El atajo

por · Julio de 2013

Cuentos Cerca del centro de Algarrobo hay un humedal lleno de agua estancada y verdes provocados por vegetación propia que mejor sabe la biología. Como un oasis pantanoso, el paraje se puede apreciar desde una avenida, quizá la principal. Viniendo desde la costa, atravesando unos grandes y hermosos chalets, se puede llegar hacia una entrada […]

Publicidad

Cuentos

Cerca del centro de Algarrobo hay un humedal lleno de agua estancada y verdes provocados por vegetación propia que mejor sabe la biología. Como un oasis pantanoso, el paraje se puede apreciar desde una avenida, quizá la principal. Viniendo desde la costa, atravesando unos grandes y hermosos chalets, se puede llegar hacia una entrada posterior. Por supuesto que el paso está prohibido y rejas puestas con desgano obstruyen el libre transitar por el sector. Solo se limitan a separar, por si acaso nadie lo notase, la naturaleza del progreso modernista de las calles y casas que se construyeron aledañamente.

Ingresar al humedal, aun así, no es difícil. Basta con agacharse un poco y pasar por un forado hecho por algún entusiasta subversivo para luego encontrarse con una pequeña playa de barro, musgo y pasto donde se puede pisar y ver en sus reales dimensiones la botánica y su interacción con el agua. Entre una orilla y otra hay unos setenta metros de plantas, helechos, juncos y algunos lirios desperdigados entre eneas silvestres que adornan la visual de un par de casas que cualquier otra envidiaría como patio trasero.

Desde la avenida hacia el interior, se encuentra un enorme muro de concreto. Hacia un lado contiene el estanque de agua y su pequeño hábitat y hacia el otro, se descubre un enorme barranco, seco y rocoso, que es camuflado por una arboleda a granel. Parecido a como son las represas, el muro es grueso y lo suficientemente ancho como para montarse a él y caminar. Incluso atravesarlo si el vértigo se amilana.

La casa en donde alojaban estaría más cerca si esto último se lograba. Atravesar esa mole de concreto que divide, tal como un limbo: lo húmedo y lo seco; el agua y la tierra; el cielo y el infierno; era un buen atajo y por lo tanto, una buena opción. Ambos lo intentaron. Ella con más decisión que él, en todo caso.

A medida que abandonaron la tierra firme, la altura se iba volviendo un tema. Sesenta metros, objetivamente, no es tanto si el miedo, el mareo y la muerte se contienen. Avanzaron hasta la mitad, allí donde la estructura formaba una bajada rectangular la cual había que resolver con habilidad, flexibilidad y determinación. Atributos que se descomponían a medida que él, quien iba primero aventurándose en la experiencia, avanzaba y miraba hacia abajo. Craso error. Sorteó su valentía y calculó cuan efectivo podría ser atravesar en tales circunstancias. Como si el desafío anterior haya sido insuficiente para su limitada capacidad de arriesgar, el próximo y último bache, antes de poder emprender sin contratiempos camino hacia la otra orilla, era esquivar las ramas de los árboles que obstaculizaban la subida al otro lado de aquel rectángulo que formaba la disposición de la pared. Ella se quedó en un extremo y él dijo que avanzaría un poco más para ver qué tan riesgoso podría ser arquear los cuerpos sin caer a alguno de los dos lados. Pero él pensó más en lo último que en las maneras de afrontar el reto. Se arrodilló y puso todas sus fuerzas en los brazos para depositar sus pies con seguridad en el desnivel. Y lo hizo. Lo hizo bien. Sonrío y ella bromeó que, en caso de caer, se rendiría honor al humor. Por el humor, decía.

Él entendió el chiste y soltó una carcajada nerviosa mientras trataba de integrarse a sí mismo y realizar una expedición de avanzada por ese tramo problemático. Hasta que la turbación por la altura; verse en medio de una travesía atrevida y poco propia de sus impulsos; aún sostenido en el concreto que le permitía ver aquel cielo y aquel infierno desde una perspectiva que cualquier bíblico curioso querría; y todo eso, hicieron lo suyo.

Instintivamente giró con la mayor precaución posible, agachándose para gatear hacia donde ella lo esperaba y contemplaba. Qué pasó, preguntó. Me dio vértigo, le dijo él. Devolvámonos. Y lo hicieron. Ella le ayudó tomándole las muñecas para salir de ese desnivel y retornar a esa pequeña playa de barro, musgo y pasto. No tan firme como el concreto que recién pisaban en la muralla, pero con la seguridad que de caer, saldría a lo más embarrado pero nunca fracturado, rasmillado ni muerto. Entonces decidieron caminar por donde las veredas dictan, para volver a la casa donde alojaban, contorneando el humedal.

El atajo

Sobre el autor:

Alejandro González (@alejandrismos).

Comentarios