Un día cualquiera me preguntaron si me interesaría viajar a Corea del Norte.
No estoy seguro si lo que voy a contar sucedió en enero o febrero de 1970, pero indudablemente ello ocurrió a comienzos de la década de los 70, puesto que los hechos acontecieron antes de la elección de Salvador Allende como Presidente de la República y un poco antes de los mil días que caracterizarían al mejor gobierno que ha habido en la historia de Chile, o sea, el régimen de la Unidad Popular. El hecho es que una amiga entrañable, incomparable, la periodista Carmen Correa, fundadora de la revista Punto Final, fallecida prematuramente en 1989, un día cualquiera me preguntó si me interesaría viajar a Corea del Norte. Se trataba de una invitación del gobierno comunista a periodistas simpatizantes con la causa popular. No soy ni nunca he sido periodista y no lo digo con ninguna forma de menosprecio a lo que García Márquez llamó la mejor profesión del mundo, pero resulta que en esos tiempos era abogado y no veía cómo yo podría entrometerme en ese delicioso contubernio. Bueno, gracias a Carmen, yo había viajado antes a México, en calidad de integrante del coro de la Escuela de Derecho, en circunstancias de que no soy capaz de dar una sola nota y basta que emita un sonido, un graznido, un berrido, para desafinar completamente a la Orquesta Filarmónica de Nueva York o al coro de la Scala de Milán, así que me dije, bueno, ¿qué le hace el agua al pescado? Si ya estuve en el Distrito Federal como integrante de un conjunto musical del que nunca he formado parte, ¿por qué me voy a privar de ir a ese país maravilloso si en mi curriculum no figura la profesión de reportero, o de comunicador social, como se dice ahora?
Las cosas no eran tan simples como parecían, puesto que yo tendría que figurar como esposo, pareja o lo que sea de Carmen, lo que desgraciadamente nunca fui, en primer lugar porque mi compinche estaba en esos tiempos comprometida con un tupamaro uruguayo temible y en segundo, debido a que no existía ningún documento legal que me acreditara en calidad de pareja o lo que fuera de Carmen. Sorprendentemente, todo se arregló de manera muy fácil y muy expedita. Creo, sin idealizar el pasado, que en esos tiempos la burocracia era mucho más accesible y mucho menos enredada que ahora. Así, en una semana, me convertí en marido de Carmen, en investigador de noticias internacionales y en el compañero de esta intrépida escritora especializada en temas marxistas. Por supuesto que los arreglos ulteriores fueron un tanto heterodoxos: Carmen compartió pieza con su guerrillero urbano y yo tuve que conformarme con dormir solo, sin compañía de ninguna especie. La visa fue pan comido: creo que en Chile nunca ha existido una representación diplomática de la República Popular y Democrática de Corea del Norte, pero en París siempre la ha habido, por lo que todo el equipo obtuvo el permiso de entrada en media hora.
El invierno en Corea, sea del norte o del sur, es horrendo, aunque nada nos importaba si íbamos a una nación que representaba el súmmum de los ideales socialistas. El vuelo desde la capital francesa hasta Pionyang fue directo y sin contratiempos de ninguna clase. Al arribar, nos esperaba una delegación de comunistas acérrimos, todos sonrientes y afables, todos, sin excepción, representantes de la felicidad suprema que solo puede proporcionar un régimen totalitario (esto lo digo muchos, muchísimos años después, porque entonces creía que Corea del Norte era la expresión más sublime de la felicidad social). Un día después, asistimos a una multitudinaria manifestación en la que estaba presente, muy a lo lejos, Kim-il-sung, el Padre Supremo de Todos los Pueblos, el Hijo del Cielo, el Sol del Oriente, el Líder de los Oprimidos, el Patriarca de los Subyugados, el Representante de las Almas Encadenadas, en suma, la encarnación misma de un Dios viviente. Me hubiera gustado ver de cerca a quien en esos años yo creía que era casi una divinidad, casi un ser de otro mundo. Resultaba del todo imposible, puesto que literalmente debe haber habido decenas o centenas de miles de coreanos y coreanas que coreaban alabanzas acerca de tan excelso personaje. Pionyang había sido enteramente reconstruida después de la devastadora guerra que tuvo lugar entre 1950 y 1953, la cual marcó un momento decisivo en la llamada Guerra Fría y, en honor a la verdad, lucía hermosa, resplandeciente, extrañamente acogedora. Pese al frío y a la nieve inclementes, había rosas, tulipanes, crisantemos y toda clase de flores por doquier. El arte coreano es más bien de tipo abstracto y, a diferencia de otras representaciones artísticas asiáticas, se caracteriza por lo que en el presente llamaríamos minimalismo, es decir, una concepción lineal, depurada, geométrica, desprovista de signos concretos, vale decir, moderna, sin perjuicio de que provenga de una tradición cultural milenaria. Pionyang era entonces una ciudad antiquísima y a la vez muy reciente: las calles y avenidas parejas, el paisaje urbano monumental y al mismo tiempo con un toque doméstico, las proporciones mostraban cierta uniformidad y, siendo un enclave urbano relativamente pequeño, se veía infinito, interminable, un laberinto de vías perfectamente trazadas y, desde luego, incomprensible para quienes, como nosotros, con mucha suerte dominábamos solo el idioma español.
