Ya está en librerías la investigación de la periodista Tania Tamayo Grez, que narra la mediática tragedia ocurrida en 2010 en el incendio de la cárcel de San Miguel. Revisa un adelanto a continuación.
Ya está en librerías la investigación Incendio en la torre 5, las 81 muertes que Gerndarmería quiere olvidar (Ediciones B), de la periodista Tania Tamayo Grez, que narra la mediática tragedia ocurrida en 2010 en el incendio de la cárcel de San Miguel.
Fue la peor de las tragedias en el peor de los lugares posibles. El incendio de la torre cinco de la cárcel de San Miguel, ocurrido en la madrugada del 8 de diciembre de 2010, destapó una serie de negligencias del sistema carcelario nacional que revelan una triste certeza: caer preso en Chile no solo es el peor castigo. A veces, también, se convierte en la antesala de la muerte.
Con más de treinta entrevistas, dos años de reporteo en terreno, acceso a documentos clave y conversaciones con los protagonistas —autoridades, gendarmes, bomberos y sobrevivientes dentro y fuera de la cárcel—, esta nueva investigación de Tania Tamayo destapa graves errores políticos y administrativos, el negocio de las cárceles concesionadas, las promesas incumplidas, las precarias condiciones en que viven tanto presos como gendarmes y la displicencia de una justicia que, al final, fue incapaz de hallar culpables. Como dirá una de las fuentes: «Fue como Fuenteovejuna: Aquí hay responsabilidad del Estado. Y el Estado somos todos. Al final, no hay nadie responsable». Ningún responsable para 81 muertos.
Revisa a continuación un adelanto del primer capítulo del libro, por cortesía de Ediciones B.
Incendio en la torre 5
En desastres y catástrofes, como en el resto de los
asuntos de la vida, las cosas no son lo que parecen.
No son lo que queremos y necesitamos que sean. Más
aún, a pesar de cla- mar aprender de nuestras experiencias,
normalmente no lo hacemos. Wilfred Bion
En la torre cinco del penal, la pieza chica del cuarto piso sur medía 28,81 metros cuadrados y tenía cinco camarotes. Era cómoda y ventilada en comparación con la grande, que in- cluía 19 literas y seis subdivisiones artesanales conocidas como “casas” o “carretas”. Al frente se encontraba el baño, con cinco lavamanos, tres inodoros, dos duchas y una pileta. El total de internos en esa área el día del incendio era de 71 personas.
En el ala norte del mismo piso, en tanto, existía la misma infraestructura. Al fondo, después de la tragedia, se encontra- ron siete cuerpos reconocibles gracias a sus huellas dactilares, tatuajes y cicatrices. Otros tres quedaron en el baño, inflama- dos, y cinco —a quienes se les hizo labores de reanimación sin resultados— yacían en el patio de carga al lado de los camiones de basura. Fueron 15 los fallecidos en ese lugar por inhalación del humo y gases tóxicos, mientras que en el ala sur murieron 66. De ellos, 51 quedaron calcinados y de los 15 restantes solo se encontró restos. Piernas, fémures, tibias, cráneos. La edad promedio de los fallecidos por el incendio de la cárcel de San Miguel era de 24 años.
Contienda de peces gordos
Desde el ala norte se escuchó que le habían pegado al Taita Mario, que se movieron camas, que hubo forcejeos. El Chocolo también gritó. «¡Me metieron mano!». Un puntazo con arma blanca. Desde lejos se veía que peleaban otros también: el Bryan, el Cototo, el Monstruo Julián. Todos, dicen, de la población José María Caro. Los del grupo de la pieza uno se refugiaron allí, junto a otros dos internos avezados de los cuchillos. El Diego Portugués, hábil con las lanzas como nadie y tan asiduo a las riñas que ya había sufrido la pérdida de medio riñón; y el María de los Perros, amante de los animales y privado de libertad reiteradas veces desde la adolescencia. Ambos renombrados personajes del piso, los que tras ser acorralados se parapetaron, y comenzó la batalla con estoques que se acrecentó con un cruce de una litera de tres camas en la zona de la puerta.
El grupo del Chocolo había logrado encerrar a los otros. Sin embargo, el infierno comenzaría segundos después. El reo denominado el Aguja, Juan Escanilla Leiva, junto al Alan, Alan Ñanco Soto, los dos de la pieza cuatro, tomaron un cilindro de gas y lo transformaron en lanzallamas. «Se te acabó la playa», fue uno de los últimos gritos de batalla mientras por el hueco del metal avanzaba el gas. En el momento se sintió un fuerte golpe en una lata y el sonido de la válvula del cilindro que junto a la llama —cuentan— fue disminuyendo con el tiempo.
Lo primero que prendieron fue un colchón de litera que los atrapados pudieron atravesar con sus lanzas y botar hacia adelante separándolo de la estructura, pero el colchón nuevamente fue ingresado a la pieza chica por el Aguja, el Alan y los otros. Y en cosa de segundos, adentro y fuera se prendieron las cortinas, las sábanas, los cables de conexiones hechizas y todo el material de plástico que había en el sector y que comenzaba a caer como líquido hirviendo en el cuerpo de los detenidos.
