¿Qué pasa con él cuando ella decide abortar?
Cuando empiezo a escribir estas líneas, siento en mi cuerpo la misma sensación de inercia y abstracción que me provocó el enterarme que mi ex pareja estaba embarazada y que había decidido abortar. Me lo comunicó a través de un correo electrónico, justo un mes después que terminamos nuestra relación. Me hizo llegar la noticia el día de mi cumpleaños y no lo terminé de la mejor manera. Cumplía 23. Debo haber estado al menos unos 30 minutos mirando la pantalla del computador, releyendo una y otra vez los párrafos que me había escrito, de buenas a primeras, con mucho rencor y resentimiento.
Yo estaba enamorado de ella, aun habiendo terminado, y esta situación agravó inexorablemente mi pena, ya no solo de haberla perdido como pareja, sino que también porque se presentó este punto de inflexión en nuestros devenires que harían muy difícil, por decir lo menos, el sostener algún tipo de amistad o separar nuestros caminos de manera pacífica. Su embarazo y posterior aborto sentaron el fin de nuestra historia y el inicio de una cuestión, que para mí, como hombre, me destruyó completamente. Rompió con todos mis cánones, violó mi moral, cambió mi identidad y la manera en que me relacioné con las personas desde ese punto en adelante.
Mi posición frente a temas reproductivos siempre fue clara: sí deben haber derechos garantizados para decidir, cuándo y dónde tener hijos; y en el caso en que no se dieran las circunstancias, que existan marcos legales e institucionalizados para llevar a cabo abortos terapéuticos que no pongan en riesgo la vida de la mujer. Este punto, siempre acompañado desde una perspectiva de género, el cual implica que es ella quien finalmente decide por sobre las pretensiones del hombre. Hay una maldita condición biológica y fisiológica, que también deriva en lo cultural, que condena a la mujer a estar en una posición asimétrica respecto al hombre. Es ella quien engendra y fecunda. Está en su cuerpo y no en el del hombre, el espacio donde se fabrica la vida. Ellas, al fin y al cabo, lo son todo; el hombre, solo un músculo ajeno.
Es fácil hacer poesía con la moral y la ética, pero no cuando te enfrentas a ella cara a cara. Es realidad, pura y dura. Y es allí donde ninguna mente, por muy desarrollada y educada que sea, podría resistir los azotes que implica el afrontar un embarazo no deseado y saber que se realizará un aborto, en la clandestinidad, expuesto a un sinfín de factores que podrían desembocar en cárcel, castigos e incluso, la muerte.
Su mensaje fue claro: no necesito que estés; dudo que puedas ayudarme. Me contó que su círculo de amigos más cercanos ya estaban al tanto y que incluso su familia sabía y la apoyaría en su empresa de abortar. Tuve escasos detalles del proceso, porque su decisión implicaba también mantenerme totalmente al margen del asunto, obviando, lamentablemente, que yo era parte intrínseca y fundamental de lo que le estaba pasando. Me sentí totalmente inútil y los días posteriores fueron quizá, los peores que he pasado en mi vida. Lo único que atinaba a hacer era preguntar. Preguntar en qué estaba. Si las pastillas que encargó ya habían llegado. Si la ginecóloga que había contactado era de confianza y no delataría esto a la policía; si ella estaba bien, que cómo se sentía. Sus respuestas eran escuetas y siempre con ánimo de que dejara de cuestionar y preguntar.
Desde el primer momento yo estuve naturalmente de acuerdo con la acción que iba a tomar y al menos, para mí, no podría haber sido de otra manera. No hay manual de cómo reaccionar ante tales cuitas que enseña la vida; no lo hay para la mujer y mucho menos para el hombre. Solo tenía una cosa en la cabeza y era que quise ser parte, ser compañía, que de ninguna manera ella se sintiera sola o abandonada, quería demostrar que ella y lo que estaba pasando me importaba. A un año de este hito, pienso que debí haber tenido la valentía suficiente como para presentarme, aunque haya sido a la fuerza, y estar ahí, a su lado. Pero fui cobarde y me amansé ante su elocuencia: no me necesitó, ni siquiera cuando le ofrecí dinero para costear el tratamiento ni mucho menos cuando le dije que tenía ganas de viajar a verla a Valdivia.
Sentí el etéreo peso de mi masculinidad, sentí y sigo sintiendo culpa, sentí cuán inútil y nimio puede llegar a ser un hombre, socavando todo tipo de convenciones sociales y proyecciones culturales. Me autoflagelé durante meses, confundido y perdido, sin saber en qué lugar habían quedado mis convicciones respecto a la vida, la moral y por sobre todo, el amor. Finalmente nunca supe cómo acabó todo, porque ella me obligó a dejar de preguntarle, a mucho pesar mío, sumado a que su actitud también me desmotivó a perseverar. Di por hecho, redes sociales de por medio, que el aborto se había llevado a cabo.
No tengo muchos más datos respecto a su situación, porque solo fui un testigo ocular, muy a lo lejos, a quien constantemente le taparon el lente de su cámara. El resto es solo imaginación y suposiciones de cómo se habrá sentido finalmente ella, en ese proceso, que solo leyendo otros testimonios esclarezco que es doloroso tanto física como emocionalmente. Como hombre nunca logré ponerme en su lugar y creo que nadie sería capaz de hacerlo. No hay parangón. Los hombres somos demasiado simples para entender, de verdad, la complejidad de lo que implica ser mujer.
Podría arriesgarme a apostar que quienes son defensoras del aborto y al mismo tiempo, les toca practicarlo, legal o ilegalmente, esto se les convierte de todas maneras en un traspié moral; una mochila con la que probablemente carguen durante toda su vida. Siendo hombre, para mí, aunque no haya sido mi cuerpo y mi mente el que haya atravesado por ese oscuro pantano, tengo un fantasma. Me afecta. Y me afecta demasiado. Me pesa. Me apena. Me entristece. A un año, todavía no lo supero y no sé cómo ni cuándo podré hacerlo.
Sé que no soy yo la víctima, es más bien mi ex pareja quien debió exponer su cuerpo para poder seguir con su independencia y su vida, sin contratiempos. Pero hay un no-lugar que ocupa el hombre sensato en estas circunstancias y sufro por esta indefinición. Sufro, de cierta manera, por no haber sido yo quien ocupase el lugar de mi ex pareja y evitar que fuese ella quien pasase por un aborto; sufro por la fortaleza y frialdad que tuvo mi ex pareja y todas las mujeres que se someten a un aborto a pesar del contexto social y cultural al que se enfrentan en este país.
Con su aborto no dejó rastro de lo que yo y ella, accidentalmente, engendramos en su interior. Pero sin duda queda una herida fresca, que duele y, paradoja al viento, es lo único que nos mantendrá unidos en los recónditos rincones de nuestros recuerdos mutuos.