Entré y salí de los bares, buscando a alguien o algo para convertir la noche en una aventura, pero todo lo que encontré fueron más bebidas.
Entré y salí de los bares, buscando a alguien o algo para convertir la noche en una aventura, pero todo lo que encontré fueron más bebidas.
[NOTA: “The smell of doughnuts”, relato publicado en junio en The New Yorker, es original de Ottessa Moshfegh. La traducción es de Antonio Díaz Oliva.]
Salí por lo que sería mi última noche de alcohol a fines del otoño de 2006. Recuerdo que me detuve en Kellogg’s Diner para comprar un ibuprofeno y un SlimFast, los cuales tomé camino al bar donde me juntaría con una amiga y su chico. Había algo ceremonioso en el SlimFast. Tomar ese batido dietético fue como pintarse la cara antes de ir a la guerra. Pensé que protegería mi estómago de todo el alcohol que pronto lo inundaría. Algo que nunca me había preocupado de hacer antes.
Las primeras rondas no fueron notables, y por eso mi amiga y su chico me aburrieron. En un momento fuimos a otro bar, creo que a uno en Graham Avenue. Recuerdo que la persona tras la barra era una anciana polaca que entendió que yo no andaba en nada bueno. De seguro ya me había tomado unos diez tragos.
Miré a mi costado. Había un hombre bebiendo. “¿Por qué hueles a donas?” fue como comencé nuestra conversación.
“No huelo a donas”.
Yo estaba segura de que sí. De hecho, todo el bar olía a donas. “¿Acaso estoy alucinando?”, le pregunté al hombre.
“No me importa”, dijo.
“Déjame invitarte”, le dije. “¡Déjame invitar la próxima ronda al bar entero!” Pero no lo hice. La anciana polaca me ignoró deliberadamente.
Me sentí arruinada, sensible, deprimida, enojada, hinchada, desesperada y adicta. Aparte del batido, hasta ese momento esa noche era como cualquier otra noche. Daba lo mismo si bebía en un bar o si lo hacía sola en casa; la misma insatisfacción egocéntrica me atormentaba. Era como si ya no pudiera emborracharme. Apenas dormía. Y en las mañanas prefería el sake al café. De alguna manera conseguí mantener mi trabajo, aunque siempre andaba resacosa, irritable, grosera y me mostraba insensible respecto a todo menos a mi mal humor.
Probablemente ya eran las tres de la mañana cuando dejé a mis amigos en ese bar de Graham y me fui a buscar “problemas”.
El olor a donas me persiguió. Pensé que mi olfato se estaba echando a perder, o que tal vez el batido dietético tenía efectos misteriosos. Entré y salí de varios bares buscando a alguien o algo para que la noche se convirtiera en una aventura, pero todo lo que encontré fue más alcohol. Sabía que tenía una botella de vodka en mi departamento. Tal vez lo suficiente como para destruirme. No dejaba de pensar que si esa noche bebía lo suficiente no tendría que volver a beber por el resto de mi vida. Me dije a mí misma: Despídete con una gran explosión.
Me puse a esperar, con algo de impaciencia, el metro en la estación de la calle Lorimer. No sé cómo está la línea G desde entonces, no la he tomado en una década, pero en aquel entonces se demoraba hasta una hora en pasar. Caminé a lo largo del borde de la plataforma, busqué las luces en el túnel. La estación estaba vacía. Y yo impaciente por llegar a mi casa y abrir la botella de vodka. Seguí inclinándome sobre las vías para ver si venía el tren. Solo había oscuridad. La espera me tenía loca. Puse los pies en la mitad del borde de la plataforma, como jugando con mi equilibrio.
“Hola”.
Me di la vuelta y ahí lo vi. Era un ángel. Medía más de dos metros, llevaba pantalones marrones y un abrigo azul abultado, y sonrió como si verme lo alegrara.
“Hola”, le dije.
Di un paso hacia él, lejos del borde de la plataforma, y justo llegó el tren. Sentí la brisa corriendo por mi espalda. Comprendí que estaba ahí para salvarme la vida. Había aparecido justo a tiempo.
Las puertas del tren se abrieron. Entró y me indicó que lo siguiera al igual que un mesero llevándome a mi mesa. Me sonrió toda la noche y se sentó a unos pocos metros. No recuerdo de qué hablamos durante el viaje, pero sí que era tranquilo, muy educado, y que me hizo preguntas simples que intenté responder sin arrastrar las palabras. El olor a donas era incluso más fuerte en ese momento.
“Me bajo en esta”, dijo cuando el tren llegó a la estación Myrtle-Willoughby.
“Yo también”.
Era verdad. Mi casa quedaba a una cuadra y media de esa estación de metro.
Afuera todavía estaba oscuro, pero ya se podía sentir el sol queriendo acabar con la noche. El ángel me acompañó hasta mi puerta, en silencio, obediente, como si alguien lo hubiera enviado solamente para llevarme a un lugar seguro.
Antes de entrar, le pregunté: “¿No te parece que huele a donas?”
Lucía un poco avergonzado, se echó a reír y dijo: “Trabajo en el turno de noche en el Dunkin’ Donuts”.
Le di la mano y le agradecí, entré y me metí en la cama. A la mañana siguiente vacié el vodka.
Esta traducción fue realizada con fines educacionales.