Crónica de un espectáculo que nació muerto, o cuando la pasión es entendida como caos y el caos como folclor.
Hace unas semanas, el famoso estadístico del fútbol español “Mister Chip” denominó a la final de Boca Junior y River Plate como el inicio de la Tercera Guerra Mundial. Más allá de que se le haya pasado un poco la mano (parafraseando a Seth Meyers: “REALLY?”) el partido que se debía jugar en la cancha de los millonarios terminó en un desastre antes de siquiera el pitido inicial. No hubo juego. Y los hinchas, como en una obra de Beckett, esperando algo que nunca iba a llegar. ¿La razón? En el momento en que el bus del equipo xeneize iba camino a la cancha del barrio de Núñez en Buenos Aires, un grupo de hinchas del ‘gallina’ lanzó proyectiles que rompieron los vidrios del vehículo, hiriendo a jugadores de Boca como el capitán de la escuadra, Pablo Pérez, a quien le llegaron esquirlas a sus ojos y que todo indica que deberá ser operado. De ahí en más, la incertidumbre. Horas de no saber qué hacer mientras la Conmebol intentaba salvar el negocio. El mundo ponía sus ojos en el desastre que era la última Copa Libertadores que se jugaría con partidos de ida y vuelta y en la inoperancia de todo un sistema que no supo cómo prever lo que todos sabíamos que podía pasar. Crónica de una muerte anunciada, parte 2: fútbol edition.
La violencia en el fútbol sudamericano no es algo nuevo. Tampoco es algo extraño. Se sabe. Se ve los fines de semana. Se vive adentro del estadio y, más que todo, fuera de él. En Chile tenemos ejemplos de sobra. Es cosa de recordar al ‘Barti’ en la Garra Blanca apuñalando a otro simpatizante del equipo albo. O los piedrazos que vuelan cuando las barras bravas se encuentran unas con otras. Y no solamente entre equipos del mismo país, sino también en partidos internacionales, como lo explicó maravillosamente Juan Pablo Meneses en la crónica “Una granada para River Plate”, describiendo el viaje de Los de Abajo a Buenos Aires, quienes llevaban una granada de mano en el bus. Y nombró los ejemplos chilenos porque son los que nos cuestionan personalmente en este largo y angosto calcetín guacho que llamamos país.
Y la violencia no la hacen unos pocos. No son ni doce ni quince ni cincuenta. No son, tampoco, inadaptados. Piensan. Y bastante. ¿O creen que a la hincha de River que le pegaba bengalas a su hija en el cuerpo se le ocurrió de un segundo para otro aquello? El problema —y también la solución— está en cómo comprender lo que el teórico argentino Pablo Alabarces llamó la “cultura del aguante”. No es tratar a la gente de loca sino entender que hay un sistema valórico, un capital cultural que está relacionado con quien “aguanta” más la violencia, con quien no escapa, con quien es más ‘choro’, con quien se para y pelea, con quien ‘no se caga’. Esto es un discurso que te da status y, en muchos casos, poder. Y es una narrativa que está en todos lados. Es cosa de escuchar las letras de los cánticos de algunas hinchadas. Como el que cantan Los de Abajo cuando se acerca el superclásico: “El bulla va caminando para Pedrero/ el indio pide custodia porque es cagón (cagón)/ vamos a romper los baños y el alambrado (y al indio culiao)/ para ver cuál hinchada es la mejor (la del León)”. La violencia no es un hecho aislado, sino lo que le da identidad a un grupo determinado, a la barra brava del club. La violencia es un modo de vivir al club. Una manera de diferenciarse.
Y esto no está solo motivado por los propios ‘barras’, sino también por la naturalización de aquello en la que todos formamos parte, de una u otra manera. “Bienvenidos a Sudamérica”, “Esto es la Copa Libertadores”, son frases que justifican que esto es lo que nos define acá en el poto del mundo. Resabios de la colonización, si así lo quieren. Pasión entendida como caos y caos que es entendido como folclor. Y esto también alimentado por medios de comunicación que utilizan estos registros para mercantilizar el discurso. Porque más allá de la metaforización del fútbol como sublimación de la guerra, se crean narrativas que crean expectativas, como la de ‘Míster Chip’ hablando del comienzo de la Tercera Guerra Mundial en Buenos Aires. La cultura del aguante tiene soporte mediático. Y, desde ahí, la violencia tiene permiso de desatarse más.
Repito. Esto no es nuevo. Y por eso no se entiende cómo el bus de Boca Juniors tiene un recorrido que pasa por el medio de la hinchada de River Plate. Quizá confiaban en que la Santa María de Buenos Aires hiciera un milagrito y todo siguiera en calma. O quizá los que planearon esto viven en Madagascar y habían llegado hace 3 horas a la capital porteña. Y tampoco se entiende que la Conmebol no haya suspendido todo inmediatamente sin tener que hacer pasar a la gente del Monumental de Núñez más de 5 horas dentro y más de 20 esperando que comenzara un espectáculo que nació muerto.
Al menos tenemos algunas certezas: la violencia no se combate con más policías si no se entiende la cultura del aguante. Los planes de contingencia no se pueden hacer rezando que no pase nada. Y que quizá Godot llegue antes que se juegue la final.