Cuentos De este cuento nació Canciones punk para señoritas autodestructivas (Mejor Obra Literaria 2012, categoría Cuento), el libro de relatos de Daniel Hidalgo aparecido en 2011 por Das Kapital. Se trata de un b-side del libro. El Punza debería ser parte de nuestra cultura, debería tener su estatua en medio de una plaza de […]
Cuentos
De este cuento nació Canciones punk para señoritas autodestructivas (Mejor Obra Literaria 2012, categoría Cuento), el libro de relatos de Daniel Hidalgo aparecido en 2011 por Das Kapital. Se trata de un b-side del libro.
El Punza debería ser parte de nuestra cultura, debería tener su estatua en medio de una plaza de vagabundos, o mejor: su imagen debería estar stencileada afuera de todo supermercado o edificio de gobierno. Dicen que el Punza no tuvo infancia: nunca fue niño, siempre fue punk. Había llegado de Perú, como a los dieciséis años, a Arica y luego partió a Santiago. Allí convivió con los punkis más reventados de Maipú, y habitaba las calles, pidiendo monedas a personas que lo miraban espantadas o que, a veces, lo atacaban con chuchadas de todo tipo. Él entendía que pertenecía a una subdivisión muy extraña e incomprendida de la humanidad —no solo agredido por ser punki, sino que además por su color de piel y el acento peruano que no supo enlodar con sus años en Chile—, así es que nunca respondió a esos insultos, ni se sintió mal por quienes, ofendidos, miraban detenidamente su raquítica silueta de metro cincuenta, su extraña cabeza con cicatrices y su cabello largo y sucio —rapado tras las orejas y en la nuca—, sus ajustados jeans negros, sus bototos de milico rotos, su kasaca de kuero con el parche de los Exploited en la espalda que le había hecho la única mina que amó en la vida: Madonna Laura, o simplemente Laura. A quien siguió hasta Valparaíso, Imperio de Perros Hediondos con Sarna. Estaba casi cegado por esa loca, aunque siempre supo que Laura no lo amaba ni lo amaría nunca en su puta vida. El corazón de esta Madonna Laura no palpitaba. Supo, de igual forma, que Laura pensaba en él como pensaba en cualquier otro. No era fea, también era punk.
El Punza me contó que en su infancia, ella había pertenecido a una familia burguesita, creo que su padre había tenido un cargo político o algo así. Se escapó de casa un día. Llegó a la calle a vivir con unos punkis en una plaza en la que se emborrachaban y tenían sexo sin culpa. Fue por esos días que se cambió el nombre a Madonna Laura, como la mina que había vuelto más loco y desesperado al poeta Francesco Petrarca: Maldita Laura Sin Sentimientos. Nadie supo nunca su antiguo nombre, el que salía en el carnet que había perdido hace años. Y se hizo punk. Laura era una mina callada, pálida, pelo originalmente rubio, pero que gracias a las tinturas o a las témperas, lo llevaba azul o verde o qué se yo, nunca reía, vivía alcoholizada y se enredaba con un tipo distinto cada semana casi por deporte. Uno de ellos fue el Punza. Claro que, mientras los otros tipos desaparecían de su vida de la misma forma en que llegaban, el Punza se mantuvo siempre a su lado. Era una amistad con calidad de romance podrido. El Punza nunca le criticó el que tuviera otros hombres. Ella había sido violada varias veces, aunque solo recordaba tres y se jactaba a menudo de no haberse enamorado nunca. El problema de Laura empezó cuando se metió con Destroyer, una especie de líder entre los punkis de Santiago Centro. El Destroyer tenía a su polola y esta se enteró de la aventura de su hombre con Laura y, junto con otras minas amazónicas, fue a encarar a la pendeja, la otra, la huevona. Todo empezó con ofensas y gritos de distintas clases, hasta que la mujer del Destroyer y Laura se agarraron de las mechas, se escupieron, se abofetearon, y entre todo ese espectáculo de violencia, a la vista de todos, Laura sacó como pudo un destornillador que guardaba en su chaqueta y lo clavó en pleno ojo de su rival. Dicen que el rostro de la mina sangraba como en la peor película de cine b, que no podía sacarse el destornillador del ojo, que la tuvieron que ayudar, y que dejó toda la calle vomitada de un rojo punk, como trazando un mapa de amor desquiciado. Salió en los diarios pero Laura ya estaba en el puerto cuando lo leyó en los titulares, en un día de no muchas noticias.
Así llegó el Punza a Valparaíso, Imperio de Perros Hediondos con Sarna. Convenció a Laura de que escaparan juntos, y vivía con ella en distintas okupas, en bancos de plaza, o a la orilla de las vías del tren. Todo hasta aquel día funesto. Laura estaba borracha. Llegó donde Punza, quien se dormía tarareando una canción de los Flema. La mina le gritó, le golpeó, le marcó la cara con sus uñas y desapareció como Batman cuando habla con el paco viejo de bigotes. El Punza estuvo preocupado por dos días. Ella siempre se largaba pero regresaba como un perro vagabundo, y él ya estaba acostumbrado, pero esta vez tenía el presentimiento fatal de que nada bueno había pasado: ella no se había perdido con algún tipo ni la habían llevado a la comisaría. Los otros punkis se lo dijeron clarito, clarito: la Laura se tiró de la Piedra Feliz. La Piedra Feliz era una roca gigantesca ubicada camino a la playa Las Torpederas, pero hace como veinte años la dinamitaron. Todos los desilusionados acudían a ella para poner fin a sus vidas. Desde hace tiempo que nadie saltaba de ahí: la Piedra Feliz ya no mataba a nadie. Laura fue un caso particular, acudió en la noche, alcoholizada, drogada y desesperada. Murió ahogada, de guata sobre el mar, su cuerpito flaquito y patético quedó flotando y siguiendo el pogo de las olas.
Fue el final para el Punza. A los veinticuatro años se aburrió de ser Punk. Se sacó el cuero, igual que una kulebra, botó todo alfiler de gancho, puntas de metal o cadenas y dejó el alcohol, la vida en las calles y de fumar yerba y pasta. Quería volver a su nombre original, pero no lo recordaba y como todos lo llamaban Punza, lo mantuvo. Una vez fui al lugar donde vivía y le pregunté por el mito sobre su infancia. Abrió un cajón y buscó una bolsa de género muy vieja y sucia. De su interior sacó una chaqueta de cuero muy pequeña, de niño, con puntas y cadenas. Respiró su olor, aplastándola contra su cara. La puso en su pecho y me contó que fue su primera prenda de vestir. También sacó una foto muy antigua y arrugada. La imagen era una figura de cabro de aproximadamente seis años con un mohicano estrafalario, ropa punk y una botella de kopete en la mano. Pero no era un niño —a pesar de varios rasgos que podrían indicar lo contrario—, era un punk. Fue extraño que la muerte de Laura no lo matara a él también. Decidió continuar con su vida o, mejor dicho, cambiar su vida. Buscó donde vivir y un trabajo honesto: vendedor de la mejor hierba de todo el puto Valpo.