«En los descarnados desencuentros dramáticos entre Claudio y Jorge, que a veces rondan los elementos del thriller, es donde se concentran los desechos que seguramente seguirán atrayendo al troll impune».
Hay un tufillo clasista en la ventolera de trolleo al nuevo libro de Claudio Narea. No se crea que omito los hechos históricos: Desde que Los Prisioneros obtuvieron sus primeros galones de notoriedad hace ya 30 años, cada palabra dicha, cada canción publicada, cada aparición pública, ha detonado sarpullidos de largo cicatrizaje en los sectores más conservadores de la sociedad chilena. En perspectiva, a los tres de San Miguel se les permiten muy pocas cosas. Respirar sería una de ellas. Afortunadamente.
De ellos se ha dicho de todo. Hemos escrito biografías cahuineras, otras mentirosas y otras, como la perpetrada por este servidor, que han cometido el pecado mortal de escucharlos contar su propia historia. En esta última aberración ha incurrido Narea. No una, dos veces.
A juzgar por el encono descariñado de algunos, parece que el guitarrista de Los Prisioneros tuviera menos derecho a contar su verdad, que aquel que se adjudicaron unilateralmente los ejecutivos de Chilevisión para transformar la leyenda de los contestatarios del rock sudamericano en un imbunche rosa que mezcla los colores de Hannah Montana, la ambientación de Los 80 y la parsimonia romántica de Downton Abbey, con escenas de sexo desechadas de un guión de Infieles. En Sudamerican Rockers, la experimentación naive de Los Papafuentes y el tamborileo escolar de Los Pseudopillos no es la génesis del universo creativo de Los Prisioneros (no existió jamás) y Miguel Tapia ha desarrollado una hasta hoy desconocida capacidad de tocar guitarra. Milagro, dirán los creyentes. En la serie apócrifa, la bucólica San Miguel es un paraje sucio que, muy convenientemente, sangra pobreza y decadencia en cada rincón porque, en la cabeza de sus realizadores, nada épico podría salir de una comuna tranquila y bella, con calles arboladas y limpias, con casas de construcción señorial y gente sencilla.
Es esta cuota de realidad lo que parece molestar de la aventura editorial de Narea. Es en el desdén ignorante con que chiquillos de la nueva generación sacan chispas en las redes insultándolo donde deberíamos buscar indicios de desequilibrio mental, no en un libro que brilla por su exhaustiva documentación y su honestidad brutal, que a veces consigue hacer sentir que uno no debería tener acceso tan privilegiado al círculo íntimo de Los Prisioneros. No por nada, el texto se llama Biografía de una Amistad. Es en la descarnada hilación de desencuentros dramáticos entre Claudio y Jorge, que a veces rondan los elementos del thriller, donde se concentran los desechos que seguramente seguirán atrayendo al cronista carroñero, al comentarista mal habido, al opinólogo circunstancial, al troll impune.
Es como si a Narea no se le pudiera perdonar vivir en Chile, caminar por la calle, y enfrentar sin dobleces las anémicas dudas del entrevistador chileno promedio, aquel que jamás ha dejado de cumplir con el viejo pie forzado de dominar todos los temas con no más de un milímetro de profundidad.
Después de todo: Quién es Narea sino un sanmiguelino que inició su carrera Post Prisioneros con uno de los discos esenciales del rock chileno en los años 90, el punkabilly stoniano del debut de Profetas y Frenéticos, al mismo tiempo que Jorge González hipotecaba su genio con un puñado de canciones pop sobregiradas en su producción musical digna de un remix de Jon Secada.
Con el tiempo, Jorge González siguió dando muestras de ser el radar de Los Prisioneros. El que siempre estuvo atento al sonido de moda para convertirlo en canciones que de tan personales, son universales. Porque es inútil negarlo: Allí donde Tapia fue el motor y Narea el sello, Jorge encontró el campo necesario para blandir la pluma más afilada del rock en español, sólo comparable al García de Clics Modernos. Y es precisamente en ese eslabón básico del ADN del rock, donde se caen el 99% de los comentarios simplones sobre Claudio y Miguel: Los Prisioneros eran tres. Los Beatles eran cuatro. Simon & Garfunkel eran dos. Ecuaciones indisolubles, elementos cuya reacción química es indivisible de los átomos que la conforman.
¿Qué es, entonces, la inTROLLerancia? Es el neologismo que deberíamos acuñar para hablar de esas opiniones que no persiguen ni coherencia ni reconocimiento de los hechos históricos que alimentan una obra o la acción de un personaje. Es ese momento en que se predica con las partes fuera del marrueco, en que se habla como en una sobremesa regada de caldos intoxicantes. Es, sencillamente, el sagrado permiso que nos damos para hablar cabezas de pescado.
Que levante la mano aquel que no se ha sentido alguna vez con el derecho a hablar tonteras. Y que ahora den un paso adelante aquellos que nos hemos dado cuenta tarde, que la ignorancia es como andar en bicicleta: Siempre puedes volver a practicarla.
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