Apuntes de Post-pop Depression, disco con que Iggy Pop sale de un largo silencio con Josh Homme en los comandos.
Todos los lunes, y en algo que se ha transformado en una especie de ritual ineludible, mi hermano y yo nos emborrachamos mientras buscamos conciertos en Youtube o comentamos algún disco que hayamos descubierto durante la semana. Él, aunque más devoto al rap, el jazz y la música electrónica —en varios lugares solía repetir, solo por molestar a los presentes que siempre parecían tener un juicio unánime respecto a ciertos íconos de la cultura pop, que Radiohead le parecía una mierda o que Nirvana era lo peor—, a ratos me concedía el paso para mostrarle alguna de mis presuntas joyas descubiertas en la inconmensurable biblioteca de Internet. Fue así que en uno de esos lunes de cerveza le dije que escucháramos Post-pop Depression, disco con que Iggy Pop salía de un largo silencio con el mismísmo Josh Homme en los comandos. La primera impresión, y probablemente con los sentidos más sugestionados a causa del alcohol, fue: este disco es tremendo. Días después, sobrio y con el álbum en mi reproductor de mp3, fui degustando lentamente cada pieza, armándome, con mi precario conocimiento del inglés, un paneo más o menos general de lo que esa voz, que el tiempo con toda su maquinaria parecen no desgastar, estaba intentando comunicar con aquel privilegiado acompañamiento musical. Y ahí está la palabra depresión en su sentido más profundo. Y la palabra desolación. Y la palabra hastío. Y la palabra spleen. Pero también, y como buen punk, un en realidad todo esto me importa una mierda. Déjenme tranquilo.
«When your love of life is an empty beach, don’t cry / when your enemy has you in his reach, don’t die», canta en “Chocolate Drops”. También: «So when everyday is judgement day, I won’t pray», con Homme acompañando en coro y guitarras. O esta: «When you get to the bottom, you’re near the top / the shit turns into chocolate drops». Tomemos esa primera imagen. Intentemos visualizarla: el amor de tu vida es una playa vacía. Lejano al ánimo festivo de discos como Lust for life, me es inevitable no imaginarme a un Iggy sombrío, sentado en una silla mirando una tormenta que se forma densa y ruidosamente detrás de una colina, mascullando: «Death is the pill that’s tough to swallow / Is anybody in there? / and can I bring a friend». Los ecos de la muerte de Bowie, cuya amistad conocemos de sobra, parecen poblar cada una de las canciones de un músico que nos dibuja un diagrama de su agotamiento. «Hasta entonces yo nunca había visto de cerca una gira de verdad, pero vi lo que hacía y me dije: yo voy hacer esto mismo algún día. Este tipo sabe lo que es trabajar de verdad: ¡no me extraña que le vaya tan bien y a mí no», dice Iggy sobre Bowie en una entrevista. Y si él pudo, en el ocaso de una vida tan enigmática como fascinante, grabar ese diario de muerte que es Black Star, dejándonos a todos, desde sus acérrimos seguidores hasta quienes, por arte de la retromanía imperante, llegamos tarde aunque no por eso menos entusiasmados a la fiesta galáctica de Ziggy Stardust, perplejos, tiritando, al borde del pánico que solo la muerte produce; vemos que cualquier impedimento para grabar un disco era, probablemente, menor en comparación al vacío que dejaba la partida de un amigo. Así, “German Days”, séptimo corte del disco, se transforma en una balada melancólica que parece evocar el esplendor de los días que ambos pasaron en Berlín al cantar: «Garish and overpriced / glittering champagne on ice // Berlin and Christ / Champaign on ice».
En más de una ocasión, una amiga y yo jugamos a reordenar el Corazones de Los Prisioneros para armar una historia. A pesar de las discordancias respecto a las canciones centrales, había un acuerdo respecto a cómo debía terminar la desdichada historia de un tipo que repasaba con algo de culpa los sinsabores de un amor prohibido: “Tren al sur” tenía que ser, a diferencia de cómo aparece en el álbum, el cierre perfecto. Contra la pena, la fuga, el viaje, el movimiento perpetuo. En esta depresión post pop —como si, en un juego de palabras, el post-pop se refiriera a un post-Iggy-Pop: ya decía Barthes en su Diario de duelo que, cuando perdemos a un ser querido, pareciese ser que una escisión nos dejara perplejos viendo cómo una parte de nosotros se larga—, de musas agotadas o imposibles, en el corte final, “Paraguay”, Iggy canta: «I’m goin’ where losers go / to hide my face and spend my dough / though is a dream, it’s not a lie / and I want stop to say goodbye // Paraguay» (¿habrá escuchado alguna vez “Paraguay” de Familea Miranda?). Frente a una muerte que llegada cierta edad parece acechar con cierta escalofriante tenacidad, Iggy se aferra al deseo como un móvil para moverse entre sombras: «There’s nothing awesome here / not a damn thing / there’s nothing new / just a bunch of people scared / everybody’s fuckin’ scared / fear eats all the souls at once», recita como un poeta beat hacia el final de la canción. Y parece que nos hablara a cada uno de nosotros mientras esperamos sentados frente al computador el próximo atentado terrorista que se lleve impunemente un montón de vidas inocentes.
Post Pop Depression será probablemente uno de esos grandes discos que nos dejará el 2016 al momento de hacer recuentos. Esperemos, cruzando dedos y poniendo santos de cabeza, que esto no sea otra puta carta de despedida que nos deje sin esos íconos que llenan de ruido la insulsa cotidianeidad de los días. El Valhalla puede esperar y quedan muchos lunes y cervezas por acompañar junto a este disco lleno de cojones y no terminar diciendo, como Bowie, where the fuck did Monday go?