Reseña de La parte soñada, de Rodrigo Fresán.
Para quienes seguimos de cerca la obra del escritor argentino Rodrigo Fresán, leer La parte soñada se parece mucho a volver a casa después de un largo viaje. Abrir la puerta e ir de a poco encendiendo luces, reconociendo espacios, asombrándonos de todas las cosas que no recordábamos que teníamos y todo eso que –suspiramos aliviados– sigue ahí.
Y lo que sigue ahí son las referencias a un mundo que se expande y se contrae, sí, como un corazón. Ese que entre latido y latido se detiene, como indeciso de seguir. Y es en esa pausa, nos dice uno de los narradores de esta novela, que está todo: el pasado, el presente y el futuro.
La parte soñada es la segunda entrega de una trilogía que comenzó hace ya tres años con La parte inventada (y que seguirá, dicen por ahí, con la publicación de La parte recordada en un par de años más). Un proyecto magnífico y enorme, de volúmenes inmensos y un recorrido alucinado por la literatura. Sí, porque leer a Fresán es siempre releer. Releer sus referencias y obsesiones bibliográficas, así como también sus temas de siempre.
Porque, una vez más, tenemos a la memoria como esa fascinación todopoderosa (dice el narrador en un momento, sobre el propósito de la novela: «Escribir de memoria y haciendo memoria»). La que se vislumbra en la atención de Fresán siempre puesta en Marcel Proust (desde Esperanto y sus canciones, pasando por Mantra y ese síndrome Combray que le va quitando los recuerdos a uno de sus protagonistas hasta dejarle uno solo) o en Citizen Kane y ese paseo por la memoria que incluye un trineo como el juguete roto que de alguna manera se encarna en Mr. Trip en La parte inventada (ese juguete de un hombre cargando una maleta, que camina siempre hacia atrás). También la familia como esa galaxia y dimensión desconocida, con sus versiones monumentales en el clan de los Mantra (en la novela del mismo nombre) y, en las dos partes de esta trilogía, en los Karma (¿Karmantra?) con su reinado de silencios y excesos en Abracadabra.
Y acá hay un detalle lindo: si en Mantra y Jardines de Kensington el énfasis estaba puesto en la infancia y el ser hijos; en La parte inventada la preocupación es de y por los padres; aquí, en La parte soñada, aparecen por primera vez –al menos con tanta intensidad, y vivos por un rato– los hermanos. Esa relación rara y compleja. La que lleva a competir y traicionarse a la dupla compuesta por Penélope, autora de sagas juveniles y absolutamente poseída por su lectura a muy temprana edad de Cumbres Borrascosas, y su mal hermano escritor, obsesionado con Nabokov (y ahí tenemos otro viaje por su vida, por sus cuentos (uno, también sobre hermanas, “The Vane Sisters”) y, en particular, por una de sus novelas: Transparent things), con la rivalidad con dos escritores faranduleros a los que denomina IKEA, y que masculla todo esto mientras sufre de insomnio (en otra noche larga que recuerda la de la confesión de Peter Hook al joven actor que interpretará al protagonista de su libro, Jimmy Yang, en Jardines de Kensington). Otro personaje que repasa su memoria en la oscuridad, no para echar luz sobre ella sino tal vez todo lo contrario: echar oscuridad sobre la luz de un secreto terrible que se esconde en algún lugar de esos párrafos como bloques que caracterizan la prosa de Fresán.
Ese secreto que puede ser despertado por un teléfono.
Pero volvamos a los hermanos.
Porque no solo son hermanos los protagonistas, como un espejo bizarro (ambos escritores, ambos repasando sus vidas desde un retiro extraño, ambos cargados de culpa por un secreto que no le han dicho a nadie, ambos marcados por unos padres demasiado bellos y demasiado ausentes) sino también una de las referencias literarias más importantes de esta novela. Así, si en La parte inventada teníamos Tender is the night, the F.S.Fitzgerald, como esa manivela que daba cuerda al mundo, y servía de correlato, de homenaje, de inspiración, de fuente de contagio, en La parte soñada está Cumbres Borrascosas, como esa novela imperfectamente perfecta o perfectamente imperfecta que vuelve a Penélope en lectora, alterando su vida para siempre. Como los mejores libros.
Y a esa novela la rodea una historia de hermanos. Las tres hermanas Brontë (Charlotte, Emily y Anne), que escribieron con seudónimos masculinos, que cuando niñas corrían alrededor de la mesa para deshacerse de tanta energía, y su hermano Branwell, que poco y nada brilla, pero ahí está, acompañándolas mientras escriben pequeñas historias para que lean sus soldaditos (otros juguetes para hacer andar al mundo). Y es un gran paseo el que ofrece Fresán: el leer Cumbres Borrascosas, revisitarla, de la mano de su mejor lectora. Y así volver a caminar hasta la puerta de esa casa y dejarse contar la historia de una familia en desgracia por una testigo que lo escuchó todo. Y volver a mirar, desde adentro, o desde el otro lado de la ventana, esa historia de amor huracanado y terrible y lo que hace en la relación entre las hermanas. Y entonces: envidias, muertes tempranas, malos entendidos.
