Cien años de soledad era un gran juego de rol, como el resto de su obra: sagas antes de que las sagas fueran una tendencia.
Dos aclaraciones previas. La primera: fue en tercero medio. La segunda: no leí a Gabriel García Márquez en el liceo, o más bien lo leí de forma casi accidental. No estaba dentro del programa de lecturas obligatorias, teníamos un profesor del electivo de Literatura Latinoamericana bien raro que prácticamente no hacía clases, sino que contaba buenos chistes y nos daba facsímiles de ensayo para la PAA cada quince días. Facsímiles que nunca terminábamos ni corregíamos. El profe, por supuesto, no era un mal tipo. Tenía 60 años y tenía que dializarse seguido y por eso entendíamos que estuviera cansadísimo de su trabajo.
Al principio de año, las cosas no indicaban que ese curso sería así. De hecho, el profe nos habló sobre disertar sobre libros. A mí me entusiasmó eso. Llenó la pizarra de nombres de autores latinoamericanos imprescindibles a los que nunca habíamos leído y a mí me llamó la atención García Márquez porque había visto una copia de Cien años de soledad en la biblioteca de la mamá de un amigo y pensé que sería fácil conseguirlo sin tener que comprarlo ni someterse a la humillación de pedirlo en una biblioteca. La mamá de mi amigo lo había extraviado, así que, finalmente, mi mamá me lo consiguió con una amiga profesora. A mitad de año, le había insistido tanto al profe que quería disertar de ese libro, que terminé siendo el único de mis compañeros en hacerlo, en una fecha plazo de un mes después a esa última solicitud, al regreso de vacaciones de invierno. Me tardé una semana en terminarlo y me pasé todas las vacaciones revisando sus párrafos enfermizamente.
La obsesión se centraba particularmente en sus notas al pie, y lamento mucho no recordar qué edición era. Tanta información, making of, referencias, estudios, anécdotas, que a veces ocupaban más espacio en la hoja que el relato mismo o que se expandían por dos o tres páginas, incluso, terminaban por hacer de un ya enorme relato un universo lleno de claves por descifrar. Sentí que Cien años de soledad era un gran juego de rol, el gráfico del árbol genealógico de los Buendía al comienzo acrecentaba esa sensación, similar por cierto a cuando leí El Señor de los anillos unos años antes, ambas más una constelación que un novela. Es cierto, había leído a Tolkien antes que a García Márquez, como muchos de mi generación, y su lectura se escapaba de la corrección política mágico realista y se me desvirtuaba hacia una suerte de fantasía tercermundista, csi fi made in América Latina. Macondo como un tablero. Curas voladores, vírgenes con superpoderes, ancianas que se convertían en miniaturas, gitanos ciberpunk, el encuentro siempre violento con la tecnología, profecías imbatibles, golpes de Estado, un pueblo sucumbiendo frente a los embistes del Poder, no dejaban de hacer de todo un relato fascinante.
Me pasé los siguientes años comprando cuanta edición de cuneta encontrara de García Márquez, era primera vez que me rayaba tanto con un autor, luego de haber dejado de comprar cómics, en donde me rayaba más con la franquicia que con el que estuviera detrás de la historia. Encontré ahí las novelas de horror gótico que eran El otoño del patriarca y El Coronel no tiene quién le escriba, o el kitsch telenovelesco de El amor en los tiempos del cólera y Del amor y otros demonios, el freak show en Los funerales de la Mamá Grande, o la provincia purgatorio de La hojarasca o Crónica de una muerte anunciada.
Me gustaba de su obra la ambición estética, a lo Faulkner, la idea de que todo pudiera conjugar de alguna forma, como sagas antes de que las sagas fueran la tendencia del mercado editorial. Me gustaba que García Márquez fuera masivo y que tuviera una huella de clase. Que lo conociera mi abuela, la señora del kiosko de la esquina, mis primos, que representara a un imaginario definido.
Mis años universitarios, lamentablemente, lo terminaron volviendo un chicle sin gusto. Tanto curso de literatura que lo clasificaba y lo normativizaba, como si se pusiera en cubera en el refrigerador, le hacían un daño terrible, que el boom latinoamericano, que la Cuba revolucionaria, que su amistad con Fidel, quien le corrigió las armas que mencionaba en sus textos, que su ruptura con Vargas Llosa, que su Realismo Mágico y el doble filo de su literatura que terminó por vender una Latinoamérica exótica y loca y un supermercado de prostitutas ad hoc a los europeos, el mercado editorial que lo hizo devenir de intelectual de izquierda a un best seller que hace remakes, el factor Isabel Allende que a punta de imitación liviana lo volvió plástico decorativo, y la oleada de críticas de la narrativa continental actual en donde su coterráneo Efraím Medina Reyes lo apodó “García Marketing”, Roberto Bolaño se burló de su cercanía con presidentes y arzobispos, con el Poder, digamos, y Alberto Fuguet le dio un par de batatazos con su McOndo, marcaba la tendencia de cerrar las páginas de Macondo, provocando una sensación de soledad inmensa en la siempre inútil tarea de la búsqueda de lecturas.
Muchos años después, a horas de su muerte, y sin modas de qué amar y qué odiar mediante, no tengo preferencia por ningún García Márquez: el cuentista, el revoltoso, el intelectual de pueblo, el intelectual de elite, el inventor, el novelista y el periodista. Me quedo con todos, me quedo con su obra. Esa obra que cuando chico me hizo leer o re-leer a Dragon Ball, a los videojuegos Final Fantasy, a las películas de Emir Kusturica, al rock mestizo latinoamericano, al disco Ré de Café Tacvba. Porque finalmente lo que hizo García Márquez fue eso: inaugurar un imaginario latinoamericano a punta de trash, de cualquier modelo o género que se le cruzara, usando cualquier objeto que sirviera para mirarnos y re-definirnos. Me quedo con sus ansias de escribir a América Latina desde sus escombros.
Al terminar mi disertación, el profe no dijo nada. Abrió el libro de clases y me puso un siete. Yo me había preparado mucho para esa nota y le pregunté si podía comentarme algo sobre lo que acababa de hacer. Sus palabras, de una ironía despiadada, fueron tajantes: «Veo que te gustó, pero no lo sigas leyendo, te vas a fascinar con las ideas comunistas de los escritores y lo vas a pasar mal en la vida». No respondí. Y aunque ya leí a García Márquez, todo ha distado mucho de pasarlo mal.