Mundo Maier

por · Junio de 2016

Leer un libro de Gonzalo Maier es querer leerlos todos. En esta entrevista, el autor de Material rodante vacía sus bolsillos de lecturas y objetos.

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Siempre me ha llamado la atención la forma en que el lenguaje se acerca a los objetos. Especialmente aquellos que perdemos. En Estados Unidos, por ejemplo, se le llama Lost and Found a esa oficina a la que van a parar nuestros descuidos. En Chile, en cambio, ese lugar se le llama Objetos Perdidos. Donde el idioma inglés muestra esperanza (está bien, lo perdiste, pero alguien lo ha encontrado por ti), en español hay una buena dosis de pesimismo y quizás, incluso, culpa (los objetos los perdiste. Tú, tú los perdiste. Sí, tú [imagine un dedo acusador]). Todo esto a propósito de la nueva obra del escritor chileno Gonzalo Maier (1981), El libro de los bolsillos, en la cual se da cuenta de treinta y cuatro objetos que solemos transportar: desde la «aristocracia de los bolsillos» compuesta por llaves, celular y billetera, a mentitas, folletos o direcciones anotadas en un papel.

En El libro de los bolsillos, cada objeto –que le da nombre a un capítulo o entrada de este particular inventario– conjura un mundo. El ojo de Maier sobre lo cotidiano es a la vez astuto y elegante. Preciso. Genial. Así, por ejemplo, hablar de las mentitas es hablar también de cambios en la percepción de la realidad: «La infancia termina cuando uno se echa a la boca la primera pastilla de menta. Con ese gesto, que con el correr del tiempo se volverá tan cotidiano y banal, ya somos conscientes de nuestro cuerpo. O mejor: de cómo lo percibe el resto.»

Los bolsillos conectan, en este libro, el espacio de lo secreto, pero también el lugar de la memoria. Objetos que se esconden como una argolla de matrimonio; que se guardan con ilusión o franca desesperanza (como los binoculares que sirven de evidencia de un romance que no funcionó); que guardan las manos, propias o de alguien más. Los bolsillos de Maier hablan de muerte y paranoia, así como también dan espacio a la ternura o la reflexión triste. No sé si somos lo que llevamos en los bolsillos, pero todo lo que cargamos dice algo. Los objetos en la obra de Maier no tienen nada de pasivos ni estáticos: son movimiento, generan movimiento. Adquieren, a ratos, incluso más protagonismo que los personajes.

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El libro de los bolsillos
Gonzalo Maier
Minúscula, 2016

Leer un libro de Maier es querer leerlos todos. En mi caso el viaje fue de Material Rodante (2015), pasando por El libro de los bolsillos (2016) (ambos publicados por la editorial española Minúscula) para luego llegar a Leyendo a Vila-Matas (publicado en Chile por LOM el 2011). Todos libros donde el movimiento es central. No tanto la idea épica o gloriosa de un viaje a un destino exótico, sino viajes que esconden revelaciones en tanto tiempos de espera, de tránsito. En Material Rodante, por ejemplo, se dice que «esperar es un arte engañoso», para luego agregar: «Tal como el póquer y el ajedrez, la espera es un deporte piscológico y de largo aliento. Una gimnasia que requiere un entrenamiento especial y doloroso.» En el caso de la primera novela de Maier, se trata de un viaje hacia Barcelona para entrevistar a Vila-Matas y, con ello, despedirse de la literatura. Como comenta el narrador: «[d]espués de diez años leyéndolo me dije que el mejor funeral que le podía dar a mi carrera de novelista era escribir sobre Vila-Matas, el rey de los antiescritores, de los renunciados y de los desertores que, en vez de cumplir su misión, desaparecen como Houdini.» En Material Rodante, hay el viaje entre dos ciudades y dos países (de casa al trabajo y de vuelta) y la curiosidad que despiertan mochilas y avisos de los más buscados. Por último, en su libro más reciente, la posibilidad de movimiento la dan los bolsillos.