Leer a Fresán es releer porque en sus libros los personajes nunca están solos. O no realmente. Viene cada uno con su carga de libros, su propia y muy personal casa de fantasmas que les permite leer la realidad que les ha tocado vivir (o, como se dice en la novela: “Releer es como ver fantasmas verdaderos. Fantasmas generosos que creen en nosotros”). De aquellos que también, como Catherine, dicen eso de «déjame entrar». Sus personajes son lectores y, como dije en otra reseña sobre la obra de Fresán, quieren a sus libros más que a sus familias, tal vez incluso más que a sí mismos. Son personajes infectados por historias: las propias y las de otros que sienten como propias. Porque al leer tal vez descubran que alguien los escribió mejor de lo que ellos se imaginaban. Porque si se aprenden su novela favorita de memoria tal vez el dolor y la culpa al fin los deje tranquilos.
[Dice el narrador: «Para bien o para mal, los escritores a solas nunca están solos: los acompañan otros escritores también a solas».]
Y las historias que atraviesan La parte soñada son tantas. Como la de un hombre que, en medio de una epidemia que le ha quitado a la humanidad la capacidad para soñar, llamada la Peste Blanca, decide ir a un curioso lugar llamado Onirium a vender sus sueños. O en realidad un solo sueño, el único que le queda: el sueño con Ella. Una mujer «de sus sueños», que aparece una y otra vez en ellos, y que él quiere dejar de ver allí pues sufre de un problema: tiene el poder de que sus sueños no se hagan realidad. Pero también está la historia de Penélope y su hermano escritor, ambos dejados abandonados por sus padres glamorosos que recorren el mundo en un yate y haciendo publicidad mientras sus hijos pasan temporadas más o menos largas con su tío Hey Walrus o sus abuelos de ascendencia rusa. Y estos dos hermanos escritores se encierran a ver pasar sus memorias (las hacen, las fabrican, para luego intentar deshacerlas): ella en una casa de retiro llamada Nuestra señora de nuestra señora de nuestra señora de… y él en una cama hecha de libros. Y también toman apuntes, como la libreta de biji, pequeños pensamientos o anotaciones, en la que se esbozan ideas para cuentos o novelas (como la del espía ruso que sigue al matrimonio Nabokov a todas partes), o máquinas del tiempo que en realidad tal vez no sean sino otra forma de decir Hijo.
Y entre medio de todos estos sueños, volvemos a las ficciones sospechosas de siempre. Esos cameos de nuestros personajes favoritos ahora en otra serie o en otra película. Y vuelven entonces los personajes y lugares de otros libros de Fresán: vuelve a caer al agua, una y otra vez, la terrorista de las piscinas, y vuelve el colegio de Martín Mantra y su foto de curso, y las grabaciones de los Beatles, y los episodios de La Dimensión Desconocida e incluso las canciones de Anorexia y sus flaquitas. Para no olvidar la postal de turno, el Wish you were here, desde Canciones Tristes, la ciudad capital dislocada de los libros de este autor argentino, también conocida como Sad Songs, Chansons Tristes, Rancheras Nostálgicas y, en esta nueva novela, Cánticos sombríos.
Casi al llegar al final de esta novela, el narrador afirma que la memoria se compone de tres partes: la parte inventada, la parte soñada y la parte recordada. Rodrigo Fresán ha logrado, con estas primeras dos entregas, algo inmenso: una historia que trae tras de sí esa ola enorme que es la literatura, las películas, las canciones, esas Variaciones Goldberg que nos hacen sentir en casa, esas ficciones que nos transforman para siempre (y dice el narrador: «Un libro que era todos los libros que ese libro podía llegar a ser». Y también: «El libro trataba sobre el leer y el escribir. Sobre los modales cada vez más infames y enfermizos del leer y el escribir»). Una reflexión, llena de fuerza y belleza, un Huracán Heathcliff, acerca de la importancia de los sueños para mantener el mundo a flote, de todas esas formas en las que la literatura sueña, nos deja sin poder cerrar los ojos o a veces, porqué no, ayuda a volver nuestros sueños realidad. Todo contado por un narrador insomne, ese que se queda para contarla, aunque sea desde una habitación en un edificio en llamas.
Quiero terminar este comentario diciendo que los libros, nuestros libros favoritos, son el hogar al que siempre volvemos (y “vuelta” es una palabra tan rara: es regreso y fin de viaje pero también volver a girar). Pero la obra de Fresán demuestra lo contrario: si bien puede ser casa, puede ser refugio, a veces las casas también son carnívoras, como la de Cumbres Borrascosas o arden en llamas hasta consumirse. Y entonces tal vez los mejores libros no sean esos a los que nos llevan los zapatos (rojo rubí en la película, de plata en la novela) cuando decimos eso de «No hay lugar como el hogar» sino aquellos que nos sorprenden y transforman convirtiéndose en Kansas, Oz, y el tornado (números musicales y paso al technicolor incluidos) todo al mismo tiempo. Como esa canción favorita del insomnio: “All together now”. Como una caminata larga que no queremos que se acabe nunca.