Un perfil del peruano Julio Ramón Ribeyro, el cuentista perfecto, el escritor de un portentoso diario personal, el orillero del boom.
Cuando murió en 1994, Julio Ramón Ribeyro no era un escritor invisible. «A mi siempre me ha intrigado esta especie de fervor que noto en un público joven y, más aún, en un público popular», dijo sentado en un plató de televisión.
Cuando estaba a punto de morirse, Lima vivía la violencia del autogolpe de Fujimori y el olor a pólvora de los atentados de Sendero Luminoso. El epígrafe de Jorge Eduardo Eielson es exacto: «Lima no es una ciudad para vivir, sino, al contrario, un lugar ideal para morir: un cementerio». Ribeyro, un joven que escapó en los años 50 para cumplir sus sueños literarios en París, había regresado enfermo y entregado a una vida hedonista, como quien pisa el acelerador a fondo, consciente de que la muerte está ahí mismo, en la siguiente curva.
No siempre fue así.
«Era quizá la persona más tímida que he conocido», recuerda Mario Vargas Llosa, el menos tímido de los escritores peruanos. «Hablaba poco. Era como si estuviera pensando, como si se riera internamente», dice un ex compañero de colegio.
Ribeyro aparecía en las reuniones y nadie se daba cuenta que estaba ahí. «Daba la mano sin fuerza, y luego parecía querer huir, desaparecer, esconderse», recuerdan quienes lo conocían por primera vez. El escritor Alfredo Bryce Echenique, uno de sus tantos amigos, ha dicho que «las puertas traseras se hicieron para Ribeyro y las delanteras para Vargas Llosa».
«Un hombre flaco es eso: la apariencia de alguien que no está, incluso estando ahí», escribe el periodista Daniel Titinger, el director de todas estas viñetas tomadas desde testimonios y entrevistas con familiares, amigos y enemigos, más de cincuenta personas entrevistadas durante tres años.
A partir de fragmentos de la vida de Ribeyro, Titinger recrea cuarenta y cinco escenas protagonizadas por el hombre que a sus 44 años pesaba 46 kilos y le daba vergüenza que lo vieran en traje de baño. Ya se había salvado de su «primera muerte» en 1973, cuando le pronosticaron seis meses de vida luego de dos operaciones que lo dejaron con la mitad del estómago. «Sufría de úlceras que lo tumbaban de dolor en la cama», recuerdan en su entorno, «vomitaba bilis. Orinaba sangre».
Veinte años después, «como el personaje de la novela La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa, Ribeyro era un hombre tan flaco que parecía siempre de perfil», escribe Titinger, como una voz más.
Es que para armar Un hombre flaco (2014), el ex director de la revista Etiqueta Negra desató los nudos entre vida y obra, se transformó en un personaje y ocupó las mismas herramientas que el autor de La tentación del fracaso (1992). Visitó a sus deudos, brindó con los sobrevivientes, entendió sus métodos para cada actividad, cruzó correos y miradas con sus amantes.
¿Quién era Julio Ramón Ribeyro? «El orillero del boom», escribe Alejandro Zambra en su breve perfil “Ribeyro en su telaraña” que aparece en No leer (2010). «El cuentista perfecto, el escritor de un portentoso diario personal, el peruano que nunca escribió una novela como las que se esperaban en los sesenta y los setenta. El escritor que nació dos años después que García Márquez y siete antes que Vargas Llosa», apunta Diego Zúñiga en el prólogo de La caza sutil y otros textos (2012), un libro que recoge la vida del peruano como lector. Ahí mismo cita al colombiano Juan Gabriel Vásquez, autor de otro perfil: «no se piensa en Ribeyro cuando se piensa en el boom. Ribeyro vive en otra parte, fuera de lo que Carlos Fuentes bautizó, en su momento, como la ‘nueva novela latinoamericana’».
Ribeyro dio forma a cuentos magistrales como “Silvio en El rosedal”, pero no obtuvo reconocimiento sino hasta 1994, cuando ganó el premio Juan Rulfo, poco antes de su muerte.
«El Perú que yo presento no es el Perú que ellos imaginan o se representan», ironiza Ribeyro desde una entrevista: «no hay indios o hay pocos, no ocurren cosas maravillosas o insólitas, el color local está ausente, falta lo barroco o el delirio verbal».
Frente a otra grabadora, desliza una idea que suena a manifiesto: «Escribo porque es lo único que me gusta hacer, porque es lo más personal que puedo ofrecer, aquello en lo que no puedo ser reemplazado; porque me libera de tensiones, depresiones, inhibiciones; por costumbre, por descubrir, conocer algo que la escritura revela y no el pensamiento; por lograr una bella frase; por volver memorable, aunque sea para mí, lo efímero».
Para la agente literaria Carmen Balcells, Ribeyro era un autor ‘sin punch’ que no iba a llegar a ningún lado.
«Cada escritor tiene la cara de su obra», escribió el propio Ribeyro, un rostro que a veces aparecía con bigote y se dejaba fotografiar a cuentagotas, más preocupado de abrir una cajetilla de cigarros que la puerta de salida.
En 1984, Leonardo Dobrota publicó su carta astral en el diario La República. Nacido el 31 de agosto de 1929, a las diecinueve horas, en Lima, Ribeyro era Virgo. «Un signo discreto que ha producido tantos hombres de letras como pequeños negociantes, tanto tímidos amanuenses como astutos diplomáticos, tanto metódicos ahorristas como amantes infatigables», escribió el astrólogo en ese resumen exacto de su vida. Treinta años después, este libro traza inmejorable el perfil de ese hombre tímido, orillero y silencioso de la literatura del continente.
Un hombre flaco
Daniel Titinger. Edición de Leila Guerriero
Ediciones UDP, 2014
166 p. — Ref. $10.000