Desde Buenos Aires el escritor César Aira conversa sobre sus recién publicados Relatos reunidos. La provocación, el humor y la parodia son algunos de sus principales ingredientes discernibles.
César Aira, de 64 años, nació en Coronel Pringles, un pueblo al sur de la provincia de Buenos Aires, y vive desde 1967 en el barrio de Flores de la capital argentina. Unos noventa títulos —entre nouvelles, teatro y ensayos— avalan su versátil producción donde la provocación, el humor y la parodia son algunos de sus principales ingredientes discernibles. De la fantasía más radical a la novela histórica, Aira es uno de los escritores más heterodoxos que han dado las letras argentinas.
Editorial Mondadori acaba de distribuir sus Relatos reunidos, una selección de cuentos que este prolífico autor escribió entre 1996 y 2011. Una colección que encuentra su forma entre el cuento y la crónica imaginada, cuyos temas varían, desde la infancia, la juventud, la magia, el recuerdo, el placer de la lectura, y que, finalmente, conceden una especie de anecdotario personal del autor de clásicos contemporáneos como Ema, la cautiva y La liebre.
Las 17 piezas que componen el libro —tan densas como ligeras—, buscan explorar la fantasía en su estado puro. Ocurrencias ingeniosas como “El té de Dios” y “Mil gotas” juegan por igual con el disparate y la reflexión, forjando un estilo de ficcionalización tan propio como único. Así, sus relatos articulan una desbordante épica de la invención, desconcertando e improvisando como si se tratase de una máquina de fabular, uno de los tantos inventos estrafalarios que colecciona en su finca Martial Canterel, el protagonista de Locus Solus. Una prosa libre de prejuicios y tradiciones que, desvertebrada y errática, ejerce una fuga siempre hacia adelante, facilitando situaciones imprevisibles, en constante expansión.
Hace más o menos una década solías resistirte a las recopilaciones. Esta vez no fue así.
—Me cansé de decir que no. O me quedé sin argumentos para seguir negándome. O quizás fue porque me pagaron bien. O porque me di cuenta de que en realidad me daba lo mismo.
La mayoría de los relatos han sido publicados con anterioridad en pequeños sellos independientes mexicanos, argentinos y chilenos. Figura uno, incluso, guatemalteco. Sin embargo hay algunos inéditos como “A Brick Wall”.
—No. “A Brick Wall” se había publicado en España, en una edición para bibliófilos de cien ejemplares. El único inédito es el más breve, “Sin testigos”, que es esa cosa literariamente letal, que no hay que hacer nunca: la transcripción de un sueño.
También, y como es normal, han quedado algunos afuera. ¿Cuál fue el criterio de selección?
—No hubo ningún criterio, simplemente fui acumulando todos los que encontraba, y cuando me pareció que el editor podía darse por satisfecho dejé de buscar. Ni siquiera cambié el orden en que los iba encontrando. Lo más parecido a un criterio fue que decidí no incluir dos que me parecieron demasiado malos, “El Todo que surca la Nada” y “El hornero”. Pero cuando se lo comenté a unos amigos, se encarnizaron en decirme que esos dos eran lo mejor que yo había escrito nunca, y les di el gusto, sobre todo porque a mí me es imposible saber que vale y que no vale de lo que escribo.
Los relatos no se parecen demasiado entre sí. Quiero decir, las similitudes no son estructurales, no pasan por la trama o personajes. Si bien es una pregunta para hacerle a la crítica, ¿siente que sus cuentos tienen puntos en común?
—Querría creer que lo que tienen en común es justamente la diversidad, el gusto por la invención. Creo que todos tienen algo de “juego de ideas” y poco de mí (salvo que se haya colado alguna confesión involuntaria); en los relatos largos, novelas o nouvelles o lo que sean, necesito tener un apoyo autobiográfico, algún elemento afectivo personal; en estos relatos cortos puedo prescindir de mí y hacerlo todo con el mero juego intelectual.
Tengo entendido que tiendes a desconfiar del cuento en cuanto género, puesto que este suele ser muy efectista. En otras palabras, te limitas únicamente a sorprender. Más allá de la extensión, ¿en qué difiere un cuento de una novela?, ¿qué desafíos propone?
—No me gusta el cuento según el modelo que impuso Cortázar, y que sigue tan vigente. Huele demasiado a “producto”, a producto de calidad, pone muy por delante la calidad, yo prefiero algo más relajado. Y no es que me guste más la novela, que considero un género obsoleto, una reliquia. Lo que hago yo se va alejando progresivamente de la narrativa, rumbo a la poesía, o el ensayo, o una escritura cercana al dibujo. He empezado a hablar de “escritura 3D”.