Hoy Gonzalo Maier vive en Chile. Regresó hace algunos meses luego de terminar un doctorado en Holanda. A veces Santiago le es cómodo. A veces no. Mientras tanto, escribe columnas para Las Últimas Noticias. Mientras tanto, accede a que lo entreviste. A vaciar sus bolsillos de lecturas y objetos.

El primer libro que te dejó encantado.

Mujercitas, de Louisa May Alcott. No recuerdo qué edad tenía, pero estaba enamorado de Jo y no podía dejar de leer.

Un libro que te haya descolocado.

—¿Hay otra experiencia más desconcertante que leer por primera vez a Osvaldo Lamborghini?

Un libro al que vuelves una y otra vez.

—Han sido varios. El último año he vuelto mucho sobre El aprendiz de panadero, de Peter Reinhart. Con muy buenos resultados, todo sea dicho.

El libro que más has regalado / el libro que más has recomendado (si es distinto del anterior).

—Hace unas semanas regalé Salvapantallas, de Luis Chaves. Justo antes, Trampa de luz, de Matías Capelli. Un poco antes, Racimo, de Diego Zúñiga. Intento recomendar o regalar cosas que le podrían gustar al otro, por lo mismo no creo que haya regalado un libro muchas veces.

Tres libros para viajar con ellos (por el tema, por el tamaño, por la razón que quieras).

Manual del distraído, de Alejandro Rossi: fue el primero que se me ocurrió, pese a no tener nada que ver con viajes. Supongo que me parece un libro muy feliz. Carta al padre y otros escritos íntimos, de Daniel Link: este libro me gustaba mucho y lo perdí hace años durante un viaje. No lo recomiendo tanto para viajar con él, sino para que me lo regalen. Ómnibus, de Elvio Gandolfo: este sí tiene que ver con viajes. En este caso, trayectos en bus entre Rosario y Buenos Aires.

¿Cómo eres para leer? ¿Cómo eliges (o te eligen) los libros que lees?

—Por lo general leo lo que me recomiendan. Hay dos o tres personas a las que les hago caso. Y cuando realmente me gusta algo intento leer todo lo que ha publicado ese autor. Más temprano que tarde me aburro y paso a otra recomendación.

Al final de El libro de los bolsillos el narrador comenta que ya casi no tiene novelas en el velador, que se siente más en casa en los libros raros (y que eso fue «como descubrir una ciudad pequeña y alegre que aún sobrevivía en las catacumbas de la literatura.») ¿Cuál es el libro más raro que te has encontrado?

—El libro más raro de todos los tiempos —al menos en el sentido de ese fragmento— debe ser Ensayos, de Montaigne. No suena muy original pero creo que es bastante cierto.

¿Tienes alguna maña o ritual para escribir?

—Soy muy poco mañoso. Por lo general escribo durante las mañanas, en mi escritorio o en la mesita de la cocina. También lo he hecho en cafés, en trenes, en la oficina, en la cama, en salas de espera…

¿Cuál es el mejor y el peor consejo que te han dado (sobre escribir)?

—No lo sé. Ahora que lo dices creo que debí escuchar más consejos.

¿Hay un soundtrack que acompañe a tus libros? ¿O una constelación de películas?

—Soy un DJ muy malo, no me atrevería a ponerle música a mis libros.

Tus tres libros (sé que hay una novela anterior, pero pregunto por los tres más recientes) llevan la «gloria» o prestigio del viaje a lo más cotidiano: al movimiento de trenes rutinarios, al paseo de objetos en mochilas y bolsillos, donde muchas veces los objetos son más importantes que los personajes humanos, por decirlo de alguna forma. ¿Qué tanto de plan hay en esto?

