Cuando dijo «volveremos» tal vez fue una mentira blanca, pero no importa. Vimos al Jefe. Al único. Porque Jefe hay uno solo y se llama Bruce Springsteen.
Fueron décadas de espera. El problema es que solo un puñado de fanáticos estaban esperando. El debut de Bruce Springsteen en Chile estuvo marcado por una previa de incertidumbre. Por diversos factores culturales, “The Boss” nunca ha sido un artista que pegue mucho en el país, a pesar de estar elevado al estatus de leyenda musical en cualquier otra parte del mundo. En Chile, al parecer, hubo que esforzarse para llenar el Movistar Arena. Nadie le puede comprar a la productora esa mentira de que «el 70% de las entradas se vendieron». El fantasma de la cancelación rondaba permanentemente. Pero finalmente, buena parte de las entradas del recinto del Parque O’Higgins se terminaron regalando, para darle al oriundo de New Jersey la cantidad de público que se merece. Buena parte de los que sí compraron sus entradas también eran extranjeros. En la cancha frontal se notaba al tiro, esparcida, una colonia de gringos y en la platea alta se ondeaba una bandera irlandesa.
Con 35 minutos de retraso se apagaron las luces y todos los análisis de público, o cualquier factor externo, en realidad, se me olvidaron. En escena comienza a entrar la legendaria E Street Band: Nils Lofgren, Max Weinberg, Steve “Little Steven” Van Zandt, una sección completa de bronces, coristas, y por supuesto, el Jefe en sí mismo, Bruce Springsteen. Cualquier fantasma, espera o preocupación quedó en el olvido cuando empezó “We take care of our own”. Durante las maratónicas tres horas y cuarenta minutos siguientes, el Movistar Arena se transformó en una gran iglesia de celebración musical. Y aquí es donde la cosa se pone difícil. ¿Cómo describir lo indescriptible? ¿Cómo hacerle justicia, en palabras, a todo lo que significó Bruce Springsteen anoche? Si me detuviera en cada canción, tendría para un ensayo infinito, ya que cada uno de los 29 temas que el norteamericano despachó tuvo momentos de antología que quedarán en la historia de las presentaciones en vivo en nuestro país.
Calma. Probablemente el primer gran peak de la noche se vivió con “Spirit in the night”, donde Springsteen se movió por la cancha hasta una plataforma ubicada en la mitad y se tiró al publico haciendo crowd surfing de vuelta al escenario. Nunca más en la vida veremos a un viejo de 64 años hacer algo similar. A partir de ese punto, hasta el más escéptico estaba convertido a la fe Springsteen y se armó una verdadera fiesta consolidada por la excelente interpretación de The E Street Shuffle.
Como maestro de ceremonias Springsteen es imparable. Si el jefe dice que alcemos las manos, lo hacemos, que gritemos, gritamos, que cantemos, agotamos nuestra capacidad pulmonar. Manejando los tiempos y la energía, con una jerarquía impresionante, se vivieron momentos de absoluta comunión entre músico y público, con peaks de emotividad como ese himno góspel que es “My city of ruins”, y la desgarradora “The river”. En la sección media Springsteen y su poderosa banda hicieron gala de la especialidad de la casa, la mezcla entre Rock N’ Roll y Soul, pasando “Darlington county”, “Working on the highway” y “Shackled and drawn”.
La E Street Band siempre tuvo complicidad absoluta con su líder, montando elaboradas coreografías e improvisaciones, donde destacaba sobre todo Jake Clemons, quien reemplazó a su fallecido tío Clarence Clemons en las labores de saxofón, y quien probablemente fue quien más protagonismo tuvo ayer tras Springsteen.
El momento más emotivo se vivió cuando El Jefe se dejó acompañar solo en el escenario por Nils Lofgren y un trompetista, para dar un sentido discurso haciendo alusión a la vez que tocaron para Amnistía Internacional en Argentina, en 1988, y a los 40 años del Golpe Militar. Con palabras solemnes y honestas introdujo “Manifiesto” de Víctor Jara, la cual interpretó en un perfecto español. Siguiendo con el homenaje a los detenidos desaparecidos, la E Street Band volvió a escena para una preciosa versión de “We are alive”.
Y ahí vino la seguidilla de hits. “Born in the USA”, “Born to run”, y sobre todo la espectacular “Dancing in the dark” encendieron a un público que luchaba con el agotamiento por lo extenso del show. En esta última Springsteen subió por separado a bailar a por lo menos siete mujeres (y un hombre) del público, una de las cuales se lo aprovechó de agarrar, mientras El Jefe ponía cara de «why not?», y otra, bastante rica, que mostrando una foto de la ecografía de su incipiente embarazo logró ganarse la empatía del norteamericano para subir a escena, se robó todos los aplausos del público con el verdadero show que montó sobre el escenario, con el mismísimo Springsteen prestándole una de sus guitarras.
En ese minuto el show podría haber terminado. Ya íbamos en más de tres horas de concierto, y el último tema había dejado altísima la vara. Pero Springsteen quería que todo fuera aún más épico. Empieza a sonar “Tenth Avenue freeze-out”, y todos comenzamos a cantar nuevamente, olvidando el dolor de pies. El Jefe nuevamente se mete entremedio del público, y durante el solo de saxofón se proyectan imágenes de Clarence Clemons, que no muchos parecieron ubicar, pero mi hermano y yo aplaudimos a rabiar.
Un cover de “Shout” de los Isley Brothers pretendía terminar la fiesta, pero justo hacia el final, Springsteen ve un cartel en el público y dice «¡no nos podemos ir sin tocar esa!». Comienza “Rosalita (Come Out Tonight)” y todos bailamos una vez más. La E Street Band se despide triunfalmente, frente a la ovación generalizada. Springsteen no deja de sonreír. Como es tradición, el grupo abandona el escenario, pero él se queda para una más, solo, con guitarra acústica. Nuevamente recuerda a los detenidos desaparecidos, y dice desde el fondo de su corazón que se encontraba eternamente agradecido del público por sumarse a la fiesta que montó, sabiendo que su nombre no significa tanto en nuestro país. En silencio todos escuchamos “This hard land”, y luego nuevamente ovacionamos a la leyenda que es Bruce Springsteen.
Springsteen es la razón por la que existe la música en vivo: para erizarte cada pelo en la piel, para subirte las pulsaciones y sentir una emoción indescriptible que te invade el pecho. Para sentir ganas de llorar como una catarsis para expulsar de alguna manera la sobredosis de sentimientos que te invaden. La música en vivo es la comunión, la unión casi espiritual entre artista y público. Y Bruce Springsteen es todo eso. Y más. Es más que un concierto, es todo un espectáculo. Pese al limitado público, nunca dejó de pisar el acelerador, nunca bajó el nivel, y nunca borró la sonrisa de su rostro. Fue un concierto de culto para todos lo que lo vivimos. Un verdadero privilegio.
Cuando dijo «volveremos» tal vez fue una mentirilla blanca, pero no importa. Vimos al Jefe. Al único. Porque Jefe hay uno solo y se llama Bruce Springsteen.