“Mil gotas”, es un relato realmente ingenioso, tan disruptivo en su nivel de condensación imaginativa que roza el surrealismo. Sé que es difícil exigirle esto a un autor prolífico como tú, ¿pero recuerdas cómo se te ocurrió la idea de semejante historia?
—Creo que fue en el Louvre, contemplando la aglomeración frente a la Gioconda. Debo de haber pensado: ella se reparte entre todos… Qué curioso, ahora que lo pienso, en el libro hay dos relatos que tienen que ver con museos de París. El otro es “Picasso”, que escribí en una mesita de la cafetería del Museo Picasso.
En lo que escribes hay un importante componente visual. Da la sensación que construyes tus escenas a partir de imágenes muy definidas.
—Efectivamente. Lo he dicho muchas veces. Veo las historias, y quiero que el lector las vea. Tanto lo quiero que a veces exagero en el detallismo de las descripciones. Es un defecto que estoy tratando de combatir.
Se sabe que casi nunca optas por corregir tus textos. ¿Por qué?
—No es por principio ni por método. Simplemente es porque escribo muy lento y muy poco, pienso diez veces cada palabra antes de escribirla, así que a lo que sale ya no me queda nada que hacerle. Además, no busco la perfección, no soy tan insensato. Prefiero quedarme con cierta insatisfacción, así dispongo de un estímulo extra para seguir escribiendo.
Hay grandes escritores de novelas que legaron a la posteridad excelentes cuentos. Ejemplos no faltan: Felisberto Hernández, Karl May, Herman Melville, Machado de Assis, Charles Nodier, Von Eichendorff, Paul Féval… ¿Tienes algún cuento favorito?
—No valoro por obras sino por autores. Aun reconociendo que “El Aleph” es un cuento maravilloso, prefiero a Borges, a todo Borges, su vida y obra, o su Obra-vida, su mito. Lo mismo Kafka, o Shakespeare, o quien sea.
¿Y de su producción aquí reunida?
—No. Como dije antes, soy mal juez de lo que escribo.
¿Por qué?
—En general tiendo a admirarme inmoderadamente no bien he terminado algo, pero muy poco después esa admiración empieza a deshojarse, y pasados unos años me escandalizo de haber escrito semejante bazofia.
El escritor francés Paul Léautaud, cierta vez escribió a modo de sentencia: «El primer problema que debe sortear un escritor es: no aburrir demasiado al que se arriesga y lo lee». ¿Crees que su propuesta narrativa honra esa divisa?
—No creo que haya que estar muy atento a los deseos del lector. La demagogia suele ser mala consejera. Mi única condescendencia en ese rubro es no extenderme demasiado.
En relación a estilo, originalidad. ¿Hay que combatir contra las convenciones literarias? En otras palabras, ¿faltan en la literatura actual más Adolfo Couves y Emeterio Cerros?
—Sigue habiendo escritores raros, y rarísimos, por suerte. Vivos o muertos, lo que no hace diferencia para un lector. Es cierto que hoy prevalece cierto conformismo, y cierta desconfianza hacia las vanguardias, de las que se dice que son una antigualla pasada de moda. Pero quizás siempre fue así. Creo que el modo más eficaz de burlar las convenciones no es ir contra ellas de frente, sino hacer como si se las obedeciera, y sabotearlas desde adentro.
¿El método que utilizaste para la escritura de estos relatos difiere mucho del que normalmente empleas al elaborar tus nouvelles?
—No hay método, ni en un caso ni en el otro. Se me ocurre algo, escribo unas líneas, y si da para seguir sigo, hasta donde llego.
¿Continúas con el sueño de escribir una enciclopedia de lo particular?
—No. Esa fue una de las tantas ensoñaciones teóricas, o imprácticas, que me entusiasman por un tiempo, y cuanto más imposibles más me entusiasman, quizás porque sé que no las voy a realizar. Pero esa fórmula, “enciclopedia de lo particular”, suena como una buena definición de la literatura, ¿no? Así que tal vez la estoy realizando después de todo.
Como lector, ¿sientes preferencia por los desenlaces abiertos o abruptos?
—Como lector prefiero los buenos libros, igual que todo lector. Y en general lamento que se terminen; o no tanto, porque el fin de un libro es la promesa del comienzo de otro. Pero nunca le dí mucha importancia a la estética de los finales en literatura. En el cine es otra cosa. Nunca hago caso de las recomendaciones de películas (porque el gusto en cine, aun entre gente afín, es muy variable), salvo cuando me dicen: «tiene un final buenísimo». Ahí me precipito a verla. No sé por qué será. Quizás porque en el cine el tiempo está más presente.
