Sobre Manchester by the sea, de Kenneth Lonergan, y Vida de familia, el relato de Alejandro Zambra dirigido por Alicia Scherson y Cristián Jiménez.
Hace unos días que estoy escribiendo un cuento de ciencia ficción. Conozco poco del género y probablemente termine archivado por ahí pero va más o menos así: en algún momento del futuro (no tan lejano) una compañía de turismo se dedica a vender viajes y recorridos por casas de infancia. Le empieza a ir tan bien con el negocio que luego se expande y ofrece incluso paseos por departamentos donde se tomaron decisiones difíciles (y equivocadas) o donde se vivió el último momento feliz. Los clientes se suben a un bus y llegan a esos lugares en los que alguna vez vivieron, generalmente de noche (y con los nuevos ocupantes dopados, durmiendo) o cuando están de vacaciones. Por unos dólares extra (así me imagino a la compañía: gringa) se puede incluso recrear el decorado.
Ahí voy.
En la película chilena Vida de familia (basada en un relato de Alejandro Zambra y dirigida por Alicia Scherson y Cristián Jiménez) al protagonista, Martín (Jorge Becker), le toca ser turista en la casa familiar. Solo que, en este caso, se trata de la casa de otro. Bruno (Cristián Carvajal), su primo lejano, se la ha dejado encargada mientras él, con su mujer y su hija, se van a Francia por tres meses. Junto con la casa, Martín también debe cuidar a Mississipi, el gato. Pero un día el gato desaparece y, al salir a buscarlo, conoce a Pachi (Gabriela Arancibia), una mujer con la que comenzará una relación basada en la ficción de la casa propia. El problema es que, la primera vez que lo visita, Pachi ve una foto de Consuelo (Blanca Lewin), la mujer de Bruno, y Martín se ve obligado a enredarse más y más en la mentira: a inventar separaciones, una hija, visitas. De a poco, el simulacro se vuelve doble: Martín inventa una familia alrededor de los objetos que lo rodean y pasa también, paulatinamente, a formar parte de la rutina familiar de Pachi con su hijo (con idas al parque, paseos, desayunos).
Este tema, que es central en el cuento de Zambra, es explorado de forma bellísima por la película, lo que recuerda, sobre todo, a obras anteriores de Alicia Scherson quien ya en Play (y en Turistas, incluso en El futuro) desarrollaba la idea de ponerse—aunque sea temporalmente, sobre todo si es temporalmente— en los zapatos de otro. Así, en Play, por ejemplo, la protagonista se paseaba por la ciudad escuchando la música de un ipod que encontrara en la basura y persiguiendo a su dueño (y luego a su ex mujer, de quien se probaba la ropa una vez que encontraba la casa vacía). En el caso de Vida de familia, Martín se viste con la ropa de Bruno, Pachi con la de Consuelo e incluso ella, en otra escena de la película, posa desnuda frente a un espejo vistiendo solo una máscara de luchador mexicano (con la que antes ha jugado el hijo de Pachi). Sin embargo, aquí la etapa de impostura (ese estar no solo en los zapatos del otro sino también en sus pantalones, en sus chaquetas, atravesar sus espacios) no lleva a un mayor conocimiento o a tomar decisiones y enfrentar las cosas (como en las otras películas de Scherson) sino más bien a borrarse. Y el final – tanto del cuento, como de la película- es brutal y silencioso.
En la genial novela, La Uruguaya, de Pedro Mairal, el narrador comenta en un momento: «Supongo que la idea de familia se transformó. Tiene algo de bloques combinables. Cada uno la arma como puede». En Manchester by the sea (del director Kenneth Lonergan), se mueven todas las piezas del puzzle. Es la muerte que lo remece todo. Es el silencio que duele tanto. A diferencia de su anterior película, Margaret, en la que el trauma invade unas vidas para generar más burocracias inútiles y discursos en los que finalmente las palabras no llegan a nada, en Manchester… ya ni siquiera se hace ese esfuerzo. Porque las palabras no sirven. Frente al dolor terrible no hay respuesta posible.
La película opera en varios niveles (el trailer, que parece decir mucho, finalmente no dice nada de lo que realmente importa) pero quedémonos en uno: Lee Chandler (interpretado magníficamente por Casey Affleck) un hombre callado y arisco que trabaja haciendo arreglos en distintos edificios, es notificado por teléfono de la muerte de su hermano, Joe (Kyle Chandler), quien aún vive en su pueblo de infancia. Lee debe entonces viajar a hacerse cargo de las cosas. Entre ellas, de su sobrino adolescente, Patrick (Lucas Hedges).
Lonergan se mete en las minucias más dolorosamente burocráticas del duelo: la charla con el abogado, la lectura del testamento, la ida a escoger un ataúd, la imposibilidad de enterrar a Joe porque hace mucho frío y la tierra está congelada. Lee se mueve entre sus trámites y las hace de chofer para su sobrino Patrick. Está incómodo y se le nota. Casey Affleck se saldría de la pantalla si pudiera.
Porque lo cierto es que Lee no está preparado para ser el guardián de su sobrino. Es de las pocas cosas que su personaje va a decir, en una escena de conversación aparentemente casual en la cocina, y lo va a repetir dos veces. Por ahí va el secreto de esta historia, ese corazón escondido e irremediablemente roto que, como espectadores, nos demoramos un rato en descubrir.
La vida te rompe y las palabras no sanan. Tampoco te condenan.
Y si bien suena terrible me parece un mensaje valiente.
Mención aparte merece una escena en la que Lee y su ex mujer, Randi (Michelle Williams), hablan sobre el pasado. Un momento incómodo, que raspa, y que nuevamente pone en evidencia que nada nunca se puede reparar, no verdaderamente. Por mucho que Lee, en un gesto irónico y devastador, se dedique justamente a arreglar todo aquello que no funciona, frente a las miradas más o menos aburridas, más o menos coquetas, más o menos impacientes de quienes lo solicitan; por más que se mueva y se mueva (del cementerio al colegio de su sobrino, del hospital a los ensayos de la banda de Patrick), todo parece recalcar que el duelo es una coreografía en la que nunca se sale adelante, una brújula rota, un reloj donde los tiempos se confunden. Un viento helado.