¿Es Iggy el primer punk? La respuesta queda en el aire y se responde sola.
Esta imagen: son las ocho de la noche. El Parque O’Higgins luce una mixtura de familias que pasean, migrantes jugando a la pelota y punkies fumando marihuana o tomando cerveza en el pasto. Desde el Movistar Arena llega en sordina el sonido de The Libertines. Un tipo que lleva una polera del «Anarko» de Jucca se acerca a pedir un cigarro e intercambiamos algunas palabras. Que su polera es original. Que todo la plata de las poleras va para Jucca. Que él también dibuja. Remata: «Vengo con mi hijo chico, para que conozca al primer punk», dice. Miro hacia donde está y no veo a ningún niño: su pareja, una chica punk como él, luce un embarazo amortajado bajo una camiseta estampada.
¿Es Iggy Pop el primer punk?
Hasta la fecha, el nacimiento del punk ha sido atribuido a (1) esa gran farsa urdida por McLaren llamada Sex Pistols, (2) la banda peruana de garage Los Saicos y (3) Death, un trío de Detroit que, en la línea de MC5 y otras bandas afines, prefiguraron ese sonido rápido y crudo que vino a sacudir la mesa en medio de la vorágine de la psicodelia. Por otra parte, Simon Reynolds, que nos legó esa maravillosa panorámica de un periodo en Postpunk. Rip it up and start again, advirtió que fue en realidad a partir del post-punk y la experimentación con sonidos no tradicionales y cierto refinamiento estético como el que encontramos en bandas como PiL, Devo y Joy Division.
¿Es Iggy el primer punk?
Hay que ver el cuerpo de Iggy Pop como un signo de resistencia rabiosa al paso del tiempo, una serpiente que evita a toda costa cambiar de piel. Un cuerpo que en sus movimientos frenéticos, en sus saltos espasmódicos, quiere ser una encarnación del punk como un torbellino que refracta el tiempo hasta volverlo una figura quimérica. Hay que ver, mientras parte el concierto con un trío de clásicos —“I wanna be your dog”, “The passenger” y “Lust for life”—, cómo alterna la figura del frontman que escupe y desafía a su público y el artista agradecido que pide ver el rostro de los acólitos de esta misa ruidosa. «Hay dos personas», dice Esther Friedman, fotógrafa que lo conoció en sus años de Berlín, «está Iggy y está Jim. El primero es intratable; el segundo, el que me gustaba a mí, todo lo contrario». ¿Dónde comienza Iggy y termina James N. Osterberg? ¿es el primero el que lanza botellas de agua al público y el segundo el que le pide a los organizadores que iluminen a sus seguidores para conjurar lo soledad del escenario? ¿Es Iggy el que hace de su último largo una concienzuda reflexión sobre la muerte como horizonte?
Padrino del punk, progenitor, lo que sea: bajo la cúpula del Movistar Arena, mientras suenan los primeros acordes de “Sixteen” y la temperatura asciende lentamente, Iggy y su banda no dejaron espacio alguno para respirar, mientras el presente se fracturaba para dejar pasar el aire enrarecido del Berlín de la Guerra Fría, los años con Bowie como figura tutelar. La elección del setlist, en este sentido, giró en torno a The Idiot y Lust for Life y los clásicos de The Stooges, casi como una forma —sospecho— de saldar deudas con el público latinoamericano. Público, por cierto, contenido hasta el hartazgo por guardias, vallas —que, por cierto, no permitieron el clásico stage diving— y la nefasta y típicamente chilena parcelación por precio de entrada.
Termina Massproduction, esa canción donde un amante alienado recita «before you go / do me a favor / give me a number / of a girl almost like you / with legs almost like you / I’m buried deep in mass production». La banda deja el escenario por un corto tramo. Vuelve con “Repo man”, pero con fue con “Search and Destroy” donde el moshpit y el stagediving alcanzaron el punto digno de postal punk. Porque la apuesta acá es más por la intensidad que la impostura intelectual. Porque a diferencia de la impostura paradójica de unos Pistols declarando la muerte del rock con sus mismos métodos —no se destruye al amo con las herramientas del amo, dice una teórica queer—, la Iguana trasciende por su glamour destructivo y provocador. Por esa energía que produce asombro e inquietud al mismo tiempo: probablemente ninguno de los asistentes del show podría bailar y cantar más de una hora como lo hizo Iggy en esa jornada.
Cuando son pasadas las once de la noche, las guitarras aplastantes de “No Fun” clausuran la noche.
¿Es Iggy el primer punk?
La respuesta queda en el aire y se responde sola.
Puede que no y no importa. Puede que sea, también, el último.