inaudito de que, al finalizar el siglo pasado y comenzar el nuevo milenio, se concibiera un texto que uno devora de una sentada, me parecían algo nuevo, tal vez algo portentoso. He aquí que, sin aviso previo de ninguna especie, teníamos un fenómeno imaginativo magistral, que superaba y superaba con holguratodo lo que los contemporáneos de Bolaño concebían en idioma castellano. Y esto, lo reitero, comprende a todos los escritores y escritoras de aquel período: españoles, centroamericanos, sudamericanos, latinoamericanos, en suma, hispanoamericanos.
Dejé una prueba irrefutable de ese juicio mío en la primera crítica que hice a Los detectives salvajes, en la desaparecida revista Qué Pasa, tras haber leído la novela en menos de un fin de semana. Patricia, desde luego, hizo otro tanto en los ámbitos donde se desenvuelve.
Lo que más me asombró de ese libro fue su segunda parte, titulada, precisamente, Los detectives salvajes. Allí, en 400 y tantas páginas, Bolaño hace comparecer a alrededor de un centenar de personajes, en distintas partes del mundo, quienes describena otros sus historias: historias terribles, criminales, absurdas, cómicas, amorales, heroicas, fútiles, aun cuando siempre absorbentes. Y este prodigio tiene lugara lo largo de dos décadas, sin que haya solución de continuidad entre uno y otro episodio, excepto la irrupción, por momentos pasajera, por momentos más dilatada, de Arturo Belano y Ulises Lima, los protagonistas del gigantesco relato. He escrito demasiado sobre esta ficción y además, la he releído, por lo que me asiste la seguridad de que ya es un clásico.
Lo que en el presente me interesa destacar es, de nuevo, la absoluta falta de competencia, la ridícula ignorancia y la total ineptitud de los integrantes de los jurados que siempre designa el Fondo del Libro. Fuera de Patricia y del que esto escribe, nadie, absolutamente nadie le veía ninguna gracia a Los detectives salvajes. El caballero de Villa Alemana obviamente no había leído el libroo lo poquísimo que leyó, no le satisfizo en lo más mínimo. Creo que el otro integrante hallaba mucha grosería a lo largo del volumen. Así que el premio a la mejor novela de 1998 habría sido concedido a algún ejemplar sin valor alguno, de no ser por la paciente labor de persuasión que me dediqué a ejercer sobre Antonio Montero Abt. Él estaba muy indeciso y me llamaba todas las noches o noche por medio, para manifestarme los reparos que sentía haciaLos detectives salvajes. El tema que más le molestaba era la homosexualidad, presente en algunos episodios, si bien se trata de un elemento muy secundario en esa colosal construcción novelística: hay, claro, escenas subidas de tono, sean hétero u homosexuales, pero en comparación con lo que se escribe hoy por hoy, no asustan ni a monjas carmelitas.
De modo que, con inusual astucia, rasgo del que carezco por completo, con cientos de argumentos espurios, a los que sí puedo echar mano y con una hipocresía redomada, que, en determinadas circunstancias, suele ser mi marca registrada, tomé en mis manos ir a la caza de los detectives salvajes, vale decir, conseguir, a como diera lugar, el voto de Montero. Le dije que, en cuanto a sus preocupaciones, estábamos ante algo secundario, con lo cual Montero no estaba tan de acuerdo, porque encontraba buena la novela, a pesar de la homosexualidad. Le dije que era un ejemplar épico, grandioso, singular y Montero, que para nada coincidía en tantas hipérboles, agregaba que sí, que podía haber algo de eso, pese a los personajes homosexuales. Finalmente, exasperado ante sus reticencias, le dije que Bolaño condenaba a los homosexuales, porque todos terminaban mal en esa trama. Esto parece que lo convenció, sin perjuicio de constituir una falsedad dolosa y gratuita. Que yo sepa, ni en sus dichos ni en sus hechos Bolaño demostróformas de homofobia, sino que, por el contrario, opinaba con simpatía acerca de este porcentaje de la población humana. Así, mintiéndole descaradamente para dejarlo tranquilo, convencí a Antonio Montero Abt de que Bolaño poco menos que odiaba a los hombres a quienes les gustan los hombres.
De modo que, la que podría ser la mejor narración de Bolaño, se adjudicó la mayúscula recompensa —es apenas un modo de decir, dada la absoluta insignificancia de esa distinción— del Fondo del Libro por apenas una simple mayoría: Patricia Espinosa, Antonio Montero Abt y quien esto escribe.
Todo esto no pasaría de ser una anécdota intrascendente si no ilustrara los métodos, o la total carencia de ellos, con los cuales el Estado chileno reconoce a sus escritores. Los detectives salvajes ya había sido acreedora al premio Herralde, uno de los más importantes que se dan en España y poco después consiguió, por unanimidad, el Rómulo Gallegos, con seguridad el lauro más significativo que en Sudamérica se otorga a nuestros novelistas.
La carrera de Bolaño, en especial su carrera póstuma, ha sido espectacular y ya nadie o casi nadie duda de sus méritos. Sin embargo, no estoy seguro de que, si continuara vivo y hoy postulara a alguna forma de reconocimiento aquí, le iría bien. La caza de los detectives salvajes lo comprobó inequívocamente no hace tanto tiempo. Por otra parte, paradoja de paradojas, nuestro Estado ha instituido, en forma periódica, no sé cuántas condecoraciones que llevan el nombre Roberto Bolaño. Una vez más, con grosería y total falta de vergüenza ajena, la institucionalidad cultural nativa se ha mostrado tal cual es.