Al no haber disidencia, al existir solamente un recíproco sobarse el lomo, al estar todos y todas de acuerdo en aplaudirse hasta niveles ridículos, cualquier posibilidad de un mínimo rigor, una mínima conciencia crítica, desaparecen por completo.
En Chile, la relación entre críticos y escritores siempre ha sido conflictiva. Y cuando digo siempre, me remonto a los inicios de la crítica literaria pública, vale decir, ésa que aparece en los medios de comunicación de masas, sobre todo los escritos. Desde fines del siglo XIX o al promediar el XX, haciendo un recorrido muy superficial, Emilio Vaisse, Pedro Nolasco Cruz, Armando Donoso, Raúl Silva Castro, Domingo Melfi, Ricardo Latcham, Luis Sánchez Latorre, Hernán del Solar, Hernán Díaz Arrieta, José Miguel Ibáñez, por referirse a los más ubicables, han tenido que soportar las embestidas de poetas y narradores vejados, muy furiosos, muy ofendidos, que los han acusado de todos los pecados capitales y de todos los pecados mortales. Por otra parte, cuando había genuina polémica —polémica que duraba semanas, meses, años, como la mítica guerrilla literaria entre Neruda, de Rokha y Huidobro—, nuestros críticos no se limitaban a agachar el moño y colocar la otra mejilla, sino que replicaban, argumentaban, hundían el dedo en la llaga, revolvían el gallinero y al final nadie salía perdiendo. Sí, todos ganaban, porque los lectores tomaban partido, quedaban felices o descontentos y mientras más candente era el debate, más se enriquecía la literatura.
Hoy por hoy las cosas han cambiado, pero no tanto como podría creerse a primera vista. Por razones obvias, no aludiré al trabajo de mis colegas y me siento lejos, lejísimos de calificarlos o cuestionar sus enjuiciamientos. En muchas ocasiones puedo discrepar de ellos; en otras tantas pienso que se les puede pasar un poco la mano —¿y quién soy para reprobar algo que tantas veces yo mismo he hecho?—; en oportunidades disiento profundamente de sus opiniones. Sin embargo, estimo que, en términos generales, efectúan bien su labor, son honestos, dicen de veras lo que piensan. En otras palabras, son emancipados, rechazan las presiones, actúan de acuerdo a su leal saber y entender con respecto a las obras que deben someter a su escrutinio. En síntesis, considero que la crítica chilena pasa, digamos, por un momento saludable.
Confirmo lo que he dicho puesto que me consta lo que sucede en otros países de habla castellana y hablaré concretamente sobre dos de ellos: Argentina y España. Nuestros vecinos parecen carecer hasta de una mínima noción de autonomía o criterio propio y basta con ojear los principales rotativos de Buenos Aires para darse cuenta de que ahí existe un extraño, por no decir indecente maridaje entre críticos y escritores, entre críticos y críticos, entre todos quienes publican libros y todos cuantos reseñan esos libros. Si Chile es una cama, es una cama minúscula; en cambio, Buenos Aires y por extensión el resto del territorio trasandino, constituyen una cama de dos plazas, una cama King size, donde, como reza el bolero, todos se quieren, todos se aman. Es más, todos se celebran, todos se halagan, todos se colman de tanta dulzura que el oficio de comentar libros se ha transformado en una mermelada tan empalagosa que resulta casi imposible de tragar.
Y lo peor de todo no es esto, sino la participación activa, estridente, desfachatada de autores consagrados en este coro de alabanzas, en esta sociedad de socorros mutuos que parece ser la comunidad literaria bonaerense. Tengo a la mano el último texto de María Moreno, Black out, y la mera actividad de examinar la contrasolapa genera en mí una impresión semejante a la vergüenza ajena. Ricardo Piglia encabeza la lista de homenajes llamando a Moreno nada más ni nada menos que una de las mejores narradoras y narradores argentinos actuales; «tal vez el mejor», remata. En lo personal, esta historia me gustó, con reparos eso sí y escribí en consecuencia, ya que, en los tiempos que corren, nadie, absolutamente nadie puede predecir el porvenir de los títulos que hoy en día salen a la luz. Alan Pauls no se queda atrás y compara a Moreno nada menos que con Michel Foucault, para agregar adjetivos tales como amorosa, una voz hecha de aquello que nadie quiere escuchar, una voz excéntrica y única. Daniel Link culmina con balbuceos en primera persona, tan desaforados y tartamudeantes, tan vecinos a la novelista que, por descontado, él y Moreno son íntimos.