¿Un verdadero autor necesita escribir de modo incesante?
—Si una cosa he aprendido en mi larga experiencia en la literatura es que no se puede generalizar nada. Cada escritor lo hará a su modo, y no hay modos buenos o malos. Algunos escriben siempre, otros de vez en cuando… Tampoco creo que sirva esa calificación de “verdadero”. La vida literaria no es exactamente la vida real, y en ella lo inauténtico puede ser más fecundo que lo auténtico.
El año pasado durante tu estadía en Berlín, ¿pudiste allí avanzar en el ensayo sobre Raymond Roussel?
—No. Ya he renunciado (aunque nunca se sabe). Creo que hay un momento en que uno puede escribir sobre un escritor o artista, cuando lo ha estudiado, admirado, y ha creído entender algo. Pero si uno sigue estudiándolo, y pensando en él, como me ha pasado a mí con Roussel (y con Duchamp, y con Borges) descubre que sabe demasiado, que ha pensado demasiado en él, y ya no puede decir nada.
A menudo dices que en los treinta años que desempeñaste como traductor, te especializaste en «novelas malas, en best-sellers», esas que los norteamericanos llaman “comercial fiction”. Una frase muy autocrítica, sobretodo si recordamos en particular tres libros que has traducido a nuestra lengua como: La metamorfosis, Manuscrito encontrado en Zaragoza y, muy en especial, El señor de la luz. Por cierto, ¿qué tienen de original y raro los libros de Maurice Renard?
—Después de treinta años de traducir profesionalmente novelas malas pude dejar de hacerlo, y entonces, de tanto en tanto, para entretenerme (el gran problema de toda mi vida ha sido la ocupación del tiempo), traduzco algún libro por gusto. Por ejemplo el de Maurice Renard, que es un folletinista delicioso, inventor de algunos dispositivos que le habrían gustado a Roussel.
Sin caer en la futurología César, y conociendo tu vocación de lector desprejuiciado, que acepta la lectura como aventura (por no decir “tour de force”). ¿Sientes que personajes de la literatura como Arsenio Lupin y Fantômas, por ejemplo, tienen mayores posibilidades de sobrevivir al decurso del tiempo que autores canónicos de la talla de Thomas Mann, Víctor Hugo y Vargas Llosa?
—Una de las hazañas del tiempo es volver personajes a los escritores, personajes de su propia obra y de la época que encarnaron. Van a vivir en la imaginación del futuro, codo a codo, Sherlock Holmes, Rimbaud, Oscar Wilde, Sandokán… (Entre paréntesis, creo que es un pecado mencionar juntos al rey de la ironía, Thomas Mann, con un escritor tan serio como Vargas Llosa).
Noto ciertas conexiones con el autor de Ferdydurke. En su excentricidad, en su empeño en busca de libertad, en muchas cosas. No son iguales, claro, nadie lo es. ¿Te sientes en deuda con la literatura de Witold Gombrowicz?
—No usaría la palabra “deuda”, porque tendría que pagar demasiado, a Gombrowicz y a todos los demás. En todo caso, hablaría de “agradecimiento”.
¿Qué desafíos impone hoy la literatura a la hora de continuar escribiendo?
—El mayor desafío es mantener la creación en su nivel de radicalidad, volver a inventarlo todo cada vez y no dejarse llevar por el impulso adquirido. La literatura, a diferencia de otras artes más formalizadas, tiene una marcada tendencia a caer en lo convencional, en lo meramente comunicativo, para evitarlo hay que estar subiendo la apuesta todo el tiempo.
Última pregunta que acaso debió ser la primera. Aira en galés significa “copo de nieve”. También se dice que fue una diosa celta protectora de la salud. Asimismo Aira proviene de la pronunciación “aire” en catalán. En síntesis, y evitando caer en tediosas especulaciones genealógicas, ¿es un apellido de origen gallego?
—Sí, Aira es gallego, mi abuelo Robustiano Aira vino a la Argentina como inmigrante hacia el 900, de un pueblo gallego cerca de Orense. Tengo un primo historiador de la familia, que ha rastreado a los Aira en el tiempo, siempre en Galicia, y llegó hasta un Isidro Daira, del siglo XVII. Al parecer la palabra, que debe de estar emparentada etimológicamente con “área”, significaba el espacio frente a la casa, patio delantero o corral para los animales domésticos.