Tantos siglos intentando descifrar la felicidad y el amor, para terminar siendo recreados en pantalla, en un computador.
La revolución cibernética conduce al hombre, ante la equivalencia del cerebro y del computer, a la pregunta crucial: «¿Soy un hombre o una máquina?». La revolución genética que está en curso lleva a la cuestión: «¿Soy un hombre o un clon virtual?». La revolución sexual, al liberar todas las virtualidades del deseo, lleva al interrogante fundamental: «¿Soy un hombre o una mujer?» (…) En cuanto a la revolución política y social, prototipo de todas las demás, habrá conducido al hombre, dándole el uso de su libertad y de su voluntad propia, a preguntarse, según una lógica implacable, dónde está su voluntad propia, qué quiere en el fondo y qué tiene derecho a esperar de sí mismo -problema insoluble-. Ahí está el resultado paradójico de cualquier revolución: con ella comienzan la indeterminación, la angustia y la confusión.
Juan Pablo Anaya en Las Huellas del Hombre Invisible.
Hay una luz que irradia y que nos atrae, como el hibisco en primavera a las abejas. Es potente y brillante, a toda hora, omnipresente y desperdigada en distintos objetos tangibles y parciales, pero parte de un todo único y grandilocuente. Es la fluorescencia del deseo, encapsulada en una o varias pantallas, planas, que guardan en su pixelado espacio las tramas de la acción infinita que invoca la pasión.
Un mensaje codificado en binario, es hoy día la savia que sacia y combustiona nuestra voluntad de poder y lleva, en sus bytes, kilobytes, megabytes, gigabytes, terabytes, un impulso que trasciende tiempos y espacios: El amor. Y claro que lo seguimos, y nos interesa, y nos tiene a tientas presionando botones que armonizan un algoritmo hecho para nosotros, asegurándonos en su artificial premisa, que esa es la vía más efectiva en donde aparecerá la otra mitad, la media naranja, el próximo desliz de una noche o un noviazgo a largo plazo. Fabricado para cada uno, a medida.
Suena, al menos, práctico.
¿Pero en qué parte esta idea se vicia, se envenena y comienza a desfundar nuestras dudas? Pasa que la búsqueda del amor, víctima de su compleja indefinición, es hoy una mera patología de la tecnología. Un holograma. Una recreación, reduciendo y alivianando su carga simbólica a raíz de los sistemas creados entre el sujeto y el medio ambiente que lo contiene. El amor como consecuencia de un puñado de acciones subsidiadas por aplicaciones o herramientas no-análogas que facilitan el desarrollo de una identidad ad-hoc a intereses inmediatos, totalmente volátil, versátil, en permanente evolución (o involución).
Para amar, o para establecer el más nimio vínculo afectivo, antes de hablar de los medios que propician la unión, cabe sentar un perogrullo en retirada: necesitamos de un otro.
El valor de la alteridad contextualizado en la asunción de las pantallas, el Internet y las redes sociales digitales ha tendido a disolverse. Una de las grandes máximas de la era que experimentamos por estos días, dentro de nuestro espacio íntimo y sicológico, es que los bienes y servicios tecnológicos que hoy se adquieren, misionan una labor suplementaria del ser. Existen casos en que este diagnóstico es placentero a quien sufre de distancias, siendo esta función la única disponible para sostener lazos afectivos. Otros, son fieles expresión de la superación del cuerpo ante sus variadas limitaciones. Para sentir, en el siglo XXI, la clave es integrar a nuestra propia psique la característica de ubiquidad y la camaleónica ventaja de los artefactos hechos para catalizar relaciones sociales. Son aditamentos al cuerpo. Prótesis que acusan la dificultad de ser y la discapacidad que implica el vivir en default como una cuestión atractiva y digna de atención.
Prótesis social
La simorofilia, aquella atracción sexual por los accidentes de automóviles, no es solo un extraño desvarío sicológico que bien retratan J. G. Ballard y David Cronenberg en la novela y película Crash. Es, para estos efectos, la más clara metáfora de cómo el hombre posmoderno enfrenta su realidad: el exceso del yo. La profusión, el colapso, la autodestrucción.
Desde la modernidad, la premisa de las máquinas como incipientes replicantes del hombre en la industria, en el ámbito laboral, se ha infiltrado hasta la actualidad de una manera más amenazante en casi la totalidad de sus esferas y entornos: en la economía, la política y, claro, el amor.
