Liceo 7: Territorios femeninos

por · Octubre de 2014

En medio de una de las recientes revoluciones estudiantiles, la esquina de Providencia con Pedro de Valdivia era uno de tantos recordatorios de que algo importante estaba ocurriendo con los más jóvenes.

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Era una de las recientes revoluciones estudiantiles en Chile, que nos atravesó por más desinformados que estuviéramos. El Liceo 7 quedaba a mi paso un día, y entré por la buena voluntad de las chicas, quienes conversaron conmigo y me dejaron husmear de sala en sala durante alrededor de dos meses. La esquina de Providencia con Pedro de Valdivia era uno de tantos recordatorios de que algo importante estaba ocurriendo con los más jóvenes. Nada nuevo bajo el sol, pero sí había cobrado incuestionable fuerza, desestabilizándonos aparentemente a todos.

V

La entrada del liceo sigue cubierta de sillas que asoman sus patas tiesas entre las rejas, una sinfonía de grises metálicos con puntos de colores donde fueron pegando chicles ahora petrificados. El Amarillo entra y sale de la puerta, ladrando como loco, porque ese día está particularmente transitado y no falta el señor que se acerca a decir que dejen de perder el tiempo, que cuiden su escuela, que se pongan a estudiar, que agradezcan lo que tienen porque más tarde van a arrepentirse. Miren qué sucio está todo ahí dentro, dice una mujer asomando su cabeza y alguien que no es de la toma ni del liceo le responde que ayude entonces a las chiquillas en vez de criticarlas pues ya demasiado trabajo tienen. Antes de irse esa mujer se queda mirando la enorme fotografía que cuelga mirando hacia la calle, desde donde cualquier transeúnte puede apreciarla. Aparece en esa foto una de las chicas y abajo dice «Alumnos problema», mas unas palabras de ella. Luego, en letras lo bastante grandes para que no pase desapercibido, la firma de un artista. Esta es parte de una obra que también puede encontrarse en la entrada del Bar The Clinic, pero en ese caso con la foto y cita de un joven del Liceo Lastarria. Ambos miran al espectador de frente, con ojos tranquilos pero firmes.

A las chicas se les frunce la cara cuando alguien menciona ese pendón en la entrada de su liceo. Guardan silencio, ponen los ojos en blanco y toman aire como para evitar un estallido de furia. Esa obra hizo que lo pasaran muy mal, tanto que no quieren volver a sentir el amargo sabor de boca. Hay que insistirles para que cuenten qué fue lo que ocurrió y porqué les causa tanto desagrado. De todas formas sus palabras son precavidas. No quieren hablar demasiado del tema y, a diferencia de conversaciones con ellas en las que no temen irse por las ramas y salpimentarlas con todo tipo de chistes y aspavientos, en este caso cuentan rápido lo que ocurrió y cambian el tema.

Vino un tipo que entró a la toma y nos dijo soy un artista muy importante, cuenta una de ellas. Con actitud de que iba a hacernos un favor explicó que quería crear una obra de arte sobre la revolución estudiantil, que nos iba a servir mucho y que para eso necesitaría tomar unas fotos. Le dijimos que sí, hizo lo suyo y al poco tiempo nