Es penoso para mí, muy penoso declarar que los escritores no han estado a la altura de lo que se espera de ellos en el estallido social chileno.
En la década de 1950, Jean-Paul Sartre escribió un libro llamado La responsabilidad de los intelectuales, en el cual expresa las posiciones de filósofos, historiadores, pensadores, artistas y toda clase de luminarias con respecto a la situación de Francia en la posguerra. En concreto, se refiere a los inmigrantes, al desarrollo creciente de la izquierda gala, al marginamiento de los comunistas de la discusión política, a la guerra de Argelia y a otro conjunto de factores que, por entonces, definían el panorama sociopolítico de su país. Y acuñó la palabra “compromiso” para designar el deber de todo hombre o mujer de letras en relación con la contingencia de ese momento, con la crisis ideológica que se vivía y con la obligación que tenían de tomar partido frente a los hechos que sacudían a su patria. Claro que eran otros tiempos, porque Simone de Beauvoir, Marcel Merleau-Ponty, Jean Paulhan, Simone Weil y muchos más, fuese que participaran en la revista Les temps modernes, fuera que dispararan sus balas de intelecto desde otras esferas, no eran, precisamente, títeres oportunistas, sino genuinos autores, cuyos dichos y hechos sí que importaban en la opinión pública. Más tarde se añadieron Michel Foucault, Jacques Lacan, Jacques Derrida, Gilles Deleuze y otros que, en parte, forjaron el clima moral del París de mayo de 1968. A estas alturas, hablar de tal fenómeno es casi redundante, salvo para afirmar que ese gigantesco alzamiento estuvo, en gran medida, originado en mentes que sabían cómo llegar a las masas.
No he sacado a colación aquellos nombres ni dichos acontecimientos por mi admiración hacia la cultura parisina, sino para efectuar un simple ejercicio de comparación con lo que, en el presente, pasa en Chile. La protesta generalizada, que ya lleva más de cincuenta días, carece y siempre careció de líderes, de auténticos dirigentes con pensamiento claro, de personas que enarbolaran programas comprensibles, y también accesibles, para nuestra población. Y quizá ahí estuvo la gracia, la gloria, la inusitada grandeza de este despertar del letargo en que hemos estado sumidos por tanto tiempo. La espontaneidad del pueblo al reivindicar demandas justas y esenciales para eliminar o, al menos, disminuir las atroces desigualdades que existen entre las clases sociales, es algo que, por lo menos yo, no había visto nunca en mi vida. Ni tampoco lo habían visto mis amigos y amigas que vivieron en la época de la Unidad Popular ni durante las protestas de los años ochenta en contra de la dictadura. Entonces todo poseía la claridad del cristal: cara o sello, blanco o negro entre quienes apoyábamos a Allende y lo mismo se aplica a los luchadores que deseaban librarse de Pinochet.
Sin embargo, la espontaneidad no puede durar eternamente y la misma Rosa Luxemburgo, una de las más grandes representantes del socialismo libertario, si bien la apoyaba con fervor, también reconocía que debía encauzarse por caminos orgánicos, por vías de expresión concretas, en suma, por partidos políticos capaces de organizar a los insurrectos. Huelga decir que, en el Chile de la actualidad, no tenemos una Luxemburgo, un Sartre, un Foucault que nos aclaren un poco la película. En cambio, hay una superabundancia de opinólogos; de figuras de la farándula televisiva; de periodistas que no saben hablar ni menos escribir; de incultos con voz y presencia en los medios cuya ignorancia es ilimitada; de animadores y animadoras que a cada rato nos dicen necias obviedades; de reporteros que transmiten noticias sesgadas o bien acertadas, aun cuando su trabajo sea ignorado por los medios; de “expertos” que solo transmiten cosas incomprensibles o bien caen en el lugar común vergonzoso, en síntesis, se trata de gente que no sabe dónde está parada.
Lo anterior no es fruto de mi propio pensamiento, ya que lo que acabo de manifestar es compartido por personas inteligentes y sensatas de mi edad, por muchachos mucho más jóvenes, por ciudadanos de la calle y hasta por pobladores. Un ejemplo es mi insustituible y querida nana: al principio apoyó todo y ahora no sabe qué diablos creer. Vive en Maipú y tomaba una hora en llegar a mi casa; ahora demora tres horas y media y me cuenta el horror cotidiano que experimenta: todos los supermercados, farmacias, locales comerciales de su sector destruidos y hasta los boliches de barrio arrasados. Su marido, un trabajador de la construcción, quedó cesante a poco de iniciarse las marchas. Esto mismo les pasa a tantas personas que me lo han narrado, que ya perdí la cuenta.
