En Año Nuevo, un destacamento de carabineros se apostaba a la vuelta de mi domicilio. ¿Qué hacían? Me es imposible precisarlo, por más que tengo la poderosa impresión de que se divertían.
Recuerdo exactamente la primera vez que tuve mi encuentro inicial con el Comando Jungla. Un amigo queridísimo, con el que parecía que nos habíamos distanciado irrevocablemente, me llamó para que nos juntáramos, conversáramos y nos pusiéramos al día. Había pasado demasiado tiempo sin vernos y para ambos era necesario, indispensable que la separación no fuese definitiva. El lugar era el mismo de siempre, la Plaza Italia, la hora fijada fue la tarde-noche y el encuentro fue, desde el primer momento, grato, emotivo, cálido, tal vez porque mi amigo es el hombre más transparente, más bondadoso, más desprendido del mundo o tal vez porque yo ya soy un viejujo sentimental, tan sentimental que me puse a llorar varias veces; él, sin molestarse ni incomodarse en lo más mínimo, me dio varios golpeteos en la espalda, que me reconfortaron tanto como si en esos momentos se hubiese anunciado que mi persona se había hecho acreedora del Premio Nobel.
Fue hace dos años, durante un día viernes de verano y, desde luego, había manifestaciones en la Plaza Italia. Nada tenían que ver con lo que sucede hoy por hoy y me parece que se trataba de demostraciones estudiantiles, obreras, indigenistas, feministas o un tanto de esto, aquello o lo otro. La totalidad del perímetro que rodea a la que ahora se llama Plaza de la Dignidad estaba repleta de policías en tenidas de combate, de tanquetas, de carros lanza agua y, por si fuera poco, varios helicópteros sobrevolaban la zona. Nos pareció excesivo, porque la gente que gritaba consignas se veía sumamente inofensiva. Claro que, en comparación con lo que ahora experimentamos a diario, nuestros agentes del orden se comportaron como príncipes: no detuvieron a nadie, no hubo balines, ni tampoco constatamos que hubiese golpizas; en fin, daba la impresión de que vivíamos en el país más pacífico del planeta.
Sin embargo, tratándose de Carabineros de Chile, lo anterior es muy, muy relativo. Por supuesto que dispersaron a las personas con violencia, por supuesto que lanzaron bombas lacrimógenas y recurrieron al guanaco y por supuesto que mi amigo y yo tuvimos que huir del lugar como podíamos, para evitar ser empapados o terminar ambos llorando sin parar, esta vez no por causa de mi sentimentalismo, sino por culpa del gas mostaza. De modo que alcanzamos la calle Almirante Simpson, donde, tanto la calzada como la vereda, estaban copadas por miembros del Comando Jungla. Pero, a diferencia de lo que comprobamos en la actualidad, eran solo una barrera humana y fuera de su amenazadora presencia, lucían hasta cómicos. Tanto fue así que entablé un diálogo con un capitán a cargo del escuadrón, un armatoste masculino, tal como los demás hombres y mujeres bajo su dirección (las damas del Comando Jungla lucen temibles y son harto fornidas). De manera que le dije que quería integrarme a ese notable destacamento, que toda mi vida había soñado con ser un aguerrido soldado de la patria, de cualquiera de las ramas de nuestras Fuerzas Armadas, en suma, que anhelaba convertirme en algo parecido a lo que, en el presente, son los vikingos criollos.
El capitán no se inmutó, ni se molestó o mostró siquiera alguna especie de malestar. Se levantó la visera, abrió el bozal -no sé si así se llama esa suerte de máscara que usan- y me respondió amablemente, con una semisonrisa (no estoy exagerando), que el problema fundamental, aparte de mi avanzada edad, era mi escaso peso. En otras palabras, soy un alfeñique (bueno, en comparación con él, que debe superar los 120 kilos, cualquiera es un esqueleto). Siempre he sido terriblemente acomplejado por mi flacura, pero creo que nunca me había sentido tan humillado por estas palabras de nuestro Señor de la Guerra. Por lo tanto, después de refugiarnos un rato en la Sociedad de Escritores de Chile -SECH-, donde relaté mi peripecia a diestra y siniestra, enrumbamos hacia el restaurant “La Hacienda” -destruido en fechas recientes- y los pisco sours, las botellas de vino, los bajativos, disiparon en parte el feroz bochorno que me hizo sufrir ese ropero de tres cuerpos. No obstante, la depresión que sobrevino después ha sido incalculable y desde entonces ingiero elevadísimas dosis de mirtazapina, fluoxetina, amparax, ravotril, trazodona clorhidrato, quetidina y cuanto ansiolítico -legal e ilegal- se puede adquirir en las farmacias nacionales.
