Si bien posee magia en abundancia, el ballet Cascanueces no tiene princesas, reyes o nobles de sangre azul, sino burgueses de tomo y lomo, gente de la clase media profesional. El crítico literario Camilo Marks revisa la última función del Teatro Municipal.
E. T. A. Hoffmann (1776-1822) fue uno de los máximos exponentes del romanticismo alemán; sus cuentos y novelas, teñidos de realismo psicológico, horror y suspenso, se hallan entre las mejores y más influyentes creaciones del siglo XIX. Prácticamente todas ellas fueron adaptadas a óperas, dramas coreográficos y otro tipo de composiciones por Offenbach, Delibes, Schumann, Wagner, Bellini, Donizetti y muchos más. Sin embargo, ninguna de estas ficciones goza de la fama que millones de espectadores le han brindado a Cascanueces, el ballet más popular de todos los tiempos, cuya partitura fue escrita por Pyotr Ilich Tchaikovski en 1892. El argumento es fácil de resumir: Clara y Fritz, hijos de un médico de provincias, están fascinados con los regalos dispuestos en el árbol de Navidad. En la versión de Tchaikovski, todos son juguetes que encarnan a diversos personajes de Hoffmann: un arlequín, una muñeca que baila, un oso polar. Drosselmeyer, magistrado y padrino de Clara, la sorprende con un gran cascanueces de madera. Ella se duerme y luego de asistir a una batalla de soldaditos contra un ejército de ratones, es conducida al reino de donde nunca jamás un niño desearía regresar: el reino de los dulces, los chocolates, el caramelo, los confites, el mazapán. Hay un aspecto de gran importancia que suele pasar inadvertido: Tchaikovski escogió un relato que si bien posee magia en abundancia, no tiene princesas, reyes o nobles de sangre azul, sino burgueses de tomo y lomo, gente de la clase media profesional que, cambios más, cambios menos, ha permanecido siendo el mismo grupo social por los pasados doscientos años.
He visto Cascanueces tantas veces en mi vida que ya no puedo recordarlas. No obstante, en fechas recientes, he presenciado la magnífica producción del Teatro Municipal de Santiago acompañado por dos príncipes de verdad. En ambas ocasiones, he disfrutado de Cascanueces como nunca antes lo había hecho. La primera de ellas ocurrió hace unos años y fui con mi adorable sobrina Catalina a una función realizada con cinta magnetofónica, sin la gracia de mirar los instrumentos no tradicionales a los que Tchaikovski les saca tanto partido: celesta, castañuelas, pandereta, gong, tambor, cucú. La segunda oportunidad sucedió el pasado sábado 19 de diciembre, con Pablo en la cuarta fila de la platea, gracias a la gentileza de un amigo que es miembro de la Corporación Cultural de Santiago. Ahora nos tocó estar encima de la Orquesta Filarmónica, de modo que el espectáculo tuvo una belleza y grandiosidad insuperables.
Mis príncipes, Catalina y Pablo, son jóvenes con síndrome de Down, lo que evidentemente los hace diferentes a los demás, aunque tampoco tanto como podría pensarse. Debo declarar enfáticamente que siempre me han encantado estos chicos, que para mí constituyen una de las manifestaciones más enigmáticas y apasionantes de la pluralidad humana. Son naturalmente felices, desconocen la maldad, quieren a todo el mundo, se desviven de cariño por la gente, son besucones por instinto y claro, como a veces se les pasa la mano, hay que cuidarlos. Y si bien en el caso de Catalina, a quien frecuento desde que nació, puedo saber con certeza que me quiere porque sabe quien soy, también estoy en condiciones de aseverar que en todos los niños Down que he visto solo he comprobado dulzura, pureza, integridad, carencia de segundas intenciones. Desde luego, suelen ser irritantes, manipuladores, glotones, obsesivos, pero, ¿quién no lo es? De más está decirlo, resulta difícil y caro criarlos en Chile, un país que detesta la variedad, aunque me consta que los frutos que estas hermosas criaturas nos entregan son siempre un portento. Y sé que estoy proporcionando un cuadro idealizado de ellos, pero, ¿tiene algo de malo en los días que corren idealizar a seres tan dignos de afecto como todas esas personas que tan equivocadamente llamamos normales?
