La escritora Paula Ilabaca presenta Lunares, de Begoña Ugalde.
En un país donde las escritoras y poetas (mujeres) estamos permanentemente silenciadas, de verdad es un triunfo cuando oímos noticias sobre libros que algunas de nosotras publique. Este triunfo se hace mayor cuando la publicación es un libro de poesía. La poesía. Esa permanente desadaptada e invitada de piedra de todas las fiestas, la poesía, ese género frente al que muchos arrugan la nariz e intentan no saber mucho, no leer mucho; incluso con frecuencia uno escucha a escritores —jóvenes y viejos, hombres y mujeres— reconocer con cierta timidez que no se sienten grandes lectores de poesía. Incluso es más, siguiendo la idea de la poesía escrita por mujeres, muchas de nuestras exponentes nacionales emulan y adquieren un discurso netamente masculino en sus propios textos, que solo ojos avezados de lectores logran darse cuenta y que van por ahí con la pancarta de «la poeta mujer», «la escritora de tal región», etc. siendo que su única gracia es mantener y prolongar un discurso masculino en el que firma una mujer.
Felizmente, el libro que me toca presentar el día de hoy está muy lejos de esta última caracterización que señalé. Muy muy lejos. Begoña Ugalde (Santiago, 1984) con su entrega de Lunares nos refresca el pensamiento sobre las escrituras de mujer y también refresca los deseos de volver a escribir (¿acaso hay algo más hermoso cuando un libro nos hace desear volver a escribir?). Begoña nos recuerda la soledad y el misterio de la poesía femenina, sus espacios recónditos, poco abordados. Hace mucho no leía un libro de una mujer tan preciso y al mismo tiempo voraz con el uso de la palabra y la musicalidad. Hace tiempo, también, que no leía a una mujer tan bien planteada con sus temas femeninos, sin por eso ser lacónica o repetitiva. Es cierto que en Lunares hay una nostalgia que cruza todos los textos del libro, pero no por eso pauteada o ya sabida, es una nostalgia nueva, de fiestas, de celebraciones, de platos rotos cubiertos con frutillas, donde la autora se pasea como la reina olvidada en lugar que ya fue, que ya tuvo ese brillo de la juventud. Una reina olvidada que mira juntarse las cuentas en la puerta de su casa mientras su amor parte al trabajo. Una reina que toma baños de tina mirando los hongos del techo del baño, que lava la loza pensando en los poemas que están por escribirse.
Una de las primeras cosas que me sorprendió —y gustó— de Lunares, fue la sensación de estar en la casa de una poeta. Sí, tal cual suena, la casa de una poeta. Ya no el cuarto propio, si no que un hogar. Sentir las pelusas de los rincones, la mirada sabia que lo recorre todo a su alcance. La voz que nos dirige por los espacios de este libro es añosa. No cansada, pero sí de una asertividad de haber vivido mucho. Lunares es un libro añoso. Esa impresión me dio cuando pasé por sus páginas. Como si hubiera sido abierta la casa de una poeta y como si esa misma poeta me hubiera llevado con ella a la profundidad del mar, que no era otro que su propio mar. En este tránsito había olor a pan, a cuerpos, a lavalozas, a rincones que quizás como lectores nunca recorreremos presencialmente, pero que sí la autora nos permite visitar por medio de la palabra. Ahora bien, en este tránsito/ trance no estamos sólo en la casa de la autora, como ya dije, recorremos también espacios externos a su cotidiano donde se funda una historia de amor. Esta historia se plantea a través de los cambios del ciclo lunar, aunque no sabemos al seguir de estos periodos cíclicos, estamos frente a la recomposición o el recuerdo de un amor. Es en esta confusión donde la voz poética de la autora emerge con mucha fuerza, misteriosa y nocturna, como la luna, el profundo símbolo desde siempre que representa lo femenino. La luna, el mar, las mareas y sus ruidos.
En Lunares los tiempos están marcados por las distintas fases la luna, fases que podemos observar de acuerdo a su posición con respecto al sol. Es así como pasamos por cuatro tiempos en los que presenciamos, con distintas luminosidades, las escenas de un amor. Como si estuviéramos mirando una película, en la que alcanzamos a ver fases completas o menos totales de acuerdo a cómo las presente el ojo que dirige el alcance de nuestra mirada. En la primera parte, Luna menguante, estamos frente al ocaso del amor: ya no sé quién soy/ ni quien es el que duerme a mi lado y está también presente esa nostalgia que mencionaba, o de canciones que me recuerdan noches encendidas donde nuestros campos magnéticos/ se atraían hasta hacerse uno y desaparecer/ con el ruido de la electricidad. En la Luna nueva estamos frente al inicio de un amor, en una intimidad que se busca en un afuera, en un espacio deshabitado, nuevo como todo lo que se inicia; como esa primera noche después de pasar todo un día juntos: la intimidad, el roce, el contacto con los extraños, cuando uno mismo es un extraño para el otro: Parecemos cuerpos sin vida/ que llegan a la orilla después de la tormenta. La autora nos recuerda así que el inicio del amor puede ser miseria y encuentro. Agolparse hacia otro es tan hermoso como nefasto. Uno no tiene miedo de compartir y darlo todo, y al mismo tiempo, esa falta de miedo deja a los amantes en un profundo estado de indefensión.
En la Luna creciente, todo cambia, ya que parece buscar aquellos recuerdos en los que está el inicio de su tránsito como mujer. Como si una adolescente comenzara a ser mujer, el tránsito es breve, pero no por eso rotundo: Hace un tiempo todo era más tranquilo/ los pájaros migraban con las estaciones/ la primavera era una promesa que se cumplía/ y teníamos sótanos y juegos callejeros/ de los que salíamos ilesas. Sin embargo en estos rumbos ella lo reconoce a él, mientras está en la fila para ingresar al baño y menciona: Como si hubieras llegado a esta celebración/ después de una enfermedad muy larga. De esta manera tensiona el discurso amoroso, ya que una de las más potentes teorías sobre el amor es referirse a él como una enfermedad. Entonces si está comenzando el amor, ¿cómo se puede al mismo tiempo estar saliendo de la enfermedad? Interesante vuelta de tuerca a la teoría. La fiesta termina con ella durmiendo sobre él: pero escucho los latidos de tu corazón/ me voy en su galope arrítmico. En la Luna Llena podemos ver ya con toda la luz lo que ha ocurrido: A la hora de los accidentes/ recuerdo el brillo de tu desnudez/ deseo con fuerza que estés conmigo. En la Luna llena, con la luminosidad total, esa luminosidad que nos permite andar sin linternas o fuego en una noche en un bosque con esa luz que se cuela entre los árboles, la autora nos susurra: No es posible cumplir la misma edad dos veces/ pero sí dar la vida en cada encuentro/ y habitar esa ofrenda como un refugio /en medio de la nada.
En un tiempo donde la temática del amor está sobrevalorada —aparece tanto en realities de TV, como en libros de autores que buscan hacer de él un negocio— me parece que este pequeño libro es un recuento de intensas situaciones que pueden pasarle a un sujeto cuando ama a otro y aquí está lo íntimo, lo sencillo de ese recuento. Todo lo inmenso y lo pequeño, todos los mares, los viajes a la playa y las casas de parejas se reúnen en este libro. Por ello, felicidades, querida poeta, felicidades editor, felicidades a Lunares por este lujoso y al mismo tiempo, sencillo nacimiento.