¡Hey, Cleopatras!

por · Enero de 2016

Patricia Rivadeneira, Jacqueline Fresard, Tahía Gómez y Cecilia Aguayo acaban de editar el primer disco de Cleopatras, un grupo de danza y teatro, formado en el under de los ochenta, que con el tiempo fue incursionando en lo musical.

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Antes de los años noventa, cuando el toque de queda unía a una especie de bohemia que asistía al galpón conocido como El Trolley, hubo un secreto en el under santiaguino llamado Vicente Ruiz.

«Si hubiese que marcar el comienzo del movimiento underground chileno, habría que remontarse a una noche de 1984 en la que Vicente Ruiz debutó con Hipólito, relectura experimental de la tragedia griega con personajes new wave dando vueltas en moto entre el público, al compás de una banda que versionaba con guitarras eléctricas las románticas melodías de Cecilia», detalla el libro La era ochentera, una revisión arbitraria de esa década a cargo de los periodistas Óscar Contardo y Macarena García.

En ese momento, Patricia Rivadeneira era la principal actriz de las performances de Vicente Ruiz y estaba decidida a formar su propio proyecto, Cleopatras, donde convocó a la diseñadora Jacqueline Fresard y las bailarinas Tahía Gómez y Cecilia Aguayo.

Lo que hizo Patricia Rivadeneira fue dar forma a una apuesta de danza y teatro, que con el tiempo fue incursionando en lo musical.

Es más: fue al alero de Cleopatras que un joven Jorge González escribió los primeros borradores de “Corazones rojos” y “Con suavidad”, que más tarde grabaría con Los Prisioneros, además de componer junto a Martín Schopf (la otra mitad de Gonzalo Martínez y sus congas pensantes), Archie Frugone de la banda Viena y los integrantes de Upa!, María José Levine y Pablo Ugarte.

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Algunas de esas grabaciones fueron guardadas como una deuda pendiente. Un eslabón del pop chileno que por años permaneció en cajas de zapatos, hasta que el artista visual Iván Navarro, del sello Hueso Records, decidió desempolvar el material y publicar el primer disco de Cleopatras.

El resultado son trece pistas entre monólogos y canciones restauradas por el músico Uwe Schmidt, quien trabajó sobre demos grabados en cassettes parcialmente dañados y cintas VHS.

Cleopatras fue presentado hace pocos días en un lanzamiento encabezado por sus cuatro integrantes, Cecilia Aguayo, Jacqueline Fresard, Tahía Gómez y Patricia Rivadeneira, y la presencia crepuscular de Jorge González.

Lo siguiente es el texto leído por Patricia Rivadeneira en la presentación.

***

Quiero leer un texto que he ido escribiendo los últimos años, un work in progress que contextualiza y narra las circunstancias de las Cleopatras y de mi vida con ellas. Las Cleopatras son más que una producción artística, es una historia de amor que se inicia en el año 1986.

La tribu

Si el silencio se imponía, nosotros éramos la bulla.

En 1984-1985 encontré mi tribu: una familia escogida, un movimiento artístico en el que confluían músicos, cineastas, actores, bailarines, pintores, poetas y escritores unidos por el deseo de romper tabúes, encontrar espacios de expresión, fabricar ideas, crear nuevos lenguajes, dar rienda suelta a la experimentación, denunciar la represión, buscar aire y belleza, salvarnos del silencio y del aislamiento que se imponían.

Era un movimiento vigoroso, intuitivo, concreto y dionisiaco, y nos transportaba al centro de la vida: ser y evolucionar.

El acertado nombre Pinochet Boys marca a esta tribu que invocando esa potente realidad pretendía deconstruir, rebelándose al tedio, sin temor al caos, zambulléndose en una creatividad informal, inventándose desde las vísceras. Podíamos transformar la realidad: éramos alquimistas sicodélicos y, si bien la época nos marcaba como hijos de la dictadura, éramos capaces de transformar el plomo en oro.

Del libro Pinochet Boys, banda que nunca grabó un disco hasta que Hueso Records los editó hace poco, cito a Miguel Conejeros:

«Existía un gran vacío que no intentábamos ni nos interesaba cubrir; y creo que esa actitud ha sido probablemente la manera más lúcida de atravesar una década esquizofrénica, dividida por la manipulación ideológica. Esto por un lado; por otro, se hizo absolutamente necesario darle la espalda al desolador espectáculo que se asomaba. Todo era feo: las estolas de Lucía, las canciones de los hippies, las corbatas de Maluenda, el discurso de los comunistas, el lavado de cerebro sistemático de los fachos, las frases de Merino, las torturas del Mamo, la Iglesia. Hasta el metro, tan limpio y ordenado, parecía una maqueta de mentira que en sus tripas digería los interrogatorios que nos hacían después que nos detenían simplemente por ‘sospechosos’.»

Se acudía a sesiones de LSD guiados por las lecturas de Timothy Leary y de San Pedro que alguien traía del norte; entonces sabías que el miedo no eres porque éramos un uno con los otros y en la unidad no había peligro, ni tampoco en la creación. En el arte nos sentíamos entregados al espíritu de la colectividad, un público hambriento nos sostenía con su presencia porque, lo que ahí ocurría, en cada fiesta de El Trolley o Matucana 19, en cada concierto, en cada performance, era un signo de libertad, de comunión. Cuando el ditirambo ocurre, la guerra se retira.

Nunca hablábamos del miedo, el coraje de la juventud y las enormes cantidades de hormonas nos hacían temerarios. Reíamos, bailábamos como locos, frecuentábamos lugares peligrosos, bares llenos de ratis y putas como la Casa Cena y las discos de trans, donde a veces iban los CNI, tanto a hacer redadas como a huevear y sapear.

La tribu se movía entre Plaza Italia y Matucana, y entre Club Hípico y Mapocho. Ahí estaba la casa de los Barrenechea, donde vivía la Tahía, y que cobijó las mejores fiestas de la época. Un lugar de amparo y encuentro. A veces se subía al Barrio Alto, Providencia, al Wurlitzer o la Nona Jazz, después estaba Bellavista, donde tenía casa y taller Pablo Domínguez. Las casas eran talleres y verdaderos centros culturales, donde se compartía todo.

Aplanábamos las calles, caminábamos como dementes buscándonos los unos a los otros y organizándonos para vernos, siempre, a todas las horas, ojalá todos los días. Nadie tenía teléfono, para encontrarnos había que caminar. Fiestas interminables, amores, protestas, bares y trabajo, trabajo creativo como un océano, olas de ideas, recogidas en las casas que arrendábamos en grupo y que eran sala de ensayo y parque de diversiones. Había un abuso endemoniado de creatividad, amor, sexo, drogas, y desafío y terror a dormirse. En las noches se escuchaban disparos.

En 1987 viví un rato en el departamento arriba del galpón de Matucana. En el galpón se abrió un espacio de ensueño gracias a su dueño, Jordi Lloret, que regresaba de España. Eventos enormes de música, teatro, arte y política se realizaban juntando fuerzas, talentos y monedas. Por allí, como por El Trolley, el espacio que refugió toda la vanguardia de la época, dirigido por Ramón Griffero y Pablo Lavín, pasaron todos: Vicente Ruiz, los Bororos, Samys, Bogni, Barrenecheas, la contingencia sicodélica, Alfredo Castro, Truffa, Cabezas y Chango, los Electrodomésticos, los Upa!, Los Prisioneros, hasta las Cleopatras.

Se convivía con los vecinos de Estación Central. En las madrugadas, cuando no había toque de queda, íbamos a comer sopaipillas y huevos duros a la estación. Nos hicimos amigos de las putas y travestis de la calle Maipú, de San Camilo y de la calle San Martín donde estaba El Trolley- Todos sufríamos del mismo mal: la dictadura.

Más de una vez hicieron redadas: entraban batallones armados y nos ponían contra la pared. Mujeres a un lado y hombres al otro y después nos llevaban detenidos. Amedrentamientos que ya no podían espantarnos. Me acuerdo una obra de Vicente Ruiz en El Trolley que siguió con velas hasta el final después de un apagón.

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Vicente Ruiz

Mi destino como actriz fue marcado sin duda por el encuentro con Vicente Ruiz. Lo conocí en una fiesta, nos enamoramos y desde ahí no nos separamos nunca más, hasta el día de hoy. A través de él conocí a las Cleopatras. Fue nuestro maestro. Y quiero contarles por qué.

Vicente trabajaba en ese momento en el montaje de Zaratustra, performance y ballet, escrito por Felipe Vilches, lo que era una provocación: Nietzsche era considerado en la época como un filósofo de derecha. Esto fue antes de Deleuze. Por ejemplo, cito a memoria una frase: «jóvenes chilenos progresistas, fuerza, voluntad y optimismo», cayó como patá en la guata a algunos, porque podía ser leído como un eslogan facho.

Vicente se salía de todos los moldes y junto a su grupo me dejó extasiada. En ese momento la gran mayoría asistía a peñas y vestían como hippies-charango-lila. Este grupo en cambio era arrojado, visionario y se alejaba de lo académico.

Entonces empecé a asistir a los ensayos de Zaratustra en El Trolley. En una pared se colgaban las páginas de la obra de Vilches, que iban saliendo frescas de su pluma y que se bailaban día a día. Vicente mezclaba danza y teatro, y proponía una estética despojada y pop. La música electrónica, que en Sudamérica desembarcó tardíamente, ya en ese montaje se hizo presente con la llegada a Chile de Martín Schopf, una verdadera primicia y Ruiz por supuesto lo fichó.

Los temas que tocábamos y que nos interesaban se referían al poder, la muerte, el sexo, la identidad sexual, la dominación a través del erotismo, la violencia. Con los años se sumaron otros relacionados con los derechos ciudadanos, la marginalidad, las minorías.

Una característica de la obra de Vicente fue lo efímero. No se hacían temporadas, sino performance de una o dos réplicas. ¿Era una estrategia o un signo de los tiempos? En un contexto de marginalidad, donde no contábamos con recursos, en plena dictadura y siendo una tribu urbana sospechosa, la performance era un acto clandestino.

Vicente exaltaba el aspecto hedonista de cada uno, nos alentaba a creer en nuestro potencial. Nos proponía la belleza como antídoto al miedo. Nos enamorábamos los unos de los otros, ese era el combustible.

Vicente proponía que cualquiera que tuviera el temple y el espíritu podía bailar y actuar, bastaba la presencia y jugar en «el tiempo real». ¿Qué es el tiempo real en esta visión? El momento sagrado donde el artista es un chamán que oficia el sacrificio; el sacrificio donde lo que se sacrifica es el mundo y lo que se abre es el corazón.

Las Cleopatras

«Cleopatras, Chicas del Nilo una producción musical de mujeres dedicada a los hombres», anunciaba el flyer de enero de 1987.

A los 22 años, cuando Vicente partió por un período a Buenos Aires, quedamos sin director. Entonces tomé la iniciativa de empezar una experiencia autónoma con estas mujeres que me fascinaban por su talento y sensualidad. Así nació Cleopatras.

Partió como un espectáculo multimedial con un estilo pop, de danza, música y teatro, para transformarse en un grupo estable o con pretensiones de ello. La primera entrega se basó en una investigación que realizamos en muchos aspectos: literarios, estéticos y musicales. La mayor parte de los textos los escribía yo en forma de canciones y hay varios de ellos en el disco.

Escribíamos ya autocensurando lo que nos parecía que podía ser peligroso. El texto estaba lleno de metáforas, ahora parece ridículo. Se hacía poesía obligados por la censura o por el miedo a ella.

Cleopatra aun siendo una reina sucumbe frente al poder militar, sucumbe, seduce y se enamora del tirano.

El pater-fálico. El poder militar, representado por Marco Antonio y César, dejan a esta mujer espléndida, poseedora del secreto de la belleza y de una cultura esotérica extraordinaria a merced de la tiranía patriarcal, la vergüenza por su debilidad la lleva al suicidio.

La metáfora era clara: las mujeres de nuestro país amaban a Pinochet y sus ojos azules. Esa realidad insoportable, que sin embargo no éramos capaces de combatir o suprimir, inspiró a Las Cleopatras: éramos víctimas y cómplices y nos auto-denunciábamos en escena.

Los personajes de la obra encarnaban distintos aspectos de la feminidad. El tirano fue interpretado por José Barrenechea que no era actor, pero era muy guapo. Efectivamente tuvimos que usar todos nuestros encantos para convencerlo de participar. Era difícil oponerse a estas Chicas del Nilo, éramos unas rompe huevas alucinantes a la hora de alcanzar un objetivo para nuestra obra.

El proyecto era técnicamente complejo y por supuesto no teníamos ni uno para realizarlo. No tengo memoria de dónde sacamos la plata. En general no recuerdo que habláramos del tema del dinero en todos esos años. El equipo invitado que se cambiaba de entrega en entrega era impresionante: Pancho Salas, Polo Correa, Pablo Borón, Enzo Blondel, Archi Frugone, Daniel de la Vega, Juanjo Roca, Juanjo Gajardo, Rafael Guiñez y el más aplicado y tenaz, Jorge González, que se desdoblaba para componernos. Y las Cleopatras invitadas: Ana María Angulo y María José Levine, que compuso y canta varios temas del disco.

La escenografía estuvo a cargo de Jacqueline Fresard y consistía en un piso de cuadrados blancos y rosados con unas columnas en cartón yeso. Una perspectiva falsa, estilo expresionista pop. Las columnas del palacio, las columnas fálicas que con luz alógena provocaban sombras sobre los muros junto a los cuerpos de los actores.

En el tablero se jugaba la partida.

Había danza, Tahía Gómez era nuestra coreógrafa; música en vivo; cámara en vivo, y una serie de escenas proyectadas en diapositivas.

Las escenas más tocantes fueron quizás una serie de monólogos en que las actrices contaban una experiencia amorosa, muy íntima y personal. En un contexto tan machista lo femenino no tenía espacios. El mundo punk o new wave de la época era patriarcal, también nos veía con sarcasmo, y con cariño y apetito. Nos decían las «Cleocachas», las «Cleocatres». Nosotras no éramos tampoco feministas ad hoc. Nos reivindicábamos seduciendo. Usábamos mucho humor para nuestras puestas en escena, un humor que hacía presente el machismo. Era una exacerbación auto irónica de lo femenino y sin embargo seria. Poníamos nuestro mundo privado en lo público y usábamos todas las armas de nuestro cuerpo para esto, el desafío era superar el pudor y exponernos. Ser vulnerables nos fortalecía.

Parte del material musical que habíamos grabado y en el que veníamos trabajando con Jorge González, se presentó por primera y última vez en Antígona, en 1991, dirigida por Vicente Ruiz, versión libre ultra ambiciosa, donde Jorge participó como actor protagonista interpretando a Creonte. La Cecilia había empezado hacía un tiempo a ser parte de Los Prisioneros. Estábamos cerca de lograr la grabación de un disco. Carlos Fonseca había aceptado trabajar con nosotras, pero una metida de pata con su esposa de la época nos dejó fuera.

Entre medio, Tahía y yo fuimos madres y después de esta etapa las exigencias de la producción me fueron desalentando. No existían fondos concursables ni sponsor, no había institucionalidad cultural ni mecenas. A pesar de eso, mostramos el trabajo, adaptándolo y simplificándolo varias veces más.

Cuando la alegría llegó, el capitalismo nos absorbió. Sin embargo nunca sentí la frustración por el fin de nuestras performances, porque las Cleopatras, como dije al principio, son mucho más que eso, son una historia de amor, son las heroínas de mi propia novela, las guerreras que han ido desafiándome y cuidándome. Un viaje heroico lleno de desafíos que fuimos poniéndonos las unas a las otras. El amor entre cuatro mujeres que han visto sus vidas a través de la vida de las otras. Lo que nos ha unido ha sido la búsqueda de la libertad y de la creatividad en el vivir. No siempre hemos sido sabias, hemos sido voraces, temerarias, salvajes y locas como toda guerrera, pero hemos sabido serenar el espíritu y continuar la búsqueda para aprender a ser en este mundo.

En este momento solemne es un privilegio poder agradecerles a mis maestras de vida lo que hemos compartido.

¡Hey, Cleopatras!

Sobre el autor:

Alejandro Jofré (@rebobinars) es periodista y editor de paniko.cl.

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