Un libro enseña a preparar la fascinante matemática del desayuno cumpleañero de los White, el pollo crujiente de Los Pollos Hermanos y la cerveza especial de Hank.
Lo que me pasa con algunas series (Seinfeld, Fraiser, Los Soprano, Parenthood) es algo así como una sensación inevitable de ensuciarme las manos en la cocina. Lo que ocurre es que cocinar es una forma de decir: lo que hago es un pequeño banquete suficiente para cuatro o cinco capítulos seguidos, porque hay series tan sibaritas que se hace urgente verlas con un picoteo al alcance de la mano.
A riesgo de que cierren esta pestaña, estaremos de acuerdo en descorchar una botella de vino blanco en honor a Carrie, cuando Homeland valía la pena; en freír alguna basura rápida al estilo de Gilmore Girls, o intentar las grasientas y humeantes costillas de Freddy, de House of Cards, y su hermosa salsa de barbacoa.
Si te pasa lo mismo, El libro de cocina de Breaking Bad, de Chris Mitchell, es tan necesario como guardar un número de delivery.
Cuando el profesor de química de nombre Walter White cumple cincuenta años, su médico le dice —a modo de regalo— que tiene un cáncer incurable. Desesperado, como buen profesor sin ahorros, decide pasar sus últimos meses vendiendo una droga cocinada por él mismo para dejar dinero a su familia.
Si lo que contemplamos en Breaking Bad es cómo una persona, que pertenece a una determinada categoría de ser humano cuando arranca la historia, decide convertirse en algo diferente, en el libro, que funciona como una guía alternativa para detectar el momento en que aparecen los distintos platos que acompañan la historia de ese hombre desesperado, se explica en detalle cada una de las preparaciones que aparecen en los sesenta y dos episodios de la serie de AMC, para enseñarnos a preparar —en modo fácil, a prueba de patanes— las comidas de Walter White, Jesse Pinkman y el resto de los personajes.
«Espero que este recetario suponga un delicioso y necesitado consuelo para los adictos a Breaking Bad que, como yo, han padecido el síndrome de abstinencia —escribe Mitchell al comienzo—. Además, como soy negado para la cocina, estas recetas no pueden ser más sencillas».
Cuando la serie empezó, hace ya algunos años, el paladar fue tentado con la fascinante matemática del desayuno cumpleañero de los White, el crujiente de Los Pollos Hermanos y la cerveza especial de Hank.
El libro de cocina de Breaking Bad, además de mostrar las recetas de todos esos platos y sus fotografías, es una buena excusa para repetir esa magistral tercera temporada de Vince Gilligan con una «heisenburger» chorreando guacamole, o un taco al pastor de Tuco Salamanca mientras vemos Metástasis, el gracioso duplicado colombiano de la serie.
Hay una escena en Breaking Bad en donde Jesse Pinkman, que hace de asistente de laboratorio para Walter White, dice que uno no puede convertirse de la noche a la mañana, que no se puede pasar de profesor de química y ciudadano cumplidor a cocinero de cristal. La verdad es que Jesse se equivoca: lo bueno y lo malo no son más que opciones complejas —como ocurre con la comida—, para nada distintas de cualquier otra.
En el capítulo dedicado a la “Supercordura” de La sabiduría de los psicópatas, un libro de Kevin Dutton acerca de todo lo que los asesinos pueden enseñarnos sobre la vida, hay un epígrafe de Hunter S. Thompson —viralizado hasta la náusea— que lo dice mejor: «La vida no debería ser un viaje hacia la tumba con la intención de llegar a salvo con un cuerpo bonito y bien conservado, sino más bien llegar derrapando de lado, entre una nube de humo, completamente desgastado y destrozado, y proclamar en voz alta: ¡Uf! ¡Vaya viajecito!»
El libro de cocina de Breaking Bad
Chris Mitchell
Ediciones B, 2015
157 p. — Ref. $10.000