En España el paisaje bibliográfico es muchísimo más grave. De partida, ahí están las sedes de las principales editoriales en nuestra lengua, su población supera con creces a la chilena, también sobrepasa a la argentina y bueno, es uno de los estados más importantes de la Unión Europea. Por supuesto, al igual que en cualquier parte, tienen uno que otro buen escritor, varios que se muestran pasables y desde luego que, por lo general, son malos y olvidables. Sin embargo, si uno lee El País, El Mundo, ABC, La Vanguardia, escucha programas radiales o ve la televisión, llega a la conclusión irrefutable de que todos, absolutamente todos estos autores y autoras son genios. Además, la Madre Patria, si no es la nación con más premios del mundo, está muy, muy cerca de serlo, desde el Planeta, dotado de la mayor cantidad de dinero después del Nobel, el Biblioteca Breve, el Nadal, el Algalia, hasta galardones tan oscuros como los que entrega la municipalidad de Villalpando, la de Fuencarral, la de Albacete, la de…Roberto Bolaño le sacó gran partido a dichos concursos, como lo relata en numerosos cuentos, sin dejar de reírse de tales certámenes. Que la mayoría de esas condecoraciones estén cocinadas de antemano es un hecho que ahora nadie discute y hasta El País, un matutino tan proclive hacia cualquier cosa que salga en Madrid o Barcelona, ha emitido severas señales de alarma.
Hace un par de años, me llegaron dos ficciones firmadas por Ramiro Pinilla, un prosista que permaneció olvidado durante largo tiempo y ahora era rescatado con frenesí, con delirio, hasta el punto de ser llamado el más grande escritor español del siglo XX por varios plumarios. En realidad, Pinilla exhibe calidad, pero ¿puede comparársele con Azorín, Camilo José Cela, Pío Baroja, Miguel Delibes o Miguel de Unamuno, que han resistido el paso de un siglo, medio siglo?
En cambio, hay escritores mediocres, como Manuel Rivas, que se expresan en una jerigonza seudo cosmopolita, seudo vernácula, un cerril dialecto pop y recientemente analicé El último día de Terranova, una trama indigesta, insoportable, ininteligible. No piensa lo mismo doña Ángel Basanta, de El Mundo, quien, sin ningún empacho, cataloga a este bodrio como «un acontecimiento». O Ana Rodríguez Fischer, de Babelia, la que, luego de inarticulados expletivos, paroxismos extáticos y arranques líricos, manifiesta que, aparte de ser un clásico indiscutible, Rivas es «expresión del emblema del carácter de un pueblo». (¿qué diablos significan estas palabras?). En lo tocante a Luis Roso, es el inventor de Aguacero, un tomo tolerable, aunque jamás hasta el punto de ser considerado una revelación, un fenómeno sobrenatural, una joya, un portento, según los términos volcados en El Mundo, El Dominical, El País. Claro, hay hombres y mujeres de letras de más valor que Rivas y Roso: Almudena Grandes, Eduardo Mendicutti, Luis Landero, Eduardo Mendoza, Antonio Muñoz Molina, Soledad Puértolas, Javier Tomeo, Antonio Orejudo, Javier Marías y una miscelánea nómina de creadores y creadoras que poseen talento, poseen un público cautivo y unos cuantos de ellos han sido traducidos a múltiples idiomas extranjeros. No obstante, de ahí a ponerlos por los cuernos de la luna hay mucho, demasiado trecho.
