Pocas veces meditamos bien qué significan esos adjetivos hiperbólicos. Si nos detenemos un momento y pensamos bien qué estamos queriendo decir, es probable que encontremos otra cosa.
Los números son contundentes: 600 metros cuadros y alrededor de 200 mil libros exhibiéndose ahí, en la nueva sucursal de la Feria Chilena del Libro, en Huérfanos 670 —entre Mac Iver y Miraflores—, la que es, según los números, la librería más grande de Chile.
¿Pero es, realmente, la librería más grande de Chile?
Nos gustan –a los periodistas, a los chilenos y, sobre todo, a los periodistas chilenos– demasiado los números, las cifras redondas y ampulosas, la posibilidad de decir que algo es lo más grande, lo primero, lo único, pero pocas veces meditamos bien qué significan esos adjetivos hiperbólicos. Abusamos de ellos hasta vaciarlos –y viciarlos– por completo. Pero si nos detenemos un momento y pensamos bien qué estamos queriendo decir, es probable que encontremos otra cosa.
En este caso particular, por ejemplo, es probable que encontremos una sucursal más de una cadena de librería y listo. Se acabó.
Pero seríamos demasiado injustos, porque es cierto: la espectacularidad de esos números asombran, al principio, cuando se entra a esta nueva sucursal de la Feria Chilena del Libro y nos encontramos, de inmediato, con un piano de cola.
¿Qué otra librería chilena tiene un piano de cola?
Es una entrada sorprendente, pero luego viene el problema, luego vienen los libros.
¿Qué hace que una librería sea distinta a otra? ¿Qué tiene que tener una librería para convertirse en un lugar imprescindible, en algo más que una simple tienda? ¿Qué tienen en común Eterna Cadencia (Buenos Aires), La Lupa (Montevideo), La Central (Barcelona), El Virrey (Lima), Guadalquivir (Buenos Aires), Tipos infames (Madrid) y Metales Pesados, para que según diversos lectores las cataloguen como librerías que hay que visitar sí o sí?
¿Tiene alguna de estas librerías un piano de cola en su entrada?
Alguien que visitó esas y otras librerías –y que leyó e investigó todo lo que pudo sobre la historia de las tiendas de libros– es el escritor español Jorge Carrión (1976), quien publicó el año pasado Librerías (Anagrama), un ensayo que resultó finalista del premio Anagrama, un libro erudito pero también lleno de vida, una crónica contundente sobre la importancia de las librerías en la historia de la cultura, un libro de viajes, un ensayo que nos recuerda por qué Amazon nunca acabará con esos lugares que son mucho más que una tienda de libros.
Al principio de su ensayo, Carrión anota: «Una librería está constituida, sobre todo, por lo que destaca: los pósters, las fotografías, los libros recomendados o expuestos con énfasis en particular».
Si buscamos lo que destaca esta nueva sucursal de la Feria Chilena del Libro nos encontramos casi con lo de siempre: en el mesón de novedades que recibe a cada cliente que entra, lo que más hay son best sellers y las últimas novedades de las editoriales transnacionales –Planeta, Random House, Alfaguara–, es decir, el mismo mesón que vamos a encontrar en cualquier sucursal de esa cadena de librerías y en las sucursales de Antártica. Pero de pronto, si uno busca con más detención, encuentra algún detalle distinto: entremedio de tanta novedad aparece Fuera de campo (Hueders), de Manuel Vicuña –una serie de pequeños y contundentes retratos biográficos de escritores chilenos–, Hermano ciervo, de Juan Pablo Roncone, en la nueva edición de Libros del Laurel, y la obra completa de Adolfo Couve, que acaba de publicar Tajamar Editores.
Pero no mucho más, la verdad.
Es cierto que el espacio del lugar es bonito, es amplio, es ambicioso. Hay unas mesas, unas sillas, parece ser un lugar acogedor. Una de esas librerías donde uno podría pasar una tarde entera, capear el calor de Santiago en el verano, alejarse, por un rato, del centro, del ruido. Sí: el lugar es perfecto, pero en realidad no hay nada que lo haga particular. Nada que nos haga olvidar que estamos en una cadena de librerías donde lo que importa, por sobre todo, es vender muchos libros y listo. Está bien. Como un Mall. Todo bien con eso, pero en ningún caso esta librería resulta ser distinta a la Manantial de la Plaza de Armas, o a las que hay en el Costanera Center, etc. Sí, tiene 600 metros cuadrados. Es, espacialmente hablando, la librería más grande de Chile.
¿Y qué?
