La imaginación del recuerdo

por · Octubre de 2015

En Colección Particular, la primera novela de Gonzalo Eltesch, la memoria es un inventario y a la vez un texto que puede escribirse con una mano para luego ser borrada con la otra.

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La memoria y su conservación siempre han sido un tema importante en la literatura. Pienso especialmente en el siglo veinte con sus consignas de no olvidar jamás relacionadas con el Holocausto, violaciones a los derechos humanos, traumas personales. Ya sea con la suavidad de la magdalena de Proust y su taza de té, o con la violencia del recuerdo en tantas novelas latinoamericanas de dictadura y postdictadura, la literatura va y vuelve en sus reflexiones sobre la memoria. Hace poco, en Los Afectos, Rodrigo Hasbún transmitía un pensamiento desolador: ni siquiera la memoria nos salva. La memoria también está ahí para hacernos trampa («No es cierto que la memoria sea un lugar seguro. Ahí también las cosas se desfiguran y se pierden. Ahí también terminamos alejándonos de la gente que más amamos»). En Colección Particular, primera novela de Gonzalo Eltesch, la memoria es un inventario y a la vez un texto que puede escribirse con una mano para luego ser borrada con la otra. Es también una historia en que la memoria es fragmento, contenida en sus aires de miniatura, como un objeto que puede observarse en un escaparate de vidrio, desde muchos ángulos a la vez. Aparentemente inofensivo, también. Como los objetos. Una memoria que es susurro y que se le cuenta al oído a la mujer que duerme (o parece dormir) junto al protagonista. Es una memoria que se guarda en los objetos de la tienda de antigüedades del padre y que espera también, como un campo minado, como un museo, en los distintos rincones del plan de Valparaíso.

Colección particular es una novela engañadora. Bajo ese título de catálogo de museo se esconde un dolor inmenso que intenta ser contenido pero no resulta. Se desborda en todo lo que no se dice, en todo lo que no se cuenta, en ese fantasma imposible que es la memoria familiar. Leo esta novela —y la releo inmediatamente en cuanto la termino— y me pregunto cuál es el lugar que tienen los objetos en todo el discurso sobre la memoria. Qué clase de testimonio mudo nos ofrecen, qué tipo de violencia con su capacidad a veces de sobrevivirlo a todo, tan frágiles y tan indestructibles a la vez. Paul Connerton, un antropólogo inglés, comenta en su libro How Societies remember que «nuestro equilibrio mental se debe, primero y, sobre todas las cosas, al hecho de que los objetos con los que estamos en diario contacto cambian poco o nada en absoluto, proveyéndonos de este modo con una imagen de permanencia y estabilidad.» O, como afirma Jean Baudrillard en El sistema de los objetos, «los objetos nos ayudan a controlar el tiempo, volviéndolo discontinuo y clasificándolo, de acuerdo a los hábitos, e imponiéndole los mismos límites de asociación que aquellos que gobiernan la organización de los objetos en el espacio». En la novela de Eltesch, hablar de objetos es hablar de memoria es hablar de tiempo.

La historia trata de Gonzalo Eltesch, sus padres y una mujer que está en su vida por el momento. Entre esas dinámicas personales se cuela la historia, con visitas de Pinochet a la tienda de antigüedades, de Merino a una tienda de aves, o la discusión sobre votar por el Sí.

Padre y madre se definen por su relación con los objetos. Dice el narrador sobre el padre: «Mi padre relacionaba cualquier asunto con la plata, era su afición. Todo giraba en torno de lo que una persona pudiese tener, de los objetos antiguos que la gente tenía. No había nada ni nadie que se comprendiera lejos de la esfera del dinero y sus pertenencias. Era un capitalista de tomo y lomo, aunque con una contradicción quizás propia de su oficio: nunca fue seducido por el consumismo. Apenas consumía, solo guardaba. Y lo que guardaba eran cosas». Los objetos del padre se dividen en aquellos que están a la venta y los que configuran su colección personal, llamada, como el libro, Colección particular: «Lo curioso es que los objetos, después de adquirirlos, desaparecían como por arte de magia de su vida cotidiana. No es que los olvidara, los escondía en el sinfín de habitaciones con alarma de su casa o los ponía en el negocio detrás del letrero «COLECCIÓN PARTICULAR», que servía de guardián de otras manos. ¿De quién los ocultaba? ¿De sus dueños originales, que tal vez ya no estuvieran y solo se conservaban en el recuerdo de sus herederos? ¿O de mí, su propio heredero, que un día iba a quitarle todos esos objetos y los vendería sin ningún respeto por su historia?». Y esa disposición de los objetos es también un sistema particular y una particular poesía: «La poética de la tienda de mi padre incluía polvo, mesas cojas y porcelanas resquebrajadas.»

