Reseña de Las fórmulas, de Carolina Rack.
En su primera colección de cuentos, Carolina Rack conjura mundos pequeños. Una chica frente a un espejo que se prueba unas calzas perfectas, otra que destruye a tijeretazos un oso de peluche («último gesto de cariño en una relación corta y determinante»), o aún otra que teme que los transeúntes de una ciudad se den cuenta de su paranoia pueblerina, de sus ojos de vaca.
Pero desde ese rincón pequeño se investiga un universo conmovedor. Porque las calzas son para caminar o correr por calles en las que alguien importante ya no está más, porque esa paranoia va a exponer a la narradora a un encuentro con la belleza y la decepción, porque ese oso de peluche habla también de sentirse invisible. Como dice la narradora: «En mi casa nunca lo supieron. Era casi imposible que supieran algo, estaban en el mundo del trabajo, ocupados en tareas nuevas».
De estos cuentos saltan chispas. Cada escenario sorprende y deslumbra, y el lenguaje sencillo es el preciso para llegar a conmoverse, horrorizarse o reír a carcajadas. Seis cuentos como seis momentos de vidas intensas. De vidas rozando otras vidas, sí, pero solo por un momento. Como el cuento “Dai” en el que una mujer debe dar explicaciones por la muerte de una muchacha que trabajaba de babysitter en su casa y de la que poco y nada sabe.
Y es que ese parece ser uno de los hilos centrales que mueven a estas historias: no conocemos a nadie, nadie nos conoce, ni siquiera nosotros mismos. Hay espejos pero no dicen nada. La ciudad, o el pueblo, solo sirve para escondernos. Y una plaza puede ser el escondite perfecto de dos amantes, una multitud corriendo la posibilidad de desaparecer y hacerle el quite a un dolor que nos persigue. Como dice esa narradora del cuento “Nike Air”: «…me encantaría meterme en esa máquina de músculos que se mueve toda junta, sería lo más cercano a la experiencia del pogo en un recital, al menos para mí que ya no los frecuento, seguro también para ellos que pasaron los treinta y tienen pocas oportunidades de transpirar cerca de otra gente; nuestra generación ya no sale a bailar, salvo algunos solteros o solteras tristes, pero nos las rebuscamos: el gimnasio de cross fit o el de yoga, la alternativa que esté de moda para volver a vernos las caras, los cuerpos…»
Y ese cuerpo y su deseo es lo que aparece en el segundo cuento, “Las manos en línea”, en el cual un hombre se enamora de un compañero de trabajo en una fábrica, primero, por sus manos («Las conocía mejor que nadie, podía diferenciarlas de entre todas las de la fábrica, puedo desafiar cualquier test en el que me las muestren juntas y decir: son estas, son las de él, y se mueven así cuando trabajan…»)
El amor es correspondido pero la relación es complicada («…era hermoso y no era suficiente pero yo no le reclamaba nada, sabía que si lo hacía esos encuentros iban a desaparecer, le olía la culpa cada vez, temblaba y sufría en cada beso y nuestros encuentros nos dejaban retorcidos, contracturados…») y los dos hombres se susurran cosas mientras fabrican, impecables, las zapatillas con las que tal vez corría la protagonista del primer cuento: «No necesitábamos mensajes, nos decíamos todo a medio metro de distancia iluminada por la corriente alterna, planeábamos encuentros que describíamos en voz alta, como si escribiéramos el horóscopo hot de una revista berreta…»
No digo más porque el cuento es brillante y desemboca ( explota, con fuegos artificiales) en un final glorioso.
Pero también hay espacio para el horror en este caleidoscopio. Como el cuento “Asciende conmigo, fuego” en el que una mujer es abducida por dos fanáticos religiosos y vive encerrada y cargada de culpas impuestas por ellos. Dice: «La libertad era mi única tentación, eso me dijeron y era lo único que yo comprobaba con desesperación todos los días, la libertad empezaba a ocupar mucho lugar también en ese pozo, una atracción tan intensa, más que la de cualquier amor prohibido». O historias en las cuales se ensayan curiosos experimentos de arte, como en “Las fórmulas” en la que una niña corta a su oso tal como su novio «cortó» con ella, o en “Un amor nuevo” en el que la protagonista pueblerina es víctima de un artista que ensucia su abrigo con una mancha que parece tener un propósito especial que la obsesiona y la lleva a buscarlo por todas partes («…eso que tenía en el hombro ya no parecía tanto el producto de un accidente doméstico, sino una estampa preciosa que con el paso de las horas había aumentado en contraste, blanco sobre marrón, y permitía distinguir unos dibujos simples pero claramente deliberados, en los que una serie de personajes participaban de algún tipo de ritual fantástico».)
Las fórmulas (Overol, 2017) es un libro breve y lleno de encanto. La escritura de Carolina Rack es versátil, hermosa, y no le teme al humor. Sus personajes no se toman tan en serio, son capaces de reírse de sí mismos de vez en cuando y eso se agradece. Como en “Nike Air” en el que la protagonista comenta: «Chequeo que quede en orden la casa antes de salir a caminar, una vez me imaginé secuestrada, violada y asesinada durante una de mis caminatas y enseguida me preocupó pensar en toda la gente que llegaría a mi casa buscándome y la encontraría revuelta, con vasos desparramados, ropa húmeda dentro del lavarropas, imaginarían depresión y suicidio, nada que ver».