Siempre me he sentido en casa viendo Gilmore Girls. Porque allí la lectura es una actividad cotidiana, y las referencias a los libros se mezclan con los chistes o las conversaciones dramáticas. Mientras en las teleseries y series chilenas creo nunca haber visto a alguien leyendo.
El viernes pasado volvió Gilmore Girls. A Netflix esta vez y en cuatro capítulos largos. La serie de los diálogos veloces y atolondrados, de las poptarts y el café, del pueblo pequeño y sus anécdotas ridículas. La de las referencias nerd.
Esa. Volvió.
La serie, también, de los libros. De los muchos que llevaba Rory en su mochila cuando estudiaba en Chilton. De los que leía en Yale. Y, en esta nueva temporada, claro, también volvieron algunos. Como Wild, de Cheryl Strayed, que lee Lorelai junto a la piscina y que luego la lleva a querer hacer lo del Pacific Crest Trail.
La infección de la ficción.
Libros en pantalla.
Tal vez por eso siempre me he sentido en casa, viendo Gilmore Girls. Porque allí la lectura es una actividad cotidiana, y las referencias a los libros se mezclan con los chistes o las conversaciones dramáticas. Mientras en las teleseries y series chilenas creo nunca haber visto a alguien leyendo. Piénsenlo un poco: ¿cuándo fue la última vez que vieron a alguien leyendo en pantalla? Así como hay escenas de personajes haciendo deporte, o viendo televisión, o enviando mensajes por teléfono, como un efecto de «realidad»: ¿por qué nunca hay nadie leyendo? Los libros aparecen solo cuando algún personaje es profesor, o escritor. Nunca la lectura como una actividad de todos los días, o tan cotidiana para mucha gente como salir a hacer deporte o ir a comprar al supermercado (que sí tienen cabida).
En Orange is the new black también hay muchísimos libros en pantalla. Red, por ejemplo, lee Bird by bird, en voz alta, en la última temporada de la serie. También se la ve con We are completely beyond ourselves de Karen Joy Fowler. Hay más, por cierto. Hay páginas web con el listado de libros que se pueden ver en esta serie, o en Gilmore Girls (339 contados hasta que apareció la nueva temporada) y otras. Y vuelvo a la pregunta de antes: si hacemos un inventario de todos los libros y escenas de lectura que aparecen en la televisión chilena: ¿con qué nos quedamos? ¿Da para una lista?
Cada cierto tiempo se vuelve a la discusión —aunque discusión es tal vez una palabra demasiado grande— acerca de los libros de papel y los electrónicos (aunque yo pongo mis fichas en los audiolibros) y tal vez podría ser bueno mirar esas otras pantallas. No las del Kindle, o el programa para leer que tengamos en nuestros teléfonos o computadoras, sino las de la televisión y el cine nacional. Cuando aparecen las quejas de porqué la gente no lee, porqué no revisar también el lugar de los libros en los medios, en esas ficciones que consumimos. En esas series que hablan de romance y de familias, por supuesto, mostrar los libros y la lectura como una actividad diaria, que no se da solo en bibliotecas y universidades.
Me gustaría mucho ver esos libros de los que hablamos en redes sociales, que se comentan o comentamos en páginas web o suplementos culturales, en los veladores de los personajes de nuestras series y películas. Ver los libros de Bolaño (que sí aparecen en películas gringas como Liberal Arts, por ejemplo), los cuentos de Paulina Flores, El nervio óptico de María Gainza, La dimensión desconocida de Nona Fernández, o las cartas de María José Viera-Gallo y Maorí Pérez. Todos esos libros que se leen y comentan fuera de pantalla, verlos, alguna vez, dentro de ellas.
Ayer fui a ver La Llegada (Arrival) y fue refrescante observar cómo el problema de una invasión alienígena se miraba desde el punto de vista de la comunicación, de la traducción, del lenguaje. Más que armas o viajes en el tiempo, más que seres viscosos, el problema serio de poder encontrar un lenguaje en común. Y que nos salve la traducción y no algún macho envalentonado que se vaya a insertar a lo kamikaze contra una nave extraña. Como los libros que se mueven en la biblioteca de Interestellar o el libro que escribe Amy Adams en Arrival, una literatura que tenga cabida (y, sí, por qué no: espacio) en todas partes.