Apuntes sobre la colección de relatos Furia diamante, de Valeria Tentoni.
«Ahora yo quiero una ola, pintar una ola. […] Una ola blanca, sucia, podrida, hecha de nieve y de pus y de leche que llegue hasta la costa y se trague el mundo» (s/p); con este epígrafe de Juan Carlos Onetti, Valeria Tentoni abre una colección de siete relatos, que son, sin duda, mucho más que siete relatos. En ellos no encontraremos la enunciación ligera, la primera lectura que se arroja al vacío para quedar ahí; por el contrario, en sus cuentos se abren nuevos modos de pensar la narrativa, el lenguaje y la lectura. De hecho, no es azar la elección de un epígrafe como el de Onetti, que nos advierte no solo sobre la atmósfera ominosa que atravesará el texto de principio a fin, sino, quizá, de cómo se llevará a cabo ese tránsito por lo siniestro. Desde esa perspectiva, se insinúa la presencia del sentido simbólico del mar, que corresponde al del «océano inferior» (Cirlot 305), a las aguas en movimiento, que son la fuente de la vida y el final de la misma. Volver a la mar, es volver a la muerte, nos dice Cirlot. Y desde esa figura inquietante se posiciona el inicio de Furia Diamante, una colección de historias que funcionan como una urdimbre de escenas cotidianas, pero amenazadas por la presencia de esas olas siniestras. En este caso, las olas que se aproximan a la historia –y a quien lee– como una marejada incesante, son los mismos personajes; son ellos los que van y vienen, nacen y mueren a partir de una constante introspección, que le exige al lector profundizar en los aspectos íntimos, psicológicos y sombríos de la narración. Ahí, en ese cronotopo detenido a favor de los personajes, se encuentran los intersticios de una escritura-otra, abyecta en la medida que no se constituye desde la literatura efectista, sino desde una estética oscura, ambigua y poética: «La luz comenzó a retirarse. Primero del comedor y después del living, como una marea espesa hecha de cosas muertas. Se llevó los puntitos de polvo que habían estado levitando sobre la mesa ratona. Partículas de caracoles en los que antes se había podido escuchar la canción de las olas» (Tentoni 14).
La escritura de Valeria tampoco es común ni ligera; el registro lingüístico es tan preciso como el ritmo y el tono, que dependen de la historia que nos quiera contar y el personaje que nos desea mostrar. Nunca es todo lo mismo. Nunca está todo dicho. Es precisamente en esos espacios vacíos –apenas un pliegue de algo que podría o no ser; de una sensación ominosa que nos persigue desde el inicio de la narración– donde se funden los relatos de Furia Diamante. No se trata, entonces, de una serie de cuentos similares que se construyan desde un lenguaje cómodo o de un conjunto de peripecias que develen ciertos aspectos irrelevantes de los personajes, sino que cada uno de estos siete relatos encuentra una progresión paulatina, única, en la constitución de una atmósfera que se siente, que persigue y arrastra y ahoga hasta arrojarnos en un mar que nos devuelve distintos; porque no se puede salir de este libro de la misma forma en que se entró. Los relatos se construyen como un mosaico de imágenes cargadas de luces y sombras, donde la intimidad cotidiana –que casi bordea la anécdota– da cuenta de un aspecto que parece fundamental en esta obra: no importa tanto lo que pueda o no suceder, más bien, cobra relevancia la esfera de las palabras –las dichas en voz alta y, también, aquellas replegadas en los silencios de la narración–; se releva, así, un lenguaje que carece de adornos innecesarios, que permite explorar los deseos siniestros de los personajes y las inquietudes que surgen después de cada relato. En ellos habita esa intimidad cotidiana que intuimos en un primer acercamiento, es cierto, pero también se advierte la presencia de aquello que nos aleja de esa sensación familiar en los desvíos del lenguaje, en la estética de la sombra y en las imágenes ralentizadas como olas que se toman su tiempo en ir y venir: «La última imagen suya que guardaba era en una cama de hospital. Dos tubitos salían de su nariz. Su mandíbula caía, pesada, como si su cuerpo estuviese obedeciendo a una ley ancestral que no le había sido revelada sino hasta recién. Donde antes estaba su boca ahora había un agujero seco» (16). Es en esas imágenes sombrías, urdidas a partir de palabras delicadamente seleccionadas, donde se revela de forma más clara la obra artística porque es capaz de sugerir lo siniestro sin mostrarlo; de revelar sin dejar de esconder; de mostrar como real algo que se revelará ficción; y porque en ningún caso patentiza lo siniestro en sus relatos, más bien, se constituye como una presencia velada, sugerida y metaforizada, desplegada a lo largo de todos los cuentos-olas que conforman este libro tan fino y luminoso, como implacable y perturbador.