-Está mi hermano, loco, déjenlo salir —gritaba el Palito que con un cuchillo en cada mano trataba de hacer entrar en razón a sus amigos—. Me van a matar a mi hermano, conchesumadre.
El interno Víctor lo escribió así en su relato del día siguiente en un cuaderno que guarda hasta hoy como tesoro:
Y prendio [sic] el fuego y a punta de lansa [sic] se empeso [sic] a llevar a cabo la tragedia. Cada vez encendían mas cosas: frazadas, colchones, ropa, biombos. Y lo peor fue el lanzallamas en nuestro piso todos gritábamos: loko no peleen, conversen a lo vio, se van a matar entre ustedes. Era algo que se había salido de control y se empesaba [sic] a incendiar el piso completo.
En la penúltima pieza del ala sur, un perquin, llamado Rasputín, informaba a los otros que permanecían acostados que afuera de la carreta había gente encapuchada encendiendo balones de gas. «¡Hay un machuca’o prendiendo fuego con una capucha amarilla!». Esa alerta sirvió para que el resto reaccionara y saltara de los camarotes al suelo tratando de salvarse.
Al frente, los que gritaban y se apegaban a las ventanas para respirar entre las celosías de metal, se desmayaban de a poco por la inhalación de los gases y caían con sus cuerpos sobre los de sus compañeros. Ahí estaban el Henry, el Ampolleta, el Ale, el Jorgito, el Churreja. Los últimos dos habían tenido hace unas horas una pequeña discusión porque el Churreja, sin pedir permiso, había prestado un equipo de música, propiedad del Jorgito, al Ricky de la pieza sur.
Dentro del baño sur los internos se pisaban unos a otros y cuerpo a cuerpo luchaban por conseguir acercarse a alguna llave desde donde saliera un hilo de agua. Hubo quienes entraron gateando y otros que ya en el lugar se estiraban acostados entre la pileta y las duchas. Se revolcaban, se quemaban con el agua, ahora caliente, que se había juntado como una piscina en el suelo de cerámica. Los que estaban en las piezas, al ver llegar a los gendarmes, se asustaron sin pensar que era una ayuda. Corrieron hacia el fondo creyendo que los iban a castigar por participar en la gresca. «¡Vienen los pacos!», gritaban. Y muy pocos se acercaron a la entrada.
Un sobreviviente del cuarto sur describió que al salir vio mucho humo negro y que por eso se tiró al piso. Que había olor a gas. Que encontró una bacinica y metió la cabeza. Que cuando llegaron los funcionarios, uno de ellos trató de abrir los candados, pero el candado de arriba fue imposible. Que otro gendarme metió su bota haciendo palanca y el primero gritó que empujaran la reja. Que con algunos reclusos hicieron fuerza en la parte inferior de las latas. Que en la parte de arriba el fierro de la reja estaba de color rojo. Encendido, incandescente.
El gendarme que generaría el espacio y que luego lloraría en el juicio al recordar lo ocurrido era César Gómez Antipe. Después de que el cabo Bravo intentara hacer funcionar el equipo IFEX contraincendios desde la escalera tres veces y que el teniente Hormazábal ocupara en dos ocasiones el extintor, Veroíza —que posteriormente pasaría todo un día hospitalizado por la fuerte exposición al calor— entregaba las llaves del manojo a Gómez. El manojo era grueso y tenía doce llaves. Gómez encontró el cartón que decía “4”, pero al acercarse al candado e introducir por completo la llave, tras varios intentos esta no giró. El calor ya impedía respirar.
Ahí ordenó:
—¡Péguenle pata’ a la reja!
—Échenle las camas encima —gritaban otros funcionarios hacia adentro.
Y en uno de esos tantos intentos Gómez visualizó un movimiento en la parte inferior de la reja, gracias al cual algunos internos pudieron salir. El primero fue Fernando Panaguirre, seguido por Jaime Hernández. No obstante, un recluso que venía atrás no pudo pasar por el espacio de 20 centímetros que quedó entre puerta y puerta. Por eso retrocedió para que salieran Patricio Bastías, Nicolás Cáceres y Juan Carlos Ramírez. Ese hombre solo salió horas después sin vida y cubierto de hollín.
La estrategia de embriagar a los avezados del colectivo, cual táctica de guerra para luego expulsarlos, había llevado a los dos bandos a la muerte. Las peleas con arma blanca en recintos penitenciarios nunca dejarían de existir. Solo en los tres años siguientes (de 2011 a 2014), de 563 muertes en las cárceles chilenas, 290 serían por enfermedad, 79 por suicidio y 194 por riña. Hoy los porcentajes no varían.
Incendio en la torre 5
Tania Tamayo Grez
Ediciones B, 2016
256 p. — Ref. $14.000