Mañana llega a librerías Comí (Anagrama), un ensayo sobre formas de comer y el lugar levemente patotero que la gastronomía ha okupado en nuestras vidas. Lo explica mejor el propio Martín Caparrós: «un repaso adolorido sobre la entrega de nuestros cuerpos al supuesto saber médico; o una sátira de la tendencia yoísta de la literatura […]
Mañana llega a librerías Comí (Anagrama), un ensayo sobre formas de comer y el lugar levemente patotero que la gastronomía ha okupado en nuestras vidas. Lo explica mejor el propio Martín Caparrós: «un repaso adolorido sobre la entrega de nuestros cuerpos al supuesto saber médico; o una sátira de la tendencia yoísta de la literatura actual porque hay un personaje que se llama Caparrós y cuenta sus vidas presumidas o presuntas; o acaso la reflexión amarga, cargada de (mal)humor de un hombre que sabe que ya no va a saber más nada».
Acá algunos extractos.
Entonces me siento a la mesa con toda la ilusión de una comida apetecida por delante: la abundancia, una promesa espléndida. Unos minutos más tarde, al plato le quedan dos o tres bocados. No que no lo haya disfrutado, pero le quedan dos o tres bocados.
Digamos: fideos con manteca, panchos —tres panchos con mostaza—, papas fritas, sopa de arroz con mucho queso y, sobre todo, el revuelto gramajo. Podría montarme en el mito que pretende que el revuelto gramajo es el único plato realmente argentino: que el coronel Gramajo, ayudante del presidente Roca, cuando salía tarde de su trabajo en la casa de gobierno del fin del siglo diecinueve pasaba por el club —el club es, por supuesto, el Jockey Club— y que allí el cocinero, ya cerrando, le preparaba un plato de fortuna con los restos que siempre le quedaban: papas, huevos, algún recorte de jamón. Es un plato argentino: un azar —o la idea falsa de que fue producto del azar— y, en cualquier caso, una oda al poco esfuerzo, a la idea más sencilla, un sabor básico y rotundo. Pero supongo que el revuelto gramajo me gustaba más que nada por su facilidad atortillada: una especie de tortilla de papas sin siquiera la forma, una bravata de patrón de esquina: esto podría haber sido una tortilla si hubiera creído que te merecías el esfuerzo de formarla.
(Y entonces yo diré/ cuando pases moviendo tu ser y tu no ser:/ pude haber hecho una mujer de esa mujer/ si hubiese sido necesario.)
Digamos: milanesas, las croquetas de arroz, una banana con dulce de leche, el dulce de leche con crema, las yemas de huevo batidas con azúcar. Muy poca cosa, cosas muy repetidas —y escasamente controlables. La comida, en esos años, era un azar en mi vida. Un azar significa: algo cuyas causas nos escapan —y la causa de mis comidas me escapaba. Para un chico, comer es un aprendizaje del poder —ajeno, siempre ajeno—: esperar, aceptar, si acaso esbozar quejas que no son más que quejas. O, incluso: adoptar una posición de resistencia activa y negarse a comer ciertas cosas que el poder trata de imponerle. El poder no necesariamente es antipático; se supone que el poder de los padres es simpático, solidario, bienintencionado pero no deja de ser uno de los poderes más discrecionales: no se basa solo en ciertas herramientas de extorsión y opresión sino, sobre todo, en la legitimación más extrema que cualquier poder pueda tener: lo hacemos por tu bien querido.
Un chico no decide: sufre —en el sentido más lato, menos dramático— decisiones ajenas, y se las arregla con ellas como puede: come lo que puede. Un chico aprende que el poder tiene ciertas reglas: para empezar, que recompensa la sumisión con un chocolatín o caramelos. Para seguir, que puede ser burlado con ciertas artimañas: mamá me siento mal si como bife voy a estar peor lo que mejor me va a caer podría ser fideos con manteca. O si no: ay hoy al mediodía en la escuela ya comí sopa no voy a comer sopa dos veces no mamá. O incluso: vos sabés que a mí los panchos no me gustan pero en una de ésas si los puedo bajar con un traguito de cocacola ahí sí podría. Y que el poder a veces es tonto o por lo menos muy capaz de distraerse: descuidarse, ocuparse de otras cosas. El chico sabe, y aprovecha.
(En la foto tengo esa sonrisa que, desde entonces, mantengo cada vez que tengo miedo, y camino como si ya supiera que no voy a poder dar ni un paso más: que voy cayendo. En la foto tengo un flequillo rubio. En la foto tengo dos años y camino como caminan los bebés: agarrándose con las dos manos de la nada. En la foto tengo unos zapatos blancos que quizá fueron mis primeros zapatos, medias blancas con una especie de calado, pantaloncitos cortos de algún color oscuro que el blanco y negro no revela. En la foto ya tengo esa mirada que, desde entonces, muchos tomaron por sorna o por sarcasmo y es miedo, puro miedo: camino, voy cayendo.)
