Sobre El amor de los salmones, de Francisco Molina, un volumen de cuentos de reciente edición vía Los libros de La Mujer Rota.
Hay dos cosas que debes saber antes de leer El amor de los salmones. La primera es que a diferencia de lo que dice la contratapa, no es un libro de cuentos si no que más bien una novela dividida en tiempos, espacios y estrategias narrativas distintas. Y por lo tanto no tiene sentido extraer un capítulo de contexto: se lee en orden, de principio a fin. Esto implica que, a pesar de estas diferencias de “perspectiva”, el personaje se presupone como el mismo individuo en todos los fragmentos, y la suma de acontecimientos es, por decirlo así, cronológica.
La segunda es que a pesar del engañoso tamaño pocket, es un texto que se toma su tiempo. Podríamos decir que es un libro que se lee en cámara lenta, porque en su incesante obsesión por traspasar sensaciones a imágenes, acciones a estados mentales, deseos inabarcables a juegos del lenguaje, y todas las combinaciones posibles entre todos estos elementos (algo que solo la literatura puede ofrecer) nos obliga a degustar lento cada palabra. En ese sentido Molina pareciera ser un poeta devenido en novelista, porque sus delicadas decisiones sobre objetos, adjetivos, formas verbales y focalizaciones, nos hablan de un trabajo de joyería que exige ser desmenuzado palabra a palabra como un poema.
Y si esa dedicación que demanda el libro pareciera sonar como un “trabajo extra” para el lector, la verdad es que en la experiencia es todo lo contrario. ¿Por qué? Porque es un libro divertido y hot, de esos que dan ganas de masturbarse después de leer un rato; un protagonismo de la carne heredado de la novísima poesía chilena en su afán por describir cuerpos, fluidos, acciones y sensaciones de índole sexual como materia prima de la escritura, pero con menos ansias por romper marcos morales o tradiciones literarias. Tampoco es que lo necesite, he ahí el enclave generacional de Francisco Molina, que a sus 24 años se establece como un artífice de un texto post-internet, donde lo político se disemina en experiencias cotidianas mediadas por dispositivos virtuales, y donde los encuentros físicos/sexuales/humanos se confunden con intercambios de whatsapp, videos de youtube y redes sociales.
El salto generacional parece haber conservado la emergencia del cuerpo en la escritura como pie forzado para el despliegue de un discurso sobre el lenguaje, la existencia y la sexualidad, pero también parece haberse despojado de la demanda identitaria y política que encerraba la poesía de comienzos del 2000. Quizás esta filiación también queda establecida al ser Paula Ilabaca quien presentó el libro de Molina el día de su lanzamiento, una poeta feminista y pop, a esta altura visionaria de lo que vendría a ser la escritura hecha por mujeres los últimos 15 años.
Sin embargo este salto generacional también tiene interrupciones, y una de las más interesantes es la que permite la filtración de un humor “muy de ahora” en cada página del libro, lugares de identificación con el lector que permiten ir conectándose a distintos niveles con la narración. Identificación con la banalidad del mundo contemporáneo, con nuestras pequeñas tragedias pequeño burguesas filtradas por ese sentimiento romántico de serie de Netflix, y por nuestra curiosa experiencia de clase santiaguina que mezcla al mismo tiempo grados académicos, viajes al extranjero y estar en permanente bancarrota juntando chauchas para un Starbucks. Este humor se puede rastrear tan lejos como en una Lena Dunham o tan cerca como en Claudia Apablaza, la editora del libro. Un humor no heterosexual, femenino. Sí, también doliente, pero divertidísimo.
Es desde esa vereda que El amor de los salmones se vuelve un comentario ácido ante el presente. Mordaz mirada hacia los gays de su generación, del tipo amor-en-los-tiempos-de-Grindr y todo esa desesperanzada mirada hacia las relaciones interpersonales en un mundo virtualizado hasta su máxima expresión. Es en las grietas de esa tecnologización donde nuestro personaje habita, y Molina pone énfasis en aquellas sensaciones irreductibles al post de instagram: el cuerpo en estado enfermo, sudado, caliente, hambriento, neurótico. Las ganas de estar con un tipo, dudar sobre los sentimientos románticos que lo embargan, y que a la vez ese hombre sea difuso, unas costillas, unos dientes, un pene, un color, elementos físicos que pueden ir reemplazándose en el texto, como la metonimia de un mismo y único cuerpo, que es a la vez muchos cuerpos. Los dos colorines que asumo que le dan el nombre al libro, por ejemplo, o ese primer novio, el gringo, todos los hombres se confunden en tiempos y experiencias, formando un mapa sexual a través del cual el lector puede realizar un recorrido geográfico del cuerpo del autor, y a través de sus hitos construir su identidad fragmentada; y, por sobre todo, el camino que lo empuja a la literatura como momento previo y posterior a cualquier experiencia en la realidad.
En ese sentido no es de extrañar los distintos registros discursivos de cada capítulo, ya que precisamente El amor de los salmones se propone como un ejercicio de estilo, uno perfectamente logrado y que nos ofrece incluso un proto-ensayo de cuyos límites con la ficción no podemos estar seguros. Francisco Molina juega con esa voz reflexiva no solo en el capítulo mencionado, si no en todo el texto, una voz neurótica que repite reglas, que se habla a sí misma e intenta racionalizar todo aquello que la excede: la experiencia del cuerpo habita la voz y pugna con su proto-racionalidad, ridículo intento de control ante un mundo que se desborda en cada uno de sus rincones.
El residuo de este juego de transferencias (de sensaciones, imágenes, acciones, personajes) es una voz afectada dentro del texto, solitaria, insatisfecha, que encuentra en la alienación una forma de escape momentánea, siempre embriagada, hípersexual, hambrienta, drogada, desaliñada, extasiada; los dormitorios y los espacios cerrados son lugares donde este recogimiento adquiere sentido, en contraposición a espacios públicos del consumo. Un restaurante de sushi, un supermercado, una fiesta, un Starbucks; pero las lógicas del valor de cambio ingresan a los dormitorios, y la economía de los sentimientos se extiende a la calle, en un reflejo fidedigno de las transacciones físicas y emocionales de su generación. Es en este punto que El amor de los salmones se erige como una voz generacional innegable y, hasta cierto punto, indispensable para entender un submundo urbano donde las reglas de las dating apps han modelado maneras de relacionarse con la sexualidad y con los discursos amorosos. Y aún así, el texto es mucho más que eso.
Un autor que sorprende por la madurez de su escritura, capaz de superar el lugar común de la novela gay y de hacer del desamor una materia prima de reflexión aguda sobre el yo de la escritura, y sus coincidencias y desajustes con el yo de la experiencia.