En cuanto a Cascanueces, pude comprobar que Catalina lo apreció incluso mejor que yo, porque aplaudía tanto que a ratos había que detenerla en su efusividad. Bueno, presumo que ella es más experta que Pablo en la llamada música seria, un término absurdo para referirse a obras que son mucho más reconocibles que las bandas de rock, los íconos pop o los grupos estelares. Durante un tiempo, fue beneficiada por un programa de la Orquesta Sinfónica y el Ballet Nacional que proporcionaba entradas gratis para niños Down, de modo que la vi escuchar el Réquiem, de Verdi, Carmina Burana, de Orff o alguna sinfonía de Beethoven. ¡Y vaya que lo pasaba bien! De un día para otro, ese proyecto se suprimió y Catalina, sus padres y yo nos indignamos. Una vez más, triunfó la invisibilización de la diferencia, la exclusión de los chicos Down. Por Pablo no puedo responder, porque acabo de conocerlo; así y todo, el entusiasmo, la alegría, lo entretenido que estaba me demostraron a las claras que, si es estimulado, su futuro en la apreciación de una obra de arte está asegurado. Es el momento de decir que el personal del Teatro Municipal y el público cercano a Pablito se comportaron con este príncipe como si lo trataran todos los días. Mientras duró el intermedio, un gigantesco ratón, que había tomado parte en el primer acto, se paseaba por la cafetería y posó para fotografiarse con él. Bueno, tan mal no estamos y muchas cosas buenas están sucediendo, ya que la historia que estoy contando era impensable hace unos pocos años.
Lo que he expuesto es relativo, pues las entradas al Municipal son prohibitivas y eso mismo se aplica a las representaciones de danza, ópera o conjuntos orquestales en otros recintos. Estamos lejísimos de la época en que había temporadas gratis en plazas, en parques, en poblaciones, donde se lucían nuestros músicos, nuestros bailarines, nuestros actores ante un público masivo de las clases obreras o medias bajas. Todo esto se interrumpió brutalmente y al parecer en forma definitiva, a partir de 1973. Aun así, estoy pasando por una racha de optimismo, que en gran parte se la debo a Pablo. Esto quiere decir que hay que perderle el miedo al Municipal, ya que resultan evidentes los esfuerzos que esa institución efectúa para ser accesible a los estudiantes, a las personas de escasos recursos y a la gente que debe interesarse en lo que ahí pasa.
Hace algún tiempo que no puedo precisar, con certeza cercano, Loreto Herrera, una amiga, organizó una gala gratuita de El lago de los cisnes en el Municipal para pobladores de extrema pobreza. La reacción de los espectadores fue tan extraordinaria que todavía es recordada por los responsables de haber montado ese clásico. Apenas aparecía en escena quienquiera que fuese, desde una comparsa a un protagonista, la gente prorrumpía en tempestades de palmotazos, de manera que los bailarines, al comienzo desconcertados, terminaban llorando de emoción. Por si fuera poco, cuando hacía su entrada el avieso mago von Rothbart, que tiene hechizada a Odette, las pifias superaban a las de las barras bravas en los estadios de fútbol. Los miembros del Ballet de Santiago están fogueados en los escenarios nacionales e internacionales; pese a ello, es probable que recuerden esta jornada con más nostalgia que las celebraciones que pudieron haber recibido en Nueva York.
De ningún modo estoy comparando a un público intuitivo y dotado de algún nivel de preparación con el prodigioso laberinto de la mente de muchachos con síndrome de Down y, en concreto, con las fantasías que pudieron albergar mis príncipes Catalina y Pablo. Ambas situaciones son radicalmente distintas, bien que poseen un poderoso elemento en común: cada vez que las personas a las que la sociedad ha puesto en condiciones de inferioridad tienen acceso a la cultura, vaya cuanto lo expresan y de qué forma lo hacen.
Sí, es más que comprensible que Clara no quiera despertar del sueño regido por el Hada del Azúcar, los pasteles, los copos de nieve, las confituras, las flores. Lo que en cambio resulta incomprensible, inimaginable, son los sueños de Catalina y Pablo tras ver Cascanueces. De cualquier manera, deben ser tan maravillosos como el de Clara.