—Es difícil saber por qué a uno le interesan algunas cosas y no otras. Dicho eso, tienes razón: me interesan los viajes. Supongo que siempre fueron el telón de fondo de las aventuras y de pronto se transformaron en una forma de burocracia. Y a mí, que me gusta mucho ser turista, ese contraste me fascina: el modo en que seguimos contando nuestros viajes como si fueran gran cosa, como si estuviéramos en el siglo XIX y Buenos Aires fuera un arrabal peligroso, un cuento de Borges.

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Material rodante
Gonzalo Maier
Minúscula, 2015

[Busco una cita en Material Rodante: el narrador va en un avión que ya comienza a aterrizar. A su lado, una mujer empieza a rezar el rosario desesperadamente. La reflexión es la siguiente: «La escena era aterradora pero revelaba de un paraguazo el gran misterio de los viajes modernos: que sobran turistas y falta un leve y elegante toque de miedo. Nada de grandes catástrofes, por supuesto, solo el lejano e inevitable aliento de la muerte para recordarnos que viajar alguna vez fue una aventura exótica y un poco salvaje.»]

¿Cómo ves tú el diálogo entre estos tres libros?

—Me gustaría pensar que dialogan desde cierta ligereza, desde la ironía, desde la incapacidad de narrar una gran historia, una epopeya. Que problematizan lo cotidiano con un lenguaje bastante cotidiano.

Hay una reflexión o hilo constante sobre el capitalismo y lo que le hace a las personas, las experiencias, los objetos: el pijama como prenda subversiva y los viajes o turismo sin miedo a la muerte en Material Rodante, el baile de quienes trabajan en casa, tu escuela para escritores que incluye clases de cocina y aprender a vivir con un presupuesto acotado, el uso de los profesores de literatura y bibliotecarios en las películas (como apuesta más segura – y con cheque a fin de mes- que los escritores) en El libro de los bolsillos… ¿Cómo crees que ha transformado el capitalismo la experiencia de lectura y escritura? ¿Hay una especial forma de contar?

—La relación entre el capitalismo y lo cotidiano es muy fuerte. Ahí es donde se cuela la ideología, dicen. Mirando el mundo con esa distancia –con tan poca distancia– se pueden ver mil cosas que pasan coladas. Alguien podría contar una historia de amor, con principio y final, ponerla en el contexto de una biografía, explicar lo importante que fue, por supuesto, pero también se puede hacer del otro modo. Mirando lo cotidiano, el día a día. En él no hay grandes narraciones sino sólo presente. La vida no tiene un argumento, o puede tener muchos, quiero decir: uno los inventa. Uno escoge una dimensión y a través de ella explica el resto. O se explica a uno mismo. Y los ejemplos que nombras, creo, tienen que ver con eso: son textos que se enfocan en la materialidad de algunas cosas, que parece tan banal y accesoria, y tantean a ver qué se puede encontrar ahí.

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[Un vistazo a El libro de los bolsillos: el protagonista, que se encuentra sin trabajo, piensa en la posibilidad de armar una escuela para escritores en su casa «donde enseñe cosas que me parecen importantes, pero de las que nadie habla: cómo almorzar con dignidad por mil quinientos pesos, cómo buscar un arriendo bonito y barato, cómo ahorrar porque siempre vienen las vacas flacas (y en esta profesión suelen ser muy flacas)». Otras lecciones de esta escuela se describen de la siguiente manera: «…aprenderemos a ahorrar y a buscar libros en los catálogos de las bibliotecas públicas y a no obsesionarse con las novedades que salen en los diarios porque son caras y casi nunca valen la pena.» Y también: «…nos lavaremos con cuidado los dientes, aprendiendo todas las técnicas de cepillado, porque los seguros de salud son caros y, en general, siempre los miraremos de lejos, casi tanto como a los dentistas.»]

Algo relacionado con la pregunta anterior. Una conexión clara entre capitalismo, objetos y viaje podría ser el souvenir, el objeto que se compra en viajes para luego dejarse por ahí olvidado. (En castellano se le dicen «recuerdos», que me parece tristísimo.) En tus historias los objetos viajan por accidente (las semillas de araucaria) o bien son objetos cotidianos. ¿Cuál fue tu criterio para elegir los objetos en los cuales te detienes? (especialmente en El libro de los bolsillos).