Mi primer recuerdo de comer no es un recuerdo, por supuesto: hay muy pocos recuerdos que lo son. Mi primer recuerdo de comer es una foto, que es la forma en que los recuerdos ajenos se te imponen, intentan convertirse en tus recuerdos. Las fotos son la máquina más contemporánea de construir historias, biografías que no soportan el peso de la duda. Recuerdos siempre embellecidos: por cada foto que se guarda diez se tiran, el pasado idealizado de las fotos es el top ten de nuestra historia. Y las fotos de chicos, sobre todo, son el modo en que sus padres, desconfiados de su capacidad para determinar el curso de sus vidas, escriben el relato del principio de esas vidas: tratan de mantener su influencia sobre esos fugitivos. Un chico es un fugitivo de sí mismo y de sus padres, y las fotos de chicos son una muestra del poder —de la impotencia— de sus padres. Y, sin embargo, las fotos de chicos no suelen mostrar el momento más poderoso, más irrepetible.
El mundo se ha inundado de fotos que buscan, dicen, captar lo irrepetible: obligarlo a una repetición infinita, salvarlo de la fugacidad del tiempo. El mundo, entonces, debería rebosar de fotos de lactantes: si hay una situación irrepetible en una vida es ese momento inverosímil en que una persona no es lo suficientemente persona todavía como para comer, y toma todo su sustento de los jugos de otra. Es impensable –se me hace tan difícil de pensar ahora– que yo haya tenido esa conexión tan extrema con otra persona: que haya vivido dentro de otra persona, que haya comido los jugos de otra persona –que durante meses haya comido solamente los jugos de esa otra persona que no quería terminar de ser otra.
Pero mi madre Marta era tan joven que era imposible pensar que era una madre; si acaso la dueña de un juguete –que venía a ser yo– y una cabeza con multitud de mariposas y de pecas, una estudiante de medicina bonita, precoz, judía y comunista encandilada por el exiliado de la penúltima guerra romántica, comunista, brillante, anfetaminico, ojiverde, ligeramente parecido a García Lorca que al fin, casi sin querer, terminó por hacerse mi padre.
Mi padre Antonio no comía o, por lo menos, si comía, lo hacía para la subsistencia: mero estoicismo, aceptación de una fatalidad. Se podría pensar en las cáscaras de patatas de la guerra, en el hambre repetido en la posguerra, en la voluntad de un muchacho demasiado orgulloso como para dejarse chantajear por la presencia o ausencia de materia tan baja. Mi madre Marta, enamorada jovencita, igual no habría intentado esa opción más madura que consiste en seducir a un hombre con comidas —que, de todos modos, correspondía a otro ámbito ideológico: cocinar era algo que hacían otras mujeres, las mujeres antiguas, las mujeres que se resignaban a su rol de mujeres, las mujeres que no querían hacer una revolución. Y menos para seducir a un hombre. A un hombre, entonces, se lo podía seducir con belleza, con atrevimiento, con timidez, con dedicación a la causa, con alardes de inteligencia, con excentricidad o rebeldías o cualquiera de esas transgresiones de una época en que la transgresión era un valor seguro —pero ciertamente no con un puchero. Mi madre Marta, en cualquier caso, conseguiría seducirlo o, mejor, dejarse seducir con cierta mezcla de pudor y descaro, admiración y críticas, y entonces: mi padre Antonio era mayor, un seductor retorcido que pensaría seguir su carrera de amante torturado incapaz de detenerse en ningún sitio hasta que esa jovencita le exigió cierta consecuencia con sus actos. Mi padre Antonio debía estar enamorado y esas cosas y además tendría cierta idea castellano-comunista del honor, pero no hay nada que saque más el hambre que una exigencia como ésa. Su matrimonio duró unos pocos años.
Debe ser puro gozo alimentar a otro con el propio cuerpo: la suficiencia más perfecta. No creo que haya sensaciones más completas que el egoísmo de sentir ese poder extraordinario. Pero se paga: los dos lo pagan. Una madre impone un vínculo que no puede romper, a menos que. Un hijo recibe un vínculo que no puede romper, a menos que. Comerse a una madre sería la mayor regresión: un reconocimiento extremo. Soy tu hijo, tanto, tan excluyente de cualquier otra condición, que vuelvo a hacer lo que hacía cuando solo era tu hijo. Yo nunca pensé en comerme a mi madre: temo que sea una medida de mi desamor. Porque el amor por una madre nunca puede volver a esas cotas de absoluto, de absurdo, de dependencia sin fisuras. Después de ser comida, todo lo que una madre pueda hacer es menos. Ser madre es bajar una cuesta –como morirse pero siempre poco.
Ser padre es igual pero peor: todo bastante menos.
(La desesperación —la aceptación de la derrota— es esa escena: cuando su madre no estaba o estaba distraída, yo me untaba la teta con crema chantilly y ponía a mamar a mi hija. La nena chupeteaba, algo comía, yo le cantaba nanas. Después se tiraba unos terribles pedos y yo me hacía el sorprendido uy, la nena no está bien, será que hay que llamar al médico).
Dicen que la paternidad es una hipótesis; la maternidad también lo es. Yo, por supuesto, no lo sé —alguna vez tuve nostalgia de saberlo, después, como tantas otras cosas, lo olvidé— pero imagino: una madre sabe que lo que ocupa su panza es un bebé, un feto, un hijo porque todos lo saben, cualquiera lo sabe, se lo han dicho, se lo han explicado, lo vio en fotos y dibujos y ahora tomografías computadas pero no lo sabe porque su experiencia se lo diga, de esa manera en que uno sabe que una hoja verde es verde. Es lo mismo: yo sé, ahora, que hay un inconveniente en mi intestino pero no tengo forma de saber qué es ese inconveniente, si una obstrucción, un tumor, una fatiga. Yo sé que mi intestino es una máquina que produce mierda, que se ocupa de deshacer lo que el estómago desecha y desecharlo pero no sé cómo funciona, no puedo siquiera empezar a imaginar cómo funciona: cómo sus miles de millones de obreritas enzimas células proteínas van como locas de un lado para otro guiadas por órdenes tiranas para hacer que cada atómo de cada porquería que mi cuerpo no guarda se transforme en esa masa oscura que, a falta de un buen nombre, a falta del reconocimiento pertinente, hemos llamado mierda. La mierda es el pasado: lo que el cuerpo no quiso o supo retener, lo que imposible se le escapa, la historia de los logros y fracasos de mi cuerpo –y ahora mi máquina de historia se ha dañado. La máquina que decide qué guardo y qué no guardo, qué quiero y que no quiero, qué cuenta y qué no cuenta se ha dañado: no sé representarme tal desastre.
Máquina que ya no sabe distinguir entre el presente y el pasado.
Celebro no conocer el mecanismo: placer de la ignorancia. A veces pienso que si supiera –si yo, si cada cual fuera capaz de asistir a lo que pasa dentro de su cuerpo– no podría hacer nada más: que ese espectáculo sería tan fascinante, tan aterrador, tan exigente para su único espectador interesado que ese espectador –hipnotizado, rehén de lo que el espectáculo produzca– no podría distraer su atención ni un segundo. Que la fascinación sería completa: que no habría nada más o mejor en el mundo. Que en esto, como en tantas otras cosas, la ignorancia es condición indispensable. Que tener piel nos salva.
Comer es aceptar esa ignorancia.
Pero a veces trato de imaginar cómo sería sentir que ese trocito de carne manantial me daba y me negaba, que tenía que aplicar toda mi fuerza –juntar toda mi fuerza, concentrar toda mi fuerza hecha chupón en ese pedacito de carne que tenía atrapado con la boca, que a veces se escapaba de mi boca, que podía desesperar mi boca y todo mi cuerpo y todo mí– para sacarle un poco de ese jugo que no tenía nombre ni precisaba nombre: que era todo. A veces me concentro, cierro los ojos, me chupo el dedo como si no fuera mi dedo –y no consigo nada ni pierdo la esperanza.
También quisiera —pero menos— recordar esa leche, el sabor de esa leche, la presencia de esa materia humana. Desesperé, una o dos veces: ¿cómo fue posible que ese momento irrepetible no me dejara ni la sombra de un recuerdo? Alguna vez pensé que solo soy capaz de recordar lo repetido y hasta lo generalicé: solamente lo repetido se transforma en recuerdo; lo único no puede; el único momento realmente único no produce recuerdos porque después de él no existe el que podría recordarlo, revivir esa memoria –y no quise seguir por esa vía: de nuevo las amenazas de la lógica. Alguna vez, ya grande, probé versiones de esa leche: de otra. Pero aquella no existe. Entonces supuse que había una sabiduría extraordinaria —¿de quién, esa sabiduría? ¿una sabiduría sin sujeto sapiente? ¿una casualidad?— en el hecho de empezar comiendo algo que nunca más va a existir. Una lección inaugural, ínfimo saltamontes: la comida siempre es lo perdido, la comida es comida cuando ya no está. La comida solo es cuando no es: cuando ha sido comida.
Por eso la insistencia —y la certeza de su inutilidad— en recuperar ese momento —largo, decisivo— en que comía jugo de mujer. Nunca más en la vida me acercaré ni un poco a aquella situación: en principio, aquel bebé desmemoriado será mi único avatar que haya podido probar materia humana.
Habría maneras, por supuesto: la más obvia es el canibalismo, pero últimamente queda feo. El canibalismo —¿la canibalidad?— no tiene por qué ser intrínsecamente repugnante a los hombres: un animal que se cría comiendo del cuerpo de su madre debe tener cierta tendencia a seguir comiendo esa misma materia, y solo una intervención cultural fuerte podía disuadirlo. Muy fuerte; alguna vez, en un principio que sucedió o no sucedió –en un principio que no necesita haber sucedido para ser un principio–, comerse unos a otros era un gesto de amor apasionado, una forma insuperable de la cercanía. Aunque poco a poco la cultura haya postergado ese momento sublime hasta la muerte del amado.