Desde Río de Janeiro. Solo por organizar un Mundial se puede decir que este es un año especial para Brasil. Pero lo es más si se considera que, aparte de año electoral, en marzo se conmemoró medio siglo desde que un golpe de Estado derrocara al gobierno de Joao Goulart, en 1964, e iniciara una […]
Desde Río de Janeiro.
Solo por organizar un Mundial se puede decir que este es un año especial para Brasil. Pero lo es más si se considera que, aparte de año electoral, en marzo se conmemoró medio siglo desde que un golpe de Estado derrocara al gobierno de Joao Goulart, en 1964, e iniciara una dictadura, sangrienta y represiva, similar a la que sufrieron otros países latinoamericanos por esas décadas.
Dicho aniversario vino a hablarle al pueblo brasileño acerca de la génesis del descontento generalizado de los últimos años. Desde el fin de la dictadura pocas cosas han cambiado: una enorme parte de la población aún vive en condiciones extremadamente precarias y, en las favelas, todavía se sufre la represión del Estado, intensificada por motivos de “seguridad” durante el Mundial. A eso debe sumarse la corrupción, las concesiones absurdas que el gobierno le hizo a la FIFA y sus auspiciadores, y esa sensación de que la promesa de una nación emergente no se cumplirá, ni en el corto ni en el mediano plazo.
El descontento se volvió rabia, y se manifestó hace exactamente un año, durante la realización de la Copa de las Confederaciones. Desde entonces las murallas de Rio de Janeiro (y del resto del país, imagino) amenazan con la frase «não vai ter copa». ¿Quién iba a imaginar que alguien en Brasil amenazaría con sabotear su propia Copa, después de ver la enorme fiesta que se desató tras la designación por parte de la FIFA? Creíble o no, la amenaza estaba, y esa idea loca encontró cierto asidero en la previa con las manifestaciones, las huelgas, el escaso ambiente. Incluso, en más de una ocasión, escuché a algún brasileño afirmar que no iba a torcer por su selección, esperando un fracaso de la canarinha que repercutiera directamente a Dilma en los próximos meses.
Aunque la micro en la que viajaba, en el centro de Río, fuera desviada debido a un enfrentamiento entre policías y manifestantes, y a solo tres horas de que el Scratch saliera a la cancha a debutar contra Croacia, ese día, el del partido inaugural, fue cuando Brasil volvió a ser Brasil. La pelotita rodó y empezó la fiesta. Se cumplieron todas las expectativas del turista, que aunque crea que la cosa tiene que cambiar, vino a vibrar con «el Mundial de los mundiales». Seguramente todos los anti-Copa, igualmente, organizaron un churrasco, felices de no tener que trabajar un jueves. Se volcaron a los bares y más de alguno afirmó que el defensor croata «igual tocó» a Fred.
Pero convengamos: este fue un partido de 6 puntos, ya que la responsabilidad del seleccionado de Brasil no tiene que ver solo con su historia futbolística. Si no existe un relativo éxito (o un éxito rotundo, tal vez) el enorme descontento, acallado por el griterío de la fanaticada, podría reaparecer y aguar la fiesta.