Illya Kuryaki: el regreso de los ninjas afrosudacas
A propósito de la visita de Illya Kuryaki and the Valderramas, en el próximo Lollapalooza, una columna que despierta todo lo que es la memoria emotiva.
Era el 28 de junio de 1996, no existían los streamings ni twitter, aunque suene absurdo, las cosas eran distintas a como son ahora, y yo me disponía a asistir al que sería mi primer concierto. Tenía 14 años y mi tía que a pesar de su edad, mantenía un espíritu juvenil imbatible, me acompañaba al concierto de los intérpretes de esa canción rarísima que había sonado como un mantra eterno en las radios: Illya Kuryaki and the Valderramas visitaba nuestro país por primera vez.
La canción era “Abarájame”, que uno cantaba en realidad sin entender mucho, porque estaba escrita en un spanglish imaginario que el grupo argentino, los Illya Kuryaki, había perfeccionado con los años y consagrado en un video maravilloso, que hace algunos meses rotaba en MTV, en donde se mezclaban chicanos, artes marciales, películas de acción de los ochentas y mujeres delgadísimas en bikini. “Mi nombre es Cooler O Connor…”.
Unas semanas antes, yo había anotado la letra de “Abarajame” en un cuaderno, rebobinando una y otra vez “Chaco”, el casete que recién me habían regalado para mi cumpleaños, inventando aquellas frases que no lograba descifrar del todo. Y al otro día, en el recreo, la canté frente a unos amigos, y como estábamos en el patio, otros niños y niñas comenzaron a reunirse en torno a mí, y seguían el ritmo con sus palmas. Fue una tarde maravillosa que me hizo subir el autoestima a las nubes por un rato.
Era extraño también, porque la dupla conformada por Dante Spinetta y Emmanuel Horvilleur, tenían ya tres discos, eran los últimos emisarios de una estirpe celestial dentro del rock argentino, sus genes estaban cargados de partituras, y venían de grabar su Unplugged para la famosa cadena de videos -que en esos tiempos intercalaba videos de los mejores grupos de rock latinoamericano con presentadoras hermosas que hablaban raro y especiales sobre la guerrilla zapatista, años en que el Sub Comandante Marcos parecía un vj más del canal de cable-, pero en nuestro país todo eso lo veníamos descubriendo recién. Acá todo lo que sabíamos de IKV era “Abarajame”, solo una canción los llevó esa noche a extender una importante fila a la espera de entrar al Teatro Monumental.
Los contextos ayudaban a entender un poco más: ese año la palabra “funky” marcaba un terreno bien definido entre los adolescentes. El grupo Los Tetas –un inevitable símil local de los IKV– habían hecho de las suyas, así como Chancho en Piedra y Los Morton, y se veía el nacimiento de un nuevo nicho musical que nunca dio para tribu urbana, en que sus seguidores dejaban de lavarse el cabello y se subían los tirantes de la mochila hasta casi quebrar sus hombros.
Días antes, Los Tetas habían declarado que no talonearían a los Kuryaki porque se consideraban a un mismo nivel, pero que sí subirían al escenario a cantar con ellos en algún momento del show, como si quisieran fundar una hermandad funk.
Sentado ya en las butacas del teatro, mi tía había ido a comprar Coca Cola, mientras mis nervios no daban más: como si fuera conciente de que esa noche debutaba en un campo de batalla que no abandonaría jamás, el asistir a conciertos sería algo así como un oficio por el resto de mi vida.
“Chaco”, como todo lo que hacía Illya Kuryaki, respondía más bien a obsesiones juveniles. Un disco que renovaba todo. Desde cómo componer estructuralmente una canción, pasando por los acordes y sonidos que la conforman, hasta sus letras. Porque muchas veces esas canciones hablaban desde un planeta que no existía, una anomalía que respondía a los vicios de una generación que consumió demasiada televisión, discos de rap y películas de bajo presupuesto.
Con el tiempo, descubrí que tenían buenos discos previos. “Fabrico Cuero” y “Horno para Calentar los Mares” eran trabajos divertidos e inquietos, grabados por dos niños genios o demasiado concientes de su herencia. Con más tiempo, vi que también fueron buenos discos los que vendrían: las joyas sonoras que son “Versus” y “Leche”, trabajos maduros, hiperproducidos que repuntaron a IKV a un buen posicionamiento dentro de las bandas latinoamericanas consagradas.
Esa noche el concierto estuvo de lujo, los argentinos mostraron casi íntegro su disco “Chaco”, hubo un segmento adelanto de lo que sería su unplugged y terminaron improvisando con Los Tetas y con lo que después se conocería como Tiro de Gracia. Hormonas adolescentes vueltas locas, músicos de torso desnudo, saltos, rap blanco y latino. Todo lo que un chico de mi edad pudo pedir. Mi tía me miraba orgullosa de haber comprado esa entrada, y me comentaba que algunas canciones le sonaban a Fito Páez, a Luís Alberto Spinetta y a Sui Generis, y yo le dije que tenía razón.
Ellos volvieron un par de veces más, casi siempre a presentar sus discos. Incluso en un festival de un helado que ya ni sé si sigue existiendo, se agarraron a escupos con los fans de Marilyn Manson y les suplicaron dejar de robarle el maqullaje a sus mamis.
Hace algunas semanas, en este mundo distinto en el que habito ahora, pude ver el regreso, vía stream y comentando por twitter, de Dante y Emmanuel, tras 10 años separados como banda. 10 años que no se han extrañado tanto, dado a que ambos mantienen exitosas e interesantes carreras solistas, y que esperamos no se congelen con este revival. Obviando la ausencia de sus melenas largas y cuidadas, los IKV parecían haberse mantenido congelados en el tiempo, eran los mismos flacos bailarines, y ahí estaban esas fantasías por escrito que nos hablaban de culos irresistibles, geishas latinas, kung fú, mafiosos, indios y música que te traslada a otros planetas. IKV había vuelto y por un segundo, parecían no haberse ido nunca.