—Al comienzo me puse a pensar en criterios, pero a poco andar caí en cuenta de que no son tantas las cosas que caben en los bolsillos. Y muchas son parecidas. Entonces tampoco era necesario fijar parámetros muy estrictos ni grandilocuentes. Claro que al final el criterio fue lo que provocaban. O lo que podía salir de ellos. El bolsillo como pretexto para otra cosa, para cualquier cosa.

¿Qué tienes en tus bolsillos en este momento? (sin trampas, dentro de lo posible).

—Muy bien, sin trampas: el envoltorio de un chocolate doblado varias veces sobre sí mismo, casi como el origami de una piedra.

¿Qué es lo más raro que te has encontrado en tus bolsillos?

—Una suscripción por un semestre al gimnasio.

Antes te pregunté por el criterio para elegir los objetos, ahora quisiera saber cuál fue el criterio para ordenarlos: en apariencia se salta de uno a otro, de bolsillos y objetos que hablan de la infancia con sus mapas del tesoro, o que revelan el fin de ella como las mentitas; a bolsillos que sugieren la posibilidad de la muerte, el romance o la infidelidad. (Y siento que podrían leerse tal vez en cualquier orden. Que cada entrada de tu inventario es un universo, es todas las historias. Y, sin embargo, no hay índice como para siquiera pretender sugerir un orden…).

—Los bolsillos son espacios desordenados y quería mantener ese espíritu. Por lo mismo no hay un índice ni saltos de página que separen los textos. E incluso ni siquiera tienen un orden temático. Sencillamente intenté equilibrarlos un poco, y equilibrarlos en este caso quiere decir desordenarlos lo suficiente para que los temas y los tonos no queden juntos, para que el ánimo caótico prevalezca.

En una entrevista tuya por ahí comentas que no te importan los grandes temas, que te da curiosidad de dónde viene la comida que comes, de dónde viene la pasta de dientes…¿Qué buscas en este rastreo de objetos? ¿Por qué esa fascinación? Pienso, por ejemplo, y no sé si estás de acuerdo, que tal vez hay algo de descaro en los objetos. No pueden mentir. O creemos que no pueden mentir. De ahí que sean la evidencia para el detective…

—Claro, un objeto siempre es una prueba. Eso sí que a veces son tan evidentes –están tan a la vista–, que sólo un detective puede pillarlas. Un poco como la carta robada del cuento de Poe, que se vuelve invisible pese a estar sobre la mesa. Con los objetos cotidianos pasa lo mismo: estamos tan acostumbrados a ellos, que casi no los percibimos. Son el ruido de fondo, como diría Perec, una canción que habla de nosotros mismos sin que nos demos cuenta.

Entonces volver a los bolsillos es volver a ese descaro, a eso que no podemos esconder por muchos bolsillos que tengan nuestras chaquetas y pantalones…

—Sí, hay objetos que son descarados. Un pasaje de avión, digamos. O un frasco con remedios. Ellos tienen un propósito bien definido y, por lo mismo, suponen una historia. Claro que el asunto se vuelve entretenido, creo, cuando su propósito se resignifica. Como unos pequeños largavistas plegables que alguien no usa para ir al hipódromo, que es para lo que están hechos, sino para recordar una historia de amor frustrada en la que ese objeto, en realidad, tenía una ubicación muy marginal. ¿Suena medio proustiano, no? A mí me gusta mucho ese giro, es como un detective que encuentra algo que no estaba buscando.

Mundo Maier

Sobre el autor:

María José Navia (@mjnavia) es autora de SANT (Incubarte editores, 2010) e Instrucciones para ser feliz (Sudaquia Editores, 2015). Es Doctora en Literatura y Estudios Culturales (Georgetown University), y escribe el blog Ticket de cambio.

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