En medio de una de las recientes revoluciones estudiantiles, la esquina de Providencia con Pedro de Valdivia era uno de tantos recordatorios de que algo importante estaba ocurriendo con los más jóvenes.
Era una de las recientes revoluciones estudiantiles en Chile, que nos atravesó por más desinformados que estuviéramos. El Liceo 7 quedaba a mi paso un día, y entré por la buena voluntad de las chicas, quienes conversaron conmigo y me dejaron husmear de sala en sala durante alrededor de dos meses. La esquina de Providencia con Pedro de Valdivia era uno de tantos recordatorios de que algo importante estaba ocurriendo con los más jóvenes. Nada nuevo bajo el sol, pero sí había cobrado incuestionable fuerza, desestabilizándonos aparentemente a todos.
En la zona comercial más concurrida de Santiago hay una esquina llena de púas, como enorme erizo metálico. Plateadas, negras, con manchas de madera aquí y allá. En la entrada dice «Liceo 7: alcanzamos la excelencia académica».
Han pasado tres meses desde que la toma se instaló por completo, con unas trescientas chicas adolescentes habitando día a día este espacio destinado antes a tan distintas tareas. El liceo se ha convertido en un personaje, incluso de cierta manera en un ser vivo. Adentro sucede una rutina de reclusión voluntaria opuesta a la vida cotidiana al otro lado de la reja, donde sólo se escucha el guitarrista de blues dueño de un kiosco y su perro vagabundo tocando con sus amigos a todo volumen. Entre las salas deshabitadas, plantas creciendo a la buena de la naturaleza y unas tranquilas palomas, todos los días se hacen reuniones con gente que quiere ayudar de alguna forma. Al final, la mayoría no lo hace jamás, pero a ellas no parece importarles en absoluto. Hay algunas que están adentro siempre. Hablan de lo que piensan con soltura y a la vez una propiedad académica muy cuidada.
Las paredes también hablan. Salas tras salas de espacios cargados de silencio, con ruidos que vienen de otros lugares. Ahí es posible escuchar cómo suavemente se mueve una mesa o una silla choca con otra. Se oyen pasos donde no los hay, voces, y tacones caminando por los pasillos. Muchas escépticas se convirtieron en médiums acá, y ya habían asumido por completo la presencia de algo que ellas no alcanzaban a dimensionar. Corrían rumores. Que el lugar fue un orfanato hace mucho e incalculable tiempo. Que antes de ser construido un incendio arrasó con vidas. Que había quedado cargado por una energía contenida, igual a la que ellas vivieron mientras eran alumnas. Todas las teorías circulaban completamente fuera del marco de lo histórico en cualquier sentido comprobable y quizás por eso eran narraciones que funcionaban. Desde hacía tiempo que la historia oficial había sido exiliada del Liceo.
Sentada en una banca al margen de la cancha, Alina dice que va y vuelve, y dando la espalda se aleja peinando su pelo largo, oscuro y brillante que se lava cotidianamente en el baño de su casa. Tiene dieciséis años y está agotada. Su trabajo de “vicepresidenta” de la toma no es cosa de niños, ni de casi ningún adulto. Le gusta el orden, las jornadas claras y definidas, la limpieza. Difícil esperar esto de una veintena de mujeres entre los quince y dieciocho años que son libres por primera vez en sus vidas. En un comienzo se había dicho que no dormirían hombres y se quedaría afuera el alcohol, ahora, el otro día hasta le ofrecieron un pito. Ya nada podía hacer, pese a la gran y sólida estructura que ella veía posible. Va diciendo esto mientras se aleja de Lali y esta ríe mientras recuerda en voz alta cuán diferentes son. Por lo menos en la Alina sí creo porque la verdad he dejado de creer en la mayoría de las chiquillas, dice y deja de reír.
Lali se queda mirando al fondo de la cancha, sentada en una banca a la que le da el sol. Tiene dieciocho años, va en cuarto y al igual que todas sus compañeras ha llegado con un promedio superior a 6,5 a esa escuela. Su pelo también es oscuro y largo, pero ella nunca se lo peina y lo trae como amazona. Es extremadamente flaca, como si una brisa pudiera llevársela volando, se viste como gitana y parece una hippie que lo pasa bien todo el día, pues siempre se ríe y parece más tranquila que el resto. Le duele una cadera que tiene mala, cada cierto tiempo se la soba.
