«El asesinato de Daniel Zamudio cambió nuestro país», anuncia el prólogo de la investigación Solos en la noche, del periodista Rodrigo Fluxá.
Esta semana aparece en librerías la investigación Solos en la noche: Zamudio y sus asesinos del periodista Rodrigo Fluxá. El libro, que cuenta con más de 90 testimonios, se lanza el miércoles 7 de mayo en la Facultad de Comunicaciones y Letras de la UDP. Será presentado por los periodistas Juan Cristóbal Peña y Óscar Contardo, autor del prólogo: «El asesinato de Daniel Zamudio cambió nuestro país».
El imperio de la derrota
La historia de la vida y muerte de Daniel Zamudio, aquel joven asesinado a golpes en marzo de 2012, cobra en Solos en la noche. Daniel Zamudio y sus asesinos un sentido nuevo, más ancho y áspero que los resúmenes que la prensa hizo, aquellos artículos profusamente difundidos durante su agonía. El autor, Rodrigo Fluxá, alumbra los muros de un sótano olvidado por la urgencia, despeja las grietas que no querríamos que existieran, indica el molesto ruido de las filtraciones royendo los pilares de una habitación menesterosa y desamparada. Una celda en la que se apiñan víctima y victimarios como si fueran parte de una misma casta unida por el parentesco de una violencia sorda que se impregna en los cuerpos como los malos olores.
Este libro podría ser descrito como una historia policial o una historia de terror, como un relato detallado de la violencia con mayúscula, como un cuento pormenorizado sobre la manera en que el destino puede llegar a ensañarse con una biografía o con una familia. La idea de libertad parece aquí una fantasía rota desde un principio, y la esperanza, una caricatura que nadie se podría tomar en serio.
El asesinato de Daniel Zamudio cambió nuestro país. Un cambio que comenzó en las palabras. Por primera vez la golpiza a una persona homosexual fue considerada casi sin excepción un asunto repudiable que debía ser condenado públicamente. La palabra «discriminación» cobró un sentido crudo y brutal que exigía repudio. Así lo hicieron agrupaciones sociales, partidos políticos, autoridades de gobierno e incluso el mismo Presidente de la República. Nunca antes en Chile había ocurrido tal cosa. Lo habitual era que los crímenes como el de Zamudio apenas ocuparan a la policía y quizás despertaran algún interés burlón en la crónica roja. Para varias generaciones de personas gay, incluyendo la mía, el menosprecio frente a una persona homosexual víctima de una injusticia era lo habitual. Los «asesinatos de hombres solos» eran algo similar a un género del periodismo policial y tenían un rango paralelo al de las prostitutas asesinadas por sus clientes o las mujeres muertas a golpes por su pareja: la policía apenas indagaba en esos casos y las investigaciones solían apuntar a que la víctima había sido, de una extraña manera, responsable de su propio muerte. Era, por así decirlo, una cultura en la que existían ciertos ciudadanos con reparos. Ejemplos hay muchos, desde el asesinato del pintor Jorge Madge en 1947 al llamado crimen «del anestesista» en 1975, pasando por la muerte de «la loca de hot-pants», baleado por un policía sin mediar más agresión que un reclamo por maltrato y descrito con sorna por los diarios en 1971. La prensa se hacía eco entonces de un esquema conocido hasta el aburrimiento. Con Zamudio mucho de eso cambió. La manera en que la prensa informó sobre los acontecimientos que terminaron con él en coma en la Posta Central fue la evidencia de esa transformación: hubo vigilias, visitas de autoridades, expectación pública y abatimiento general cuando finalmente murió.
Una de las desventajas del periodismo es la premura de los tiempos. Las historias se vuelven esquemáticas, esbozos de una realidad que exige simplificación en una colección de arquetipos que puede terminar aplanando la historia, exponiéndola a los focos que inevitablemente funden los detalles, el fondo y los pequeños relatos que sostienen la tragedia. El crimen de Daniel Zamudio rápidamente se transformó en el de un joven homosexual atacado por neonazis. Dos carátulas contrapuestas sin nada en medio: homosexual y neonazis. Su vida y la de sus victimarios parecían pender de un par de etiquetas que resumían los acontecimientos y masticaban sus biografías hasta hacerlas digeribles con tan solo un vistazo. Bastaba leer «neonazi» para que todo cobrara un orden: la violencia, aquellos que llamamos el mal, lo que acabó con la vida de Daniel Zamudio, habitaba en un lugar delimitado ajeno al de los lectores, un sitio con fronteras claras distinto al nuestro, el de los ciudadanos decentes. Los victimarios tenían creencias torcidas y abrazaban una ideología absurda, eran monstruos fácilmente reconocibles. Las etiquetas sintetizan y tranquilizan.