Por su parte, la madre marca los objetos en afán de marcar posesión y pertenencia. Así define el protagonista su relación con la madre: «Después de la separación, y sin darme cuenta, de alguna forma me expandí para suplir todo el amor que a ella le faltaba. Éramos como una pareja sin sexo pero feliz». Y luego la separación del protagonista con ella se da vía los objetos: «Quizás nuestra verdadera separación —y la segunda de ella— no fue cuando me fui de la casa buscando independencia, o antes, cuando le dije que la odiaba sin ninguna razón tan importante como ser adolescente y un poco tonto, sino cuando empecé a sacar en secreto las etiquetas de los útiles escolares y a despegar, con sumo cuidado, las que estaban cosidas en mi ropa, incluidas las de mis calzoncillos, para luego botarlas donde nunca fuesen encontradas».

La relación con la mujer a la que le susurra la historia, sin embargo, no parece mediada por objetos: «Nunca hemos estado de verdad juntos. Verse intermitentemente durante años no es una relación. Sin embargo, es lo más cercano que he tenido a una. Cada cierto tiempo nos encargamos de pelearnos y mostrarnos nuestros defectos, odiarnos, gritarnos y dejarnos de ver porque uno de los dos anda insoportable. Hasta que uno cede, uno llama por teléfono, uno escribe un correo, uno se acerca, poco a poco, diciéndole al otro, sin palabras, que se siente solo. Y todo vuelve a empezar». La descripción de su situación sentimental es tajante: «Nunca he tenido una relación amorosa estable. Nunca he pololeado. Nunca me he casado. Nunca se han enamorado de mí».

Y ¿qué sabemos entonces de este protagonista? ¿Cuál es el inventario que deja a manos (y ojos) del lector?

A mí me dan ganas de describirlo como un junkie de la memoria. Un verdadero adicto a los trazos que deja el recuerdo (de ahí su afición por las postales escritas: «Me gustaban aquellas en blanco y negro, pero sobre todo las que estuviesen escritas y con sellos de correos. Supongo que porque al leerlas creía conocer algo de la vida de esos desconocidos. Esas fueron mis primeras lecturas.») y las formas en las que la imaginación se entromete siempre en todo («La imaginación es como recordar. ¿O es como confundir al recuerdo?»). Un personaje que quiere y no quiere escribir una novela, un narrador que quiere y no quiere hacer memoria (y acá el término hacer memoria es perfecto, con su énfasis en lo fabricado, en lo intencional), que siente más pena por el deterioro de la protagonista de Amour, de Haneke, que por el de su propia abuela, de quien conocemos su poema favorito de Neruda (la “Oda a las cosas”); que tiene una relación intensa con su ciudad, Valparaíso («Un Valparaíso encerrado en un negocio de venta de antigüedades. Mi propio Valparaíso como una colección particular.»), de la que teme (con horror) volverse un turista, tal vez porque el turista, a diferencia del anticuario, vacía de toda historia a los objetos para cargarlos de anécdota. Tal vez porque los objetos de un turista, por mucho que reciban el nombre de «recuerdos», «souvenirs» no son sino la materialización de una amnesia, un recuerdo aséptico, artificial.

En un momento de la novela, el narrador comenta: «A veces creo que la novela solo debería contener el inventario de los objetos que mi padre compró y quiso conservar. Todas las antigüedades que él sintió que deberían pertenecerle para siempre». El comentario llega como una sorpresa, llega a llamar la atención sobre la poca presencia real de los objetos en la historia. Sabemos de la relación de los personajes con ellos pero nunca los vemos realmente: no sabemos qué se esconde en esa colección particular, cuáles eran los objetos que más le obsesionaban al padre, por ejemplo. Y la curiosidad lectora (mi curiosidad lectora) se queda un poco esperando esa lista, la busco al final como una suerte de edición de coleccionista con sus «deleted scenes» y me recuerda esa otra «novela» rara de Leanne Shapton: Important Artifacts and Personal Property from the Collection of Lenore Doolan and Harold Morris, Including Books, Street Fashion, and Jewelry, una historia contada como un catálogo de Sotheby’s en la cual, a través de los distintos objetos a la venta, vamos armando una historia de amor y una ruptura desgarradora (se las recomiendo mucho).

Con o sin inventario, la novela de Eltesch es un ejercicio brillante en el arte de hacer memoria y sus muchas trampas. Una historia que maravilla, confunde y se desmigaja en fragmentos y que nos deja frases de una belleza conmovedora (como «Parece que las historias de amor se inician también cuando se terminan»), frases que dan ganas de guardar para siempre en nuestra propia Colección Particular.

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Colección particular
Gonzalo Eltesch
Libros del laurel, 2015
131 p. — Ref. $9.000

La imaginación del recuerdo

Sobre el autor:

María José Navia (@mjnavia) es autora de SANT (Incubarte editores, 2010) e Instrucciones para ser feliz (Sudaquia Editores, 2015). Es Doctora en Literatura y Estudios Culturales (Georgetown University), y escribe el blog Ticket de cambio.

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