Juan Carlos Cortázar transmite en La embriaguez de Noé (Luna de Sangre Ediciones) una misma pulsión: la del deseo que determina las acciones de los personajes y su destino; la del cuerpo como soporte de unas identidades en conflicto.
Cito del capítulo 9 del Génesis:
Noé se dedicó a cultivar la tierra, y plantó una viña.
Un día, bebió vino y se embriagó, quedando desnudo dentro de su carpa.
Cam, el padre de Canaán, vio a su padre desnudo y fue a contárselo a sus hermanos, que estaban afuera.
Entonces Sem y Jafet tomaron un manto, se lo echaron sobre los hombros, y caminando hacia atrás, cubrieron la desnudez de su padre. Como miraban en dirección opuesta, no lo vieron desnudo.
Cuando Noé despertó de su borrachera y se enteró de lo que su hijo menor le había hecho, declaró: «¡Maldito sea, Canaán! Será de sus dos hermanos el más bajo de sus esclavos».
Nunca había citado la Biblia en la presentación de un libro. Nunca había citado la Biblia, en realidad. Y no es que estemos en un contexto religioso ni mucho menos. Pero la breve historia relatada en el Génesis no solo corresponde al título del libro que hoy presentamos (La embriaguez de Noé), sino que es citada en su versión pictórica, a cargo de Miguel Ángel, en uno de los cuentos de Juan Carlos Cortázar. Vemos la escena (en la que el hijo menor encuentra a su padre desnudo y avisa con ánimo de burla a sus hermanos) en una postal que el narrador del relato homónimo encuentra adentro de un libro de Cristián, su ex pareja, veintiún años mayor que él. Después de revisar en Internet otras imágenes sobre el episodio bíblico, el narrador vuelve al fresco de Miguel Ángel y esta es su impresión:
(…) los genitales de Noé estaban en el centro de la escena, descubiertos, el dedo del hijo apuntaba claramente hacia ellos. Los tres hijos estaban tan desnudos como Noé, sus cuerpos jóvenes contrastaban con la vejez del padre. Pinché varias imágenes al azar: en todas ellas los genitales del viejo, pequeños y arrugados, estaban a la vista; en todas el dedo o la mirada del hijo recaían sobre ellos. La cara de Noé, hundida sobre el pecho: la observé largo rato y sentí que de ella, aun estando dormida, emanaba una sensación embarazosa, desconsolada (51).
Esa sensación «embarazosa, desconsolada» es la que percibimos a lo largo de las setenta y tantas páginas del primer relato (novela corta, cuento largo: no importa demasiado el nombre que le demos a las dos inquietantes historias que integran este libro). El desconsuelo del paso del tiempo, la decisión de hacer algo trascendental cuando se ha llegado a la mitad de la vida. O si no es la mitad, al menos una edad redonda en la que el cuerpo acusa el paso a otra etapa. «El día que cumplió cincuenta años, Cristián decidió hacerse prostituto». Esas son las primeras palabras del libro. La decisión de Cristián en una singular sintonía con la borrachera de Noé: un hombre mayor, desnudo, expuesto. Pero también en sintonía con la cita que sirve de epígrafe al libro completo, y que corresponde a La casa de las bellas durmientes, del japonés Yasunari Kawabata. Dice ahí: «Sintió la gran diferencia entre sus edades».
Los años acá, esas edades embarazosas, toman peso cuando se las vincula con el deseo y el cuerpo. La añoranza de la «carne nueva», la exquisita sensación de ser solo cuerpo. Detrás de eso, sin embargo, está también ese dedo acusador del hijo menor en la pintura de Miguel Ángel. El dedo que inculpa, que censura, que limita el accionar del otro, del distinto. Y es ese otro el que busca un espacio para validar su diferencia. «Escapar de lo usual (…) y reafirmarse como alguien especial: buscar la singularidad» (16-17), como dice el narrador. «Ser singular, tener sus limitadas rarezas» (28). O más al hueso aún: «Cristián no quería otra cosa sino seguir siendo así: una excepción» (20). «Cristián gozaba exhibiendo un rasgo, una actitud, una historia que incitara a los demás a ver algo especial en él» (18). Pero la explicación no es tan simple. De ahí el interés narrativo y la pericia de Juan Carlos Cortázar para construir un personaje con relieves y matices. Dice el narrador:
Las ganas de llamar la atención no era una explicación suficiente. Me preguntaba si llegar a los cincuenta, si sentir que comenzaba una etapa final, porque esa era una de las curvas finales, o por lo menos una desde donde podían avizorarse las curvas finales mejor que desde mis veintinueve, si llegar a los cincuenta podía originar una búsqueda así (40-41).
La respuesta, naturalmente, no será unívoca. Y es mejor que cada lector interprete a su voluntad los motivos del protagonista para hacerse prostituto a los cincuenta años. Los motivos, más bien, para hacer partícipe a su ex amante de esta decisión íntima, que será un giro radical en su vida. Lo que importa, lo que a mí al menos me parece relevante acá, es el arrojo de enfrentar una decisión límite y llevarla a cabo hasta las últimas consecuencias.
Es también, en cierta forma, lo que ocurre en el otro relato del libro, “Animales peligrosos”. El contexto es otro, la locación es otra: si en el primero recorremos los rincones de los barrio Bellas Artes y Lastarria, con el Parque Forestal, los museos, la Tienda Nacional, las librerías Metales Pesados y Olejnik, los puestos de libros en Lastarria, el Gam y el café Tomodachi de fondo, en el segundo el escenario será Lima y sus alrededores. Y si en “La embriaguez de Noé” hay alusiones a la dictadura de Pinochet en un pasado ni tan cercano pero con cierta vigencia en el presente, en “Animales peligrosos” las marcas de contexto serán ligeras, pero precisas: la reelección de Fujimori, por ejemplo. O las amenazas de Sendero Luminoso. Es en ese entorno que esta segunda historia aborda temas semejantes a la primera, pero acaso con más dureza y sin el sentido del absurdo que ronda en la anterior. Dos párrocos se emparejan y viven una rutina doble, una vida feliz pero oculta para el resto de la sociedad. Hasta que se ven enfrentados a tomar una decisión drástica. Hay una imagen bellísima que da ciertas pistas del tormento que viven estos personajes puertas adentro: uno de ellos se sueña a sí mismo con la cabeza de un caballo. Un potro desbocado, amenazante, que provoca terror en quien lo sueña. Un terror de sí mismo, una pesadilla sin nombre. No voy a dar más detalles, no se preocupen, no voy a ser una spoiler. Solo quiero hacer énfasis en que, a pesar de los distintos enfoques, Juan Carlos Cortázar transmite en ambos relatos una misma pulsión: la del deseo que determina las acciones de los personajes y su destino; la del cuerpo como soporte de unas identidades en conflicto. Las suyas son siempre vidas al límite, seres que salen de la norma y buscan un lugar propio, singular, auténtico. Y en esa búsqueda desarrollan, poco a poco, el arte de ocultar.
No es el único punto en común, sin embargo. Estas historias se topan también en la textura, en el tratamiento de las escenas, en la fijación en los detalles, en esa atmósfera «desconsolada», semejante al episodio del padre desnudo y ebrio frente a sus hijos. Estos relatos ponen el acento en la diferencia. Y son acentos que escuchamos como una vibración aguda y continua, un sonido envolvente, que nos acompaña mucho rato después de terminar la lectura.
La embriaguez de Noé
Juan Carlos Cortázar
Luna de Sangre Ediciones, 2016
124 p. — Ref. $8.000