Recuerdo exactamente el día en que dejé de ser un adolescente. Era de noche. Me desperté bruscamente asustado, me levanté y caminé hasta el espejo. En la luz del baño vi mi rostro gordo, caballeroso, con una mueca de preocupación, una especie de seriedad que no necesitaba fingir. No tenía ya mi cara nada de […]
Recuerdo exactamente el día en que dejé de ser un adolescente. Era de noche. Me desperté bruscamente asustado, me levanté y caminé hasta el espejo. En la luz del baño vi mi rostro gordo, caballeroso, con una mueca de preocupación, una especie de seriedad que no necesitaba fingir. No tenía ya mi cara nada de afilada, de andrógena, de bella, o de deshabitada, era un senador cualquiera, un corredor de propiedad, Enrique Linh, mi abuelo Gumucio, o algún escritor sirio de los años cuarentas.
Esa nueva cara, nuevos huesos, nueva piel, la rellenaba una nueva gordura, una redondez sin dramatismo, obligatoriamente cómico, un cuerpo de otra época, agachado, gentil, funcionario. De alguna forma la delgadez con que viví mi adolescencia, los huesos de mis costillas visibles detrás de la piel, la frente inmensa, la cara llena de huesos, era para mi la señal que lo me pasaba no era normal.
El alivio de reconocerme rechoncho, inflado, gordo, debió parecerse al alivio que sintieron los escapados de los campos de concentración al ver que sus carnes volvían a llenarse, que sus brazos se volvían rollizos e indomables, que dejaban de ser huesos, funciones corporales. Guardando las proporciones del caso, siento que mi adolescencia fue una suerte de campo de concentración. Encerrado, hambriento, vejado, humillado, solo, lleno de miedo, reducido a sobrevivir, convertido en un manojo de instintos desordenados, me sentí de los doce a los veinticinco años víctima de una maquinaria infinita y sin perdón que no buscaba aniquilarme físicamente, pero sí destruir mi identidad, sí partir en dos mi vida y acabar con su dignidad y sentido.
Las fotos que conservo de entonces son las de una víctima rabiosa y solitaria. Mi cara delgada, mi cuerpo en los huesos usando corbata y ropa regalada por mi tío Carlos (que medía mucho más que yo), tratando yo de ser viejo, o de parecerlo, leyendo mucho y pedanteando aún mucho más. Solo en el mundo, encerrado en mi pieza, pagando yo el teléfono, masturbándome en el baño leyendo unos cuentos seudo feministas de Anaïs Nin u hojeando una revista para fotógrafos profesionales en medio de las máquinas Nikon, o Leika, para mirar a los ojos una modelo que desnuda levantaba su brazo y dejaba ver sus senos en blanco y negro.
Algunos amigos tenía, algunos amores platónicos intentaba, pero nadie en lo profundo desafiaba la torre de mi castillo, con nadie compartía yo algo parecido a la intimidad. Vivía a mi pesar como los otros jóvenes y milité y viajé en carpa, pero no besé a nadie ni nadie me besó. Uno de mis amores platónicos de entonces me confesó hace poco que me encontraba en ese entonces buen mozo, mucho más buen mozo que ahora. Yo me sabía absolutamente horrible. O más bien, convertido en alguien que yo no era, no me sentía capaz de juzgarme objetivamente. No era yo, y me parecía justo librar a las mujeres que me gustaban de ese no Yo. Me parecía justo que ese extranjero que me habitaba no las penetrara, que ese alien que me habitaba no me quitara mis recuerdos, mis pasiones, mis mujeres, mi vida.
¿Qué me importaba por lo demás que ellas me rechazaran, si no era del todo yo el rechazado? Pero me importaba, y me importa aún hoy. No el rechazo en sí, sino sus formas, el refinamiento funcionario del horror, su impasibilidad, su neutralidad quirúrgica, su falta absoluta de compasión, su crueldad rutinaria. La niña que se hizo lesbiana el día antes que me declarara yo, la otra que me prometía un beso entre dos pololeos que nunca se acabaron, la que me vomitó la chaqueta en Concepción mientras otros dos borrachos le lamían los pies. Todo el horror lo vi entonces, mal vestido y en los huesos. A todos los vejámenes de mi vida me vi sometido entonces sin poder reclamar, porque todo se hacía por nuestro bien y el de la humanidad. Jóvenes, futuros de la patria, revolucionarios, ambiciosos, esplendorosos portadores de cualquier buena nueva gaga. El cadáver de los amigos adormecidos de marihuana, cagados por la polola, confundidos por la obligación de hacer de Chile una nueva Nicaragua, teníamos que llevar hasta una montículo de cadáveres iguales, que además tenían la maldición de morir, la obligación de decidir su futuro justo cuando no tenían futuro alguno.
Sobreviví a los interrogatorios, seguí derecho en medio de los trabajos forzados, gracias a la promesa de poder contar el infierno, de poder atestiguar la mentira, de evitar que los adultos negaran ese sufrimiento infinito al que nos sometieron. Decidí a los nueve años, justo cuando la adolescencia se asomaba a mi vida, ser escritor o no ser nadie. Durante todos esos años perversos en que cambié de país, de lengua, al mismo tiempo de que cambié de tamaño, cara, edad, voz, la promesa de escribir, de ser escritor, me ayudó a permanecer cuerdo, protegido, a seguir siendo yo mismo, es decir una fantasía, la fantasía de la literatura que había decidido ser. Si no podía salvarme, podría contar, podría ser entre los presos el que contara nuestro destino común. Esa fue quizás mi salvación, anotar mentalmente los desaires escolares, universitarios, callejeros. Los muros bajos del convento al lado de mi casa a las cuatro de la tarde, la coca-cola que tomamos con Marcelo en la puerta de la casa en que vendían cigarillos sueltos y el juramento de este de que era tan virgen como yo, que era mejor no perder su cuerpo, seguir puro y católico después de los dieciocho años. Todo, el perro que trató de violarse al jesucristo de la procesión del barrio, el pequeño tajo blanco en la pierna de mi amada cuando Cristián la levantaba en sus brazos, los niños de básica intentando atrapar el trasero de Miriam Hernández cuando vino a cantar al festival del colegio, todo lo anoté para cuando quedara libre, para cuando quedara limpio, para cuando despertara más gordo, más viejo, convertido en un caballero chileno.
Para esa noche cualquiera en que el espejo decidiera dejarme en libertad, junté anécdotas, quejas e historias, anoté en mi mente la obligación de no olvidar, sin sospechar que esa nueva cara, que esa nueva gordura era amable, era pacífica justamente porque incluía en ella la capacidad sagrada y nueva de olvidar.