El primer artículo que escribió Rodrigo Fluxá sobre el crimen de Zamudio en la revista Sábado de El Mercurio puso en duda esas etiquetas. En aquella nota daba cuenta de cómo dos hermanas decidieron denunciar a los asesinos de Zamudio. Ellas conocían a los atacantes y los habían escuchado jactarse de la golpiza que le habían dado a un desconocido. Luego vieron las noticias sobre el joven encontrado agónico en el parque, ataron cabos, reunieron pruebas y, con el apoyo de sus padres, fueron a prestar declaración. La nota de Fluxá ponía en evidencia al menos dos cosas: que la policía no tenía ninguna pista hasta el momento en que las muchachas acudieron a la PDI a dar su testimonio, y que los responsables del delito —uno de ellos pololo de una de las denunciantes— no eran parte de un grupo neonazi articulado y militante. Incluso más, uno de los denunciados tenía entre sus amistades a personas gay. Aquel artículo de Fluxá y otro que publicó semanas más tarde sobre el mismo caso eran el umbral de una puerta que se abría hacia un terreno pantanoso, sin las fronteras bien delimitadas de las etiquetas. Un territorio que por lo trivial se hacía más siniestro. Era el imperio de los hechos.
En este libro hay un eco de Jean Genet, otro poco de El río de Alfredo Gómez Morel y algo de Ser niño huacho en la historia de Chile, aquel pequeño relato del historiador Gabriel Salazar. La amoralidad transformada en una estética vagabunda del Diario del ladrón de Genet, la violencia callejera santiaguina cargada de una sexualidad siniestra recreada por Gómez Morel y las raíces amputadas de la familia popular descrita por Salazar. Un paisaje que en ocasiones puede rimar con Los olvidados de Buñuel o en otras con la esperpéntica La mujer del puerto, de Arturo Ripstein. Fluxá es pulcro en las descripciones, apegado a los hechos, disciplinado en el oficio y talentoso en los detalles. Captura las voces de los personajes en pequeñas frases como quien gira con elegancia una llave para abrir un cofre imaginario del que saldrá apenas un trozo de la melodía completa. Con eso aliña, apuntala y recrea. El autor construye en este libro una sólida columna con los despojos del caos.
En Solos en la noche está siempre presente la cultura del abandono del padre y el hábitat de la violencia doméstica. La rabia que se traspasa por generaciones y que va tiñendo la forma de ver el mundo, de tratar a los más cercanos, de responder frente a la necesidad de afecto. Aquel monstruo de la brutalidad atávica que alguna vez se encarnó en El chacal de Nahueltoro reaparece en este libro de otra manera, en un país distinto. Ya no son las chozas miserables del campo chileno empobrecido de los años sesenta, sino los suburbios de Santiago, las calles del centro, los boliches de diversión y los tránsitos entre una ciudad próspera y otra que vive mirando el despeñadero de un miseria diferente: aquí no hay hambre, no hay niños descalzos, ni pandilleros fríos en su furia. Aquí hay una pobreza que carcome desprevenidamente, como el óxido royendo el metal, a veces apenas perceptible. Es la sombra del Chacal que se pasea por una generación nueva, alfabetizada y en apariencia educada para la modernidad, pero llena de fracturas y enfrentada a las contradicciones que surgen cuando se vive tan cerca de la pobreza y con la frustración constante como un hecho de la causa.
La tragedia de Daniel Zamudio cobra en la investigación de Rodrigo Fluxá un sentido que se dispara más allá de la crónica policial. Hay algo hondamente triste, incluso aterrador, no tan solo en el hecho mismo del crimen sino en las biografías de todos los involucrados. Esas vidas, por momentos, parecen ser ya por sí mismas una condena. Fluxá se sumerge en las raíces de una derrota que parece contagiosa, inevitable, y que como el mismo Daniel Zamudio solía decir, va empujando los hechos como en un efecto dominó en el que nadie sale bien parado. Solos en la noche es la historia de un fracaso demasiado cercano para considerarlo como algo ajeno, tenue y feroz como la mirada del ladrón al acecho, melancólicamente doloroso como un amor no correspondido, crudamente real como una nota en la crónica roja.