Esperé la llegada de 2020 en la casa de María Teresa Cárdenas, una amiga insustituible y mi editora en la Revista de Libros de El Mercurio. Pensaba que íbamos a ser pocos, aunque, para variar, me equivoqué rotundamente. La familia de María Teresa es inmensa, acogedora, amorosa y en esta ocasión, había por lo menos tres generaciones que departían con total naturalidad -pese a que algunos jamás se habían visto las caras-, con simpatía, con absoluta desenvoltura. La hospitalidad de María Teresa y su marido Gonzalo, así como la de sus tres hijos, es merecidamente legendaria.
Aun así, hubo un momento que para mí fue muy significativo. Bernardita, la hermana de la dueña de casa, practica runas, ritos astrales, conjuros o vaya uno a saber qué; debo aclarar que ella es tan convincente, que cualquiera termina creyéndole lo que sea. De este modo, anotamos en un papel las cosas malas, pésimas, horribles que nos habían pasado en 2019, los cuales fueron quemados en un recipiente ad hoc; tuvimos que improvisar buenos deseos a completos desconocidos -a mí me tocó una hojita con mi nombre, que, obviamente, hubo que cambiarla, pues no podía desearme felicidad a mí mismo en público- y finalmente, anotamos lo mejor de lo mejor para nosotros mismos, en una pequeña cartulina que guardo como hueso santo.
Llegó, muy tarde o quizá muy de madrugada, la hora de partir y debido a que soy peatón y a que renuncié a conducir vehículos motorizados por el resto de mi vida -en mi época de chofer, debo haber matado, mutilado o dejado en calidad de inválidos a innúmeros ciudadanos-, prefiero caminar o tomar movilización colectiva. Gracias a la intervención de la hija de Bernardita, pedimos un Uber para que Ítalo, amigo de la casa y yo, llegáramos a nuestro domicilio. El auto arribó en tiempo récord. Tratándose de un Uber, por descontado uno tenía que venirse adelante y otro atrás. A lo mejor esta es la mayor ventaja de tener las patas largas, puesto que siempre me toca el asiento del copiloto. O, en una de esas, me estoy inventando pretextos para inflar, aún cuando sea en una mínima fracción, mi decaído ego.
El hecho es que el conductor resultó un energúmeno por varias razones. En primer lugar, corría a la velocidad de la luz. En segundo lugar, hacía caso omiso de las instrucciones que yo le daba -Ítalo es de provincias y no se halla a sus anchas en la capital- y por salir del paso lo antes posible, se internó en la Costanera Norte, compitiendo con quienes se desplazaban por la autopista como si fuera piloto de Fórmula Uno. En tercer lugar, y eso fue lo peor de lo peor, se quejaba sin parar, se lamentaba por cualquier cosa, decía que trabajar a esa hora -claro, eran más o menos las tres de la mañana- era el colmo de los colmos y suma y sigue. Con todo, había un elemento más grave: estaba aterrorizado y se le notaba demasiado. En un momento, estuve por preguntarle por qué diablos hacía lo que hacía, si bien bastaba con ver su rostro para desistir siquiera de intentar un diálogo con él.
Como claramente estábamos frente a un individuo un tanto psicopático, ni Ítalo ni yo abrimos la boca a lo largo del trayecto. Así, en vez de dejarme en la puerta de mi edificio, como era su obligación, estacionó en la esquina de General Jofré con Vicuña Mackenna y tuve que bajarme a la carrera, con el Credo en la boca -es una manera de decir- para que Ítalo saliera ileso del percance.
Y aquí se produjo mi segundo encuentro con el Comando Jungla. Vicuña Mackenna y sus alrededores céntricos estaban, literalmente, tomados por festejantes, ya que no protestatarios. Bailaban, tocaban guitarras, cantaban, encendían fogatas y se notaba que lo estaban pasando divinamente bien. Un destacamento del Comando Jungla se apostaba a la vuelta de mi domicilio. ¿Qué hacían? Me es imposible precisarlo, por más que tengo la poderosa impresión de que se divertían. Fumaban, hablaban entre ellos, echaban miradas amedrentadoras, pienso que más por obligación que por otra cosa y podría jurar ante la Biblia que algunos y algunas hasta conversaban con los chicos y chicas que celebraban el Año Nuevo. Ni qué decir tiene, esta vez no se me pasó por la cabeza la idea de postular al Comando Jungla y corrí como conejo hasta entrar a mi departamento.