Y lo que dije de Argentina en cuanto a que hay hombres y mujeres de letras ya famosos —sea su fama pasajera o perdurable— que se suman descaradamente a esta conspiración de las camarillas, se aplica en mucho mayor medida a la península ibérica. Rosa Montero, Enrique Vila-Matas, Elvira Galindo, por citar a tres personajes archiconocidos, nunca vacilan un segundo en prestarse para que sus lisonjas se destaquen en las portadas o contraportadas de sus amigos.
Porque, al fin y al cabo, de eso se trata. Todos ellos y ellas son amiguísimos, todos ellos y ellas forman una cofradía de compinches, de inseparables colaboradores, de conexiones vinculadas entre sí mediante los establecimientos en los cuales se desempeñan e incluso por lazos de parentesco. ¿Qué significa lo anterior? Que, usando un vocablo castizo, todos y todas están conchabados, o sea, asociados, confabulados en esta escandalosa maquinaria de sobresalir a como dé lugar, de que se hable de ellos y ellas de una forma u otra y, por qué no decirlo, de vender.
Esto sí que es serio. Al no haber disidencia, al existir solamente un recíproco sobarse el lomo, al estar todos y todas de acuerdo en aplaudirse hasta niveles ridículos, cualquier posibilidad de un mínimo rigor, una mínima conciencia crítica, desaparecen por completo. Y hay que llegar a la deducción inapelable de que los críticos trabajan para las editoriales y también para que jamás de los jamases, por ningún motivo puedan causar un grado de molestia e incomodidad en los medios donde se editan sus comentarios. Lo anterior se extiende, naturalmente, a los escritores y escritoras de renombre que, casi sin excepción, se han sumado a este festival de ovaciones.
No conozco en detalle el caso de Ignacio Echevarría, quien parece haber sido el único crítico hispano del presente culto, profesional, preparado, independiente, con un notable currículo académico y un estilo propio. Estos antecedentes, en lugar de favorecerlo, parece que jugaron en su contra, parece que terminaron retirándolo del panorama de la crítica literaria. Escribía en El País, en una época en la que ese matutino pertenecía al grupo PRISA —no sé si aún continúa siendo parte de ese conglomerado—, que era propietario de numerosas casas editoras, entre ellas Alfaguara. A Echevarría esto le daba lo mismo, por lo que elaboraba sus recensiones sin tener en cuenta dónde eran impresos los volúmenes que llegaban a sus manos, fuesen de empresas bajo la tutela de PRISA, fuesen de literatos cuyas obras eran patrocinadas por otras compañías. Según se discutió en la prensa chilena de entonces y según se desprende de la ácida controversia entre Echevarría y la directiva de El País, se le formularon muchas advertencias para que no tratara mal a ciertos ejemplares de ciertas transnacionales. Como se mantuvo en sus cabales, su contrato fue rescindido o, dicho en chileno, lo pusieron de patitas en la calle. Repito: desconozco los pormenores de este vergonzoso incidente, aunque tengo sobrados fundamentos para presumir que lo que acabo de exponer corresponde a la verdad.
Lo que acabo de decir sí que es indecoroso e impresentable. En primer lugar, pone en tela de juicio a uno de los mejores diarios del orbe, al menos en lo relativo a sus páginas culturales. En segundo lugar, corrobora el desagradable y malsano fenómeno del amiguismo, el compadrazgo y el tráfico de influencias en una literatura y una producción literaria, la española, que debería ser un ejemplo a seguir, un espejo donde mirarnos los latinoamericanos, puesto que, entre muchos otros legados esenciales, a España le debemos el lenguaje en el que hablamos y en el que escribimos.
Así que quienes se quejan, por lo móviles que sean, de la crítica chilena, harían bien en mirar un poco más allá de nuestras fronteras. Indiscutiblemente, nuestros periódicos presentan rasgos reprochables, son restringidos, es escaso y muy provinciano lo que informan. Con todo, desde que existe crítica literaria, tal vez inclusive hasta en tiempos de la dictadura, no hemos visto en ningún momento lo que ahora se ve en Argentina o España ni tampoco hemos sabido de situaciones semejantes a la de Ignacio Echevarría.