Valparaíso es la novela más tardía y también la más larga en la obra de Joaquín Edwards Bello. Publicada por primera vez en 1931, trae imágenes que nos hablan, con mucho detalle, de una historia, de un país que tal vez sigue ahí, casi cien años después, tan estático, segregado y provinciano.
Lo primero es la portada, el Valparaíso de fines del siglo XIX o comienzos del siglo XX, de cierto aire inglés en las costumbres, la arquitectura y los mobiliarios en blanco y negro, como en el fascinante legado visual del holandés Joris Ivens, como si estuviéramos apurando el paso para alcanzar al tranvía caminando un empedrado desconocido, gastado, absolutamente extraño.
Valparaíso es la novela más tardía y también la más larga en la extensa obra de Joaquín Edwards Bello. Apareció por primera vez en 1931 y su última versión, publicada recientemente por Ediciones UDP, es de 1963. A partir de una mirada bien calibrada («barrancos a pique; chozas colgadas en precipicios, ascensores; escalones verticales para subir cuarenta cerros. Cada colono extranjero ha querido imitar a su patria en ese fin del mundo»), Valparaíso abre el diario íntimo de un niño sensible y profundamente curioso, un álter ego de Edwards Bello que registra, con la memoria siempre grabando, las innumerables apariencias de la vida.
«Valparaíso es la ciudad despeinada por los embates del mar y el punto final de las navegaciones», anota el chico en el capítulo titulado “La vuelta”. «Valparaíso es la ciudad de Edwards Bello, la única ciudad de Chile que ha tenido un escritor de primera categoría que se preocupó conscientemente de sondearle el alma», escribió José Donoso. El chico, ese menor inexperto, que sale y entra, que participa y se extravía de la historia, es el espejo curvo de un escolar («en dicha época los héroes para mí no fueron Baquedano ni Prat, sino los alumnos avezados en la cimarra») de clase alta y del aprendizaje existencial de un adolescente en medio del esplendor económico de la ciudad, tan llena de prosperidad, y por lo tanto, de extranjeros y costumbres ajenas al hombre popular.
Hay algo más importante en Valparaíso. En la figura de Perpetua Guzmán, la empleada que lo cría, y en la temprana muerte de la madre; en los gestos atávicos y la dureza del padre; en la violencia escolar y en la lucha de clases que asombran al joven narrador («una tarde, a la hora de once, no encontré el bolsón de comestibles que me llevaba Perpetua. Me lo habían robado, pero nada dije porque no es de hombre delatar. En el colegio atisbé la lucha de clases. Lucha de clases o envidia, es lo mismo. Se trata de la fealdad contra la belleza en sus diversas formas; la indecencia contra la inocencia; lo oscuro contra la luz; el harapo contra la elegancia y limpieza»); aunque no es ni por asomo su mejor novela (ese lugar lo ocupa la demoledora El roto), Valparaíso desborda al inmejorable cronista que fue Joaquín Edwards Bello:
Una tarde estaba jugando cerca de Perpetua cuando llegó de visita una mujer mayor que ella, tocado con el manto pobre y acompañada por dos niños y una niña. La mujer jadeaba con dos bolsas de ropa. Era lavandera y hermana mayor de Perpetua. Secándose la frente con el pañuelo, dijo de manera enérgica y fatal:
—Ahora soy marido, mujer y de todo.
Perpetua abrió mucho los ojos, hizo el signo de la cruz en su busto y exclamó:
—Se le fue.
—Sí —repitió la mujer—. Se me fue. Estoy sola.
En esta corta escena se encierra la historia social de Chile. Las mujeres, desde la Conquista y la Colonia, se quedan solas. (p. 49)
Estirando los pliegues de la ciudad, contrastando con Santiago («el imán de los chilenos») y una aventura en Bolivia, el protagonista muestra que a casi cien años de su publicación el puerto del Pacífico Sur permanece, no cambia: «al lado no faltaba el clásico edificio incendiado, porque Valparaíso debería llamarse Pirópolis, o ciudad del fuego. El nombre con que lo conocieron los indios era Aliamapa, o país quemado. Desde la ventana de nuestra casa recuerdo haber visto algunos incendios grandes».
Valparaíso es un libro importante. Como en sus crónicas, Edwards Bello aparece como un experimentado rotólogo, como lo describió el cronista Roberto Merino, un experto en la psicología del roto, del hombre popular; pero también como un termómetro del carácter de quien estuviera al frente. «El señor Valladares nos tomó mala voluntad desde el primer momento. Comprendió la índole social de nuestras afinidades. Era provinciano, había llegado directamente a Valparaíso para enseñar, y nuestro puerto comercial, dirigido por la plutocracia mercantil, le deslumbró y le irritó», se lee en el capítulo “El profesor anarquista”.
Al final, como escribió Alone de Criollos en París, «más que novela, esta obra es una inmensa crónica de la vida». Valparaíso trae imágenes que nos hablan, con mucho detalle, de una historia, de un país que tal vez sigue ahí, casi cien años después, tan estático, segregado y provinciano.
Valparaíso
Joaquín Edwards Bello
Ediciones UDP, 2015
442 p. — Ref. $16.000