No albergo, desde luego, antipatía alguna hacia los estudiantes, las mujeres, los niños, los obreros, los profesionales y todos cuantos salen todos los días a manifestarse en la vía pública. Y ya dije en una entrevista que el Estado chileno había violado sistemáticamente los derechos humanos debido al accionar de Carabineros, que han torturado, dejado ciegos, mutilado, violado, apremiado y asesinado a una enorme cantidad de personas. La responsabilidad del gobierno es evidente y, tarde o temprano, la salvaje represión debe cesar y los culpables de severos crímenes tendrán que comparecer ante la justicia. De lo contrario, estos gravísimos atropellos quedarán en la impunidad y ya sabemos que Chile posee un largo historial de impunidades.
No obstante, ya estamos en la cuarta semana de ira y, al paso que vamos, podríamos cumplir un año en medio del desbarajuste total. Ni qué decir tiene, ningún territorio nacional puede coexistir en la inestabilidad permanente, en el desequilibrio constante, en el caos día y noche. Tampoco me opongo a quienes sostienen este statu quo, en primer lugar debido a que no los entiendo y en segundo, por mero sentido común. Con todo, algo me indica un factor evidente: se perdió la brújula, nadie sabe en qué vamos a terminar, todos entregan diagnósticos incorrectos o abiertamente disparatados. No mencionaré nombres, si bien me siento en la necesidad de establecer algún nivel, por más precario que sea, de lazos, en la cadena de juicios que comprometen a quienes se hacen presentes por medio de Internet.
Incuestionablemente, las redes sociales han jugado un rol preponderante, quizá decisivo en el levantamiento popular. Quienes recurren a ellas, lo hacen en diversos grados de preparación, conocimientos e ilustración o las usan para derramar odio, resentimiento, frustración. Y en ocasiones, emplean un lenguaje injurioso, obsceno, vejatorio, para no hablar de una escritura ininteligible, plagada de garabatos, palabras sin terminar, simples letras y, por donde se la mire, repleta de faltas de ortografía increíbles, de barbarismos, solecismos y otros errores y horrores gramaticales. Sí, hay algunos y algunas sensatos, moderados, serios, que saben comunicarse por escrito, que incluso alcanzan el lirismo y que están lejos de incitar a la rabia desarticulada, pues, por el contrario, quieren que las condiciones mejoren y no finalicemos en el despeñadero. Aun así, la gran mayoría cae en lo que, para emplear un término suave, es el aborrecimiento puro y duro.
Por lo general, se hacen leer y oír en plataformas digitales como Facebook, Instagram, Twitter y tantas más. Ahí tenemos un abanico infinito de vociferantes de las más extremas layas. Están los periodistas que todos los días, absolutamente todos los días, en oportunidades a cada rato o minuto, entregan noticias alarmantes, se contradicen con otras que dan menos susto o lisa y llanamente vierten lo primero que se les pasa por la cabeza, que casi siempre son necedades: Sebastián Piñera está a punto de renunciar; hay que convocar a una Asamblea Constituyente mañana; las AFP deben nacionalizarse de inmediato; aborto libre, matrimonio igualitario, República mapuche; estatización del agua en el acto; dejación de funciones ipso facto de todos los parlamentarios; dispersión inmediata del cuerpo de Carabineros para formar una policía popular y suma y sigue. Muchos proponen degollar al Primer Mandatario; liquidar a sus ministros; secuestrar a determinados personeros; eliminar a famosos rostros de la caja chica y, claro, las caras de la podrida y corrupta clase política; asaltar retenes, comisarías, regimientos; paralizar indefinidamente a Chile y así, sucesivamente. La repercusión que estos exabruptos pudiesen tener es imposible de precisar, por más que, de seguro, hay cabezas calientes dispuestas a seguir estos nobles propósitos.
Lo preocupante, lo arduo, lo peligroso es la participación de escritores, algunos consagrados, otros no tanto, en este charquicán en que se han convertido los espacios virtuales. Es penoso para mí, muy penoso declarar que no han estado a la altura de lo que se espera de ellos. Unos y otras lanzan consignas maximalistas irrealizables: destruirlo todo para construir de nuevo; remover a cualquiera de las autoridades de cualquier parte; suprimir los Tribunales de Justicia, el Congreso Nacional y el gobierno en su conjunto; abolir las escuelas y colegios privados; aplastar las comunas prósperas; eliminar las clínicas privadas; aniquilar a los “cuicos”; animar a los vándalos, los saqueadores, los que cometen pillajes, en resumen, ni en el frenesí del Terror jacobino ni en los peores delirios bolcheviques encontramos a semejantes radicales.
¿Se arriesgan, salen a la calle, toman parte en los actos que propician? No tengo por norma dármelas de juez ético, por lo que no emitiré opiniones en torno a este espinudo asunto. Pero algo, algo muy profundo me dice que, si se llega a producir una carnicería, una matanza, una masacre, nuestros escritores se hallarán sanos y salvos. Así y todo, un grado de culpabilidad les corresponderá si este alzamiento culmina en un baño de sangre. Como sea, las víctimas no serán ellos ni ellas, sino los de siempre: los pobres, los rotos, los flaites, los desposeídos, los pobladores, los indigentes, vale decir, los sufrientes perpetuos de un ordenamiento inicuo y arbitrario.