El pasado es el ahora
Marcelo Montecino volvió al país a sacar fotografías. Era 1973 y vivía en Washington. Como muchos —como Bolaño, como Gordon Matta-Clarke, quizás—, se vino de vuelta para encontrar algo inasible pero que bien podría describirse como una épica. Encontrarse con el país era quizás encontrarse con sí mismo. Pero a Montecino le tocó otra cosa: los últimos meses de la Unidad Popular, el golpe, el funeral de Neruda, el Estadio Nacional. Entre medio, planificó un libro con su hermano Christian. Luego, a Christian lo mataron y Montecino se fue del país.
Sí, hay una novela posible ahí, un relato que sintetiza, en esa pequeña biografía, la historia de ese año feroz del que quedaron algunas imágenes que se transformaron en pequeños clásicos de la fotografía en Chile. Pero, vistas desde el presente, en ellas más bien lo íntimo reemplaza lo monumental. Así, Irredimible —que es, simultáneamente, un volumen editado por Ocho Libros pero también una exposición en el Museo de la Memoria— toma la forma un diario, montado al modo un relato progresivo sobre la vuelta del fotógrafo a Chile que abarca desde las imágenes hippies de una chica desnuda hasta las fotos que sacó Christian. En ellas está, el apunte detallado de las calles del 73; las marchas y los campos de concentración, los mendigos y los locos, los locales de comida y los carros policiales. En algunas, el fondo son las estatuas de Plaza Italia y la silueta del Santa Lucía; en otras, los edificios del centro. En casi todas, una colección de rostros nos interpela: son los de los habitantes del Chile de ese entonces.
Lo sorprendente y actual en las fotos de Montecino es que el país no parece haber cambiado. El Chile de hoy es reconocible en la precisión de estas fotografías nos devuelven a una ciudad conocida, a un mundo que vemos a diario. De este modo, a casi cuarenta años, las imágenes de Irredimible poseen justamente la extrañeza que provoca el propio reconocimiento, esa anagnórisis que siempre es terrible cuando se trata de uno mismo. Así, nos topamos con escenas feroces o bucólicas que son cualquier cosa menos lejanas, porque transcurren en unas calles que vemos a diario.
Hace un par de meses, el cronista Cristián Alarcón —que había abandonado las villas miserias argentinas para escribir sobre el sur de Chile en su próximo libro— me hablaba de «la doble piel» de los chilenos. Tenía algo de razón. En la ciudad de Irredimible está eso; la felicidad que va a volverse violencia, la naturalidad de las rutinas que es el asomo de una brutalidad larvada. Para un lector atento, es imposible no fijarse en los detalles: las graderías del Nacional desde donde miran la cámara los detenidos son las mismas que esperan el recital de Justin Bieber; las calles por donde pasa el cortejo fúnebre de Neruda son las que mostraban los noticiarios para la despedida de Camiroaga. Así, el Santiago de aquel entonces es pavorosamente parecido al de ahora y esa identidad —de la que dudamos casi como una obsesión— aparece de manera nítida en los recodos de los edificios y las facciones de la gente. Así, el pasado vive en el presente y la violencia con el abrazo, filtrándose y mezclándose en los recodos de lo que nos es próximo porque las sombras de nuestros pasos por la ciudad son las mismas de quienes vinieron antes de nosotros.
Pero lo olvidamos. Chile vive concentrado en la promesa del propio futuro al punto de que olvida cómo habla, cómo se viste, cómo escucha. Montecino nos recuerda aquello. Es por eso que Irredimible es un libro importante, por devolvernos a esa ciudad que nunca hemos abandonado, proponiendo una memoria que escapa de cualquier estridencia y se concentra en detallar los gestos íntimos de este país. Esos gestos bien pudieron haber sido los nuestros: una pareja se besa a metros de La Moneda arrasada, unas mujeres son custodiadas por militares en las graderías del Nacional sin perder la belleza y el garbo, los deudos de un poeta muerto que avanzan en la niebla del blanco y negro de la foto.