Bueno ¿en qué estaba?, dice agarrándose la cabeza. Decía que tal vez todo partió para mí el año pasado. Siempre me ha interesado el medio ambiente y lo social, y empecé a ir a las asambleas políticas. Fue poco después que en el colegio hicimos una huerta y me empezaron a invitar. Cuando comencé a ir me dio miedo porque manejaban mucha información. Primero iba muy de oyente, los observaba. Cómo se sentaban, lo que decían, todo estaba manejado y era demasiado chistoso, aunque para la mayoría era muy fome porque las reuniones duraban de tres a cuatro horas.
Luego fui con los de Juventud Miguel Rodríguez, las juventudes del MIR. Quería saber más pero me di cuenta que eran muy partidistas y jerárquicos. Las chiquillas querían que yo fuera presidenta. Ya cachaba que esto de la toma se venía, todos se estaban organizando. Además estaba absolutamente planeado en la Concertación con la Camila Vallejo, otra partidista. Llegó fin de año y habíamos ganado el centro de alumnos con un 87% versus la dirección, eso hizo que más nos interesáramos porque se enteraran de estos cambios políticos. Éramos como veinte en el centro, yo iba a ser vice y la Sasu no quiso, entonces yo asumí. No me arrepiento, pero tampoco lo volvería a hacer. No me gusta tener que decidir por nadie.
En mayo comenzaron los ratones. Nunca quise que los mataran, era un tema de dirección porque se estaba pasando a llevar a todas. Lo único que les interesa es que paguen y tratan mal a las que son más humildes. Cuando se hizo el paro vimos que si bien el liceo no tenía formación política, ellos podían ver que sí teníamos poder de participación. Nunca me gustaron los que se asumen dirigentes. Fuimos llevando el movimiento a los lugares más periféricos porque los movimientos no se construyen desde partidos o grupos sino desde afuera. Invitábamos compañeras a las asambleas para que conocieran más posibilidades, pero la mayoría sólo pensaban en sí mismas, como ahora. Me había salido del cole a fines del 2010. Era la máxima expresión de lo más político en el liceo y, las que más reclamaban porque no se hacía toma, nunca se aparecieron a la hora de los hechos.
Convocamos a las chicas para una votación y la directora llegó a echarnos, diciendo que le habíamos faltado al respeto. Yo se la regresé. Se puso a llorar y se fue. Ella era la que nos faltaba al respeto, se lo grité mucho. Una vez me encerraron por lo de las ratas para quejarse de que salieron en los medios. La vieja me empezó a agarrar y zaranderar. Me fui corriendo, me encerré en el baño a llorar. Luego me pidió perdón.
Era lunes cuando comenzó y el martes las cacharon unos pacos. Yo no vine hasta después, me dolía la cabeza y estaba cagada de miedo. Estuvimos toda la primera semana en una ocupación cultural. Todos los viernes hubo votaciones para ver si seguíamos y los pacos no entendían nada.
Fue muy liberador no tener que ver más a tanta gente con malas pulgas. La mayoría de los profesores son unas personas cuadradas e imposibles de llevar a cualquier debate. Las diferentes son Serra, que hace historia, y Evita que enseña tecnología. Ambas están enfermas, una de ellas terminal. Antes que las amenazaran laboralmente nos traían comida y cosas ricas, conversaban con nosotras, nos contaban lo que pasaba desde el otro punto de vista —una de ellas hace clases en un colegio cuico— y nos invitaban a su casa. Son muy buenas profes.
Me fui de la casa. Mi familia no entiende ni con el tiempo. Mi mamá es muy conservadora y conformista y mi papá es de la fuerza aérea, milico. No quiero volver. La otra vez a mi hermano chico lo retaron porque yo estaba «metiéndole ideas en la cabeza». Antes habría peleado, ahora los escucho. Por contradicción yo creo que empecé a pensar de esta otra forma. Yo era pokemona pero me di cuenta que no me gustaba ir y sacarme la ropa con mis amigas.
Las primeras noches, teníamos pacos afuera que nos tiraban piedras. Al comienzo estaba asustada y mandaba mucho, pero luego lo fui dejando de hacer porque no me gusta que nadie me mande. Siento que aquí no me dicen las cosas. A la Alina le gusta la estructura y yo sólo quería desjerarquizar, no creo en gobernar, creo que la gente tiene la capacidad de organizarse pero al final ellas siempre venían a preguntarme las cosas. Siento que me cuesta mucho escuchar a los demás. Hablo mucho. Yo espero que las chiquillas me vean como un igual, pero a veces creo demasiado que yo tengo la razón. No me gustaría volver a ser presidenta de nada, sino una persona que cree en los cambios. Me he estado desligando de la toma, estoy muy cansada. Los caminos son infinitos.