Los Prisioneros: Biografía de una amistad, más que la historia de una banda, se trata de una lucha por el relato oficial.
Claudio Narea en el Estadio Chile, luchando contra los acordes y el mal sonido de su guitarra. Narea, su mujer y Jorge González, en un triángulo de amor bizarro, muy bizarro. Narea, malherido en su amor propio, renunciando a la banda en la que toca desde que tenía espinillas. Narea, y el largo camino por surgir: pese a las deudas, pese a que se le tildó de “enemigo interno” de la banda, pese a una historia que se empeña por reescribir. Pese a todo.
Los Prisioneros: Biografía de una amistad (2014) es la historia del largo y sinuoso camino de Claudio Narea. Es un desahogo, la exposición de sus fantasmas. Pero, ante todo, se trata de la lucha por dejar su sino de derrota en la discusión del relato sobre la banda. Ese en que son héroes de la clase obrera, de un Jorge González lúcido y sarcástico, un relato que, para su desgracia, es más fuerte que todo. Porque ya no le pertenece. Por eso el texto es un grito, y nada más.
Si bien es en parte una historia de heroísmo sobre un grupo de muchachos marginales que de la nada triunfaron, para Claudio Narea es también una historia de dolor. De daño y de traiciones. De la inquina de terceros y de lo peor de las relaciones humanas. Es la historia de un derrotado que busca consuelo volviendo atrás.
Para él, la banda tenía el nombre muy bien puesto:
Una banda llamada Los Prisioneros en que los integrantes están atrapados sin posibilidad de escapar, donde existen muchos secretos y cosas ocultas que lo único que hacen es destruir, da para preguntarse cómo es qué se nos ocurrió llamarnos así. (p. 314)
Más que una cursilería, lo de Narea es una visión de desencanto. Pero también una revisión crítica sobre la leyenda construida alrededor de la banda de San Miguel. Y más específico: a la figura de Jorge González.
En Maldito Sudaca, el libro en que Emiliano Aguayo revisa la figura de Jorge González, ya hay una discusión al “revisionismo” desde dos perspectivas: la musical, en que se discute la ridícula idea de comparar a Narea/González con Lennon/McCartney; y lo que Jorge González en algún momento llamó el «discurso del Prisionero auténtico». Se trata de un perfil que, en su opinión, Narea se forjó a punta de buenos contactos en la prensa y de contar la historia omitiendo detalles:
Si fuese tan humilde y auténtico, ¿por qué nunca ha contado que sus guitarras en La voz de los 80 son todas en verdad mías, y que en clásicos como “Muevan las industrias” no toca nada de nada, como en la mayoría de los temas en Pateando Piedras? (Maldito Sudaca, p. 110)
Más que una historia de la banda, esto se trata de una lucha por el relato oficial. Ambos, especialmente Narea, intentan poner en evidencia la manera en que se articuló la biografía colectiva sobre Los Prisioneros. Aunque ambos sean referenciales y critiquen el relato del otro, al final del día remiten a lo mismo: a un rival invisible, al sistema, al orgullo. A la conexión emocional de la música de Los Prisioneros con la gente y la manera en que esta ha sido manejada. Y es curioso que se culpen el uno al otro por ello.
Al respecto, Claudio no deja lugar a dudas en las palabras finales del texto:
No importa lo que digan, el idealismo de los tres muchachos de San Miguel ha terminado de una forma que yo nunca habría sospechado: devorado por los buitres. Parece que el sistema suele acabar con todo. Y por más que se afirme lo contrario, hay demasiadas evidencias de que en Los Prisioneros caímos «en las garras de la comercialización» (p. 317)
Ese es su grito. Ese es su destino.
Según Narea, la historia del grupo estaría cruzada por esa tensión. Por lo no asumido («Existen muchos secretos y cosas ocultas que lo único que hacen es destruir», p. 314). Por la leyenda construida sobre canciones. Por el sexo como escape y castigo a la pasión no correspondida. No solo por el triángulo amoroso que acabó con el grupo a fines de los 80 —y del que ya se sabe bastante—, sino por el trabajo que hace Narea para interpretar letras y videos de la banda y de la carrera en solitario de González, y encontrar posibles señales ocultas que sustenten su tesis.
Narea presenta a un González no atormentado por las drogas sino por tendencias no reconocidas. No es directo. Es igual de ambiguo como la frase que Jorge le dijo un día perdido durante la adolescencia. Así, el guitarrista construye un relato a partir de la negación de la verdad del otro, llevado al extremo de oponer “buenos” y “malos” y forzar al lector a tomar partido. Es verdad que no es posible mantener indiferencia. Y por eso, el texto es muchas veces incómodo.
Narea parece no comprender que ese relato ya lo rebalsó, que ya es parte del colectivo, de las historias que cada uno ha construido alrededor de la música y las experiencias de la banda. En Maldito Sudaca, Jorge González da ciertas señales al respecto opinando:
O sea, él tiene empatía con muchos chilenos porque él es más parecido a muchos chilenos que Miguel o yo, porque Miguel o yo igual nos hemos convertido en una clase medio rara, a pesar de ser músicos y todo eso. (Maldito Sudaca, p. 113)
Quizás, la historia que cuenta Narea es la de ese chileno común que se quedó fuera de la leyenda. El que no ganó dinero con la banda. El que se quedó sólo con sus guitarras y unas pocas canciones, y por eso presenta su desafío a esa historia. A lo mejor por eso en los noventa se levantó esa historia del «Prisionero auténtico», como si de alguna manera esa identidad le diera una moral distinta. Por eso presenta esta contraimagen de Jorge González. Ese es su grito.
Biografía de una amistad, además, es un texto violento. De violencia verbal, e incluso física, en algunos episodios, aunque siempre desde un otro. Desde Jorge hacia Claudio. Desde una pueril anécdota escolar, hasta correos privados que Narea, en una decisión temeraria, reproduce íntegramente. Violencia para intimidar. Violencia para chantajear. Violencia para sostener una hegemonía. Es la tesis de Claudio. Muy lejos del espíritu humanista de varias canciones de la banda. También hay violencia en las reflexiones del guitarrista. Erupciones de furia sobre lo que ha vivido y cómo la relación con González ha incidido incluso en su felicidad: «En sus lisérgicos pensamientos de pronto dejé de ser su amigo para llegar a ser el tipo más perverso del planeta, el que buscaba hundirlo junto a mis aliados, los periodistas de diarios de ultraderecha». Un guiño a la tesis del «Prisionero auténtico», que Jorge explica en Maldito Sudaca:
En su locura, yo, su inquieto y querido amigo, de pronto pasé a ser un flojo, envidioso, ladrón, malagradecido y turbio. Es más, todo lo que yo tenía era inmerecido, se tratase de dinero, prestigio o de mi propia familia. Es decir, si a Jorge su propia amargura no lo dejaba tranquilo ni de día ni de noche, ¿por qué yo iba a tener paz? (p. 304)
Ese es, nuevamente, su grito.
Narea, finalmente, cuenta la historia de un grupo de amigos desde su perfil más anguloso y difícil. Aunque pudo optar por el heroísmo, por el muchacho que, de la nada, luchó por aprender a tocar la guitarra, por participar en una banda con sus amigos, por ser parte de una historia que él, sin embargo, decide mostrar desde su dolor. Y con la herida abierta, intenta posicionar una memoria, la suya, por sobre el relato del grupo. Pero es tarde. Porque ya no le pertenece y, de cierta manera, lo sabe. Por eso debe gritar.
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