Sobre la presentación de Miles Electric Band en el Teatro Oriente.
También me regalaron estas entradas.
Ay Miles Davis, qué genio que fuiste. Por Kind of Blue entré al jazz, que si bien aún me es ajeno en sus formas más experimentales, por lo menos soy capaz de disfrutarlo en forma sincera en su etapa más clásica. Te lo debo.
Cuando supe que iba a ir a ver a Miles Electric Band, banda de un ensamblaje de músicos que tocaron con Miles Davis en su época, junto a otros músicos contemporáneos, pensé que me enfrentaría a una situación estilo La Sonora Palacios, donde las familias de los integrantes originales —quizás un sobrino con algo de talento y gusto por la música— intentan recrear glorias pasadas. Y entonces con expectativas limitadas fui al Teatro Oriente, a ver qué podía pasar.
Tan pronto como empezó el show mis ideas pesimistas se esfumaron. Grandes músicos de diferentes generaciones tocaban con oficio y pasión, entregándonos un espectáculo del más alto calibre. Bastaba dejar de observar el escenario un minuto y mirar al público para darse cuenta cómo disfrutaban hasta lo más íntimo de su ser.
Fue toda una experiencia estética. Como unidad, eran de una potencia increíble. Hacer el ejercicio de concentrarse en el sonido de cada uno de los instrumentos, la gloria: cómo el percusionista —el legendario Munyongo Jackson— tocaba frenéticamente el triángulo, el ritmo del bajista Darryl Jones, los solos del guitarrista Jean-Paul Bourelly, el fuerte sonido de la trompeta de Nicholas Payton versus el más suave del clarinete bajo de Antoine Roney.
Siempre he creído que el jazz se siente como si le pasaran un montón de buenos instrumentos a un grupo de cabros chicos revoltosos con un ¡NIÑOS JUEGUEN! y vivimos en la dimensión donde ese caos funciona y se vuelve algo precioso. Y en esta ocasión, ese caos, el de la banda dirigida por el baterista y sobrino del músico, Vincent Wilburn Jr., resultó espectacular.