Más encima, de pronto empieza a sonar el piano, mientras uno busca libros en las estanterías o le pregunta a alguno de los vendedores por alguna cosa —todos muy amables, hay que decirlo—: un piano, un hombre mayor toca el piano y todo se vuelve demasiado alta cultura. En ese mismo momento —como en un montaje perfecto— aparece Héctor Veliz Meza con un grupo de jóvenes que llevan unas cámaras. Supongo que lo van a entrevistar o algo así. Y tiene sentido: la librería es perfecta como locación. Pero no mucho más.
Es cierto: no tenemos demasiadas librerías en Santiago, pero hay un par que tienen estilos muy definidos: La Ulises y la Altamira se caracterizan por sus importaciones; Quimera por sus descuentos; Catalonia y Qué Leo por su buen manejo con las redes sociales; la misma Qué Leo por convertir el espacio de la librería en un lugar para lanzamientos, firmas, etc; y Takk y Metales Pesados por tener libreros que saben siempre lo que te están vendiendo, que no es poco. Es particular el caso de Sergio Parra en Metales Pesados: puedes entrar a la librería sin necesidad de buscar un libro y salir con un par de novelas de las que nunca habías escuchado, porque Parra habla con tanta convicción que es difícil no creerle. Y es que al final, en esta historia de las librerías, el tema no solo tiene que ver con espacios grandilocuentes ni con tener libros que las demás no tienen —es, sin duda, la importación de libros un elemento fundamental en esta historia—, sino que hay algo más.
Lo explica mejor Juan Villoro en una columna sobre periodismo, sobre la crónica, y que podemos extrapolarlo al mundo de las librerías. Villoro cita un libro de Héctor Abad Faciolince, que a su vez cita a un verdulero de Mendoza que le explica por qué no hace ventas a domicilio: «Yo vivo de sus tentaciones, no de sus necesidades».
Villoro, entonces, dice que existe un periodismo de necesidades (las noticias diarias) y un periodismo de tentaciones (la crónica). Y yo pienso que existen librerías de necesidades (aquí hay que incluir esta nueva sucursal de la Feria Chilena del Libro) y de tentaciones (todas las que he mencionado aquí), porque es eso, finalmente: uno entra a esta nueva librería, la más grande de Chile, y si no andas buscando algo en particular, es muy difícil que alguien te tiente ahí, con esos libros que están en todas partes, con un espacio amplio pero frío, con vendedores que hacen su trabajo pero no mucho más. Y no hay nada de malo en ello, insisto. De hecho, tanto Juan Carlos Fau (Qué Leo) como Sergio Parra fueron libreros de cadenas y supongo que ahí aprendieron gran parte del oficio. Pero uno echa de menos una curatoría, un diálogo: si finalmente los libros no son un objeto de necesidad, entonces es necesario que alguien nos tiente.
Jorge Carrión anota: «Las librerías son negocios en un doble nivel, simultáneo e indesligable: económico y simbólico (…). Las librerías, desde siempre, han sido aquelarres y por tanto puntos claves de la geopolítica cultural. El lugar donde la literatura se vuelve más física y, por tanto, más manipulable. El espacio donde barrio a barrio, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, se decide a qué lecturas va a tener acceso la gente, cuáles se van a difundir y por tanto van a tener la posibilidad de ser absorbidas, desechadas, recicladas, copiadas, plagiadas, parodiadas, admiradas, adaptadas, traducidas. En ellas se decide gran parte de la posibilidad de que influyan».
Es eso.
En tiempos donde la crítica literaria influye poquísimo en los lectores, donde la prensa tampoco logra tener una mayor influencia, digo, en este panorama siento que finalmente los libreros terminan siendo los verdaderos hombres que puede determinar que un libro se lea o no.
Y supongo que si la librería más grande de Chile quiere tener algo particular, es probable que necesite un par de libreros de aquellos. Y también darle espacio a las editoriales independientes —se supone que lo harán, pero hasta ahora no hay nada— y tratar de diferenciarse de las demás sucursales con libros importados, con algo que sorprenda.
En Argentina, por ejemplo, la espectacularidad de El Ateneo se ha complementado —porque entendieron que Eterna Cadencia, Guadalquivir y varías librerías más se estaban llevando un buen número de lectores más duros— con una serie de actividades que llevan gente a la librería: charlas, conversaciones, presentaciones. Han aprovechado el espacio. Ya no solo es una librería bonita, sino también un lugar donde ocurren cosas.
Es una opción.
Hay que hacer algo con tanto espacio.
No sé bien qué. Aunque sí sé que no tiene que ver con poner en la entrada un piano de cola.