Tras el apoteósico y embriagador encuentro con el Dirigente Superior de las Almas Proletarias, nuestra tarea consistió en algo decepcionantemente simple. Pionyang está a unos 100 o 120 kilómetros de la frontera con Corea del Sur y a una distancia cercana de Seúl, la capital de Corea del Sur. Debíamos ir todos los días, sin excepción, a gritar consignas contra ese país títere y, en especial, contra quienes lo mantenían, en otras palabras, en contra de los Estados Unidos de Norteamérica. ¡Qué me han dicho! Durante una quincena, acompañado de Carmen Correa y el resto de los visitantes, nos apostamos a lo largo de horas de horas para aullar diatribas de la peor calaña que trataban como una plaga indescriptible al imperialismo yanqui, al neocolonialismo norteamericano, al capitalismo internacional, a las corporaciones transnacionales que estaban haciendo su aparición, a la cultura de la alienación, al Pato Donald y al Ratón Mickey y, muy en especial, a la espantosa dictadura que tenía su sede en Seúl. Nos fotografiaron, nos filmaron y nos registraron de todas las maneras imaginables, tanto al sur como al norte del paralelo 38, que divide a ambas Coreas, pero nada nos importaba, puesto que todos estábamos poniendo nuestro granito de arena en pro de una causa justa.
En honor a la verdad, a mí sí que me preocupaba un poco que en mi pasaporte figurara, en ideogramas y con caracteres latinos que decían KOREA, la constancia de mi ingreso y mi salida de la República Popular y Democrática encabezada por Kim-il-sung, la Aurora Destellante de los Condenados de la Tierra. Estaba seguro, segurísimo, de que nunca jamás podría entrar a Estados Unidos, de que la CIA, el FBI, el Departamento de Inmigración, la Secretaría de Estado y todos los diabólicos organismos represivos de la administración norteamericana, me tendrían para siempre jamás en su punto de mira. Fueron, como lo dijo Beaumarchais, inútiles precauciones, vanos temores. Para mi eterna desilusión, soy una persona completamente insignificante para esas agencias que velan por la libertad, la democracia y los derechos humanos en todos los rincones del orbe. De hecho, la primera vez que volé al Gran País del Norte, lo hice a fines de los 70 y luego a mediados de la década de los 80, acompañando a mi hermano a Los Ángeles, donde debió sufrir una delicada intervención quirúrgica en su oído medio. Más tarde, fui convocado a tomar parte en una comisión sobre detenidos desaparecidos en Iraq, que se celebró en Washington. En aquella oportunidad, debido a que a los jefes de la política exterior norteamericana les había dado por censurar a la dictadura militar chilena, el consulado me estampó una visa indefinida y permanente. En lo sucesivo, me he embarcado en incontables vuelos a Nueva York, San Francisco, Houston, Chicago, Boston…sin que nadie, absolutamente nadie haya advertido en mí signos terroristas o subversivos de ninguna clase.
Así, mi estadía en el indescriptible país de la máxima dicha colectivista ha pasado del todo inadvertida. Confieso que, por una parte me alegra hasta lo indecible, aunque, por la otra, me produce una sensación, no sé cómo decirlo, un tanto surrealista, un tanto onírica y, para ser honesto, muy decepcionante. Resulta que, después de una buena parte de mi vida dedicada a la revolución, ya no sé cuál ni de qué especie, soy un ser de una completa insignificancia para los servicios de inteligencia mundiales. ¿Es esto positivo o negativo? Francamente no lo sé y prefiero mantenerme en la ignorancia.