Para sentir, necesito explotar. Para sentir, necesito enamorarme. Exploto al enamorarme. Al explotar, me enamoro. No puedo sentir si no llevo conmigo la máscara que me permita ser alguien ad-hoc. Esa máscara, esa prótesis, es mi vehículo. Ella determinará mi vestir, mi acento al hablar, mis tópicos de conversación, mi aroma, mi peinado, mi estado de ánimo. Soy demasiado nimio; demasiado pequeño para funcionar en default.
Dos automóviles conducen por la misma carretera. Ambos van a una velocidad de 100 kilómetros por hora en sentidos contrarios. La línea divisoria que los mantiene en su carril, de un momento a otro, desaparece. Alevosamente, uno de los conductores vira y cambia de calzada. El otro sabe lo que pasará si no sale del pavimento, pero no hace nada al respecto. De hecho, acelera. Ahora los dos vehículos conducen hacia sí mismos. Chocan. Una mezcla de metal, vidrio y energía se libera en una colisión frontal de grandes proporciones. Los conductores resultan con magulladuras, heridas y fracturas. Acariciaron la muerte, pero eso es lo que buscaron. Aturdidos, sienten un inmenso dolor pero que es dopado por el placer que aún reverbera en su piel tras haberse molido los huesos. El chirriante sonido de las carrocerías colapsando una con otra, el vértigo de la velocidad y el corte abrupto que produjo la física de la inercia al momento del choque. Es una especie de orgasmo. Se desata la libido. Se convierten en animales y, al mismo tiempo, justifican su razón social y humana: sentir a través del colapso y la superación del cuerpo como contenedor de las emociones e impulsos.
El deseo —como una cuestión edípica al fragor del fetiche sicoanalítico, que diagnostica las emociones demostradas y contenidas sobre la base de necesidades no satisfechas o en variadas carencias—, ha sido reversionado. Dicha pasión está hoy concentrada en los medios tecnológicos, que funcionan como torpedera de nuestros más inconscientes actos. El deseo está fuera de sí. Está en un exoesqueleto, una nueva piel que las redes sociales, la cibernética y toda la amalgama digital han fabricado para nosotros.
Mi cuerpo es una base que hoy dispone de muchísimos accesorios que fueron sintetizándose con el paso de los siglos. Así ha sido desde el principio, desde el ropaje que nos protege del frío y el sol, hasta el lenguaje, esencia de lo humano, como vehículo de comunicación y sus casi infinitas plataformas: la piedra, el papel y hoy, la computación, que ha tendido a monopolizar lo social.
¿Es el disco duro de mi notebook un backup de mi cerebro? ¿Es Facebook el quid de mi sociabilidad? ¿Es Twitter una escupidera de pensamientos que no hace otra cosa que naturalizar y des-estigmatizar la esquizofrenia en sus distintos grados?
Pensar lo social sin estas prótesis tecnológicas sería comprender al cuerpo desnudo. Un cuerpo vacío y hueco, sin órganos. Todo pasa demasiado rápido como para enfrentar al mundo actual sin estas armaduras. Para subsistir y experimentar la afectividad y el amor, sin que la depresión y la ansiedad nos amedrenten, es preciso salir del alcance del huracán y ponerse en su centro. Dicha aventura pareciera ser posible solo a través de estas añadiduras, que funcionan como extensiones del cuerpo (ver McLuhan y los medios de comunicación en función de nuestros cinco sentidos). La épica que esto infiere es el combustible de nuestras acciones y si el fracaso la convierte en tragedia, podemos reiniciar. Podemos borrar: Papelera de Reciclaje. Vaciar Papelera de Reciclaje. Suprimir. Deshacer. Ctrl + Z. Borrar conversación. Borrar contacto. Bloquear contacto. Ya no quiero ver esta publicación. Mute.
Este férreo y otoñal temporal, no es nada menos que una revolución. Una verdadera revolución, silente, que nos alborota desde adentro, desde nuestra sicología y que está socavando nuestros paradigmas. Las marchas, la calle y la sublimación de lo público no son causa, sino efecto. La desafección política y la ignorancia como opción y táctica de (auto)validación, no son defectos objetables, son acciones comprensibles. La soledad en el cotidiano, comprendida como descompresor de estímulos adquiridos a través de la prótesis social, y ya no como carencia de afecto.
Tantos siglos intentando descifrar la felicidad y el amor, no podían terminar de otra manera que siendo recreados en esa pantalla, en una red social digital, en un computador, en la cibernética. Es esa luz. La que nos atrae como el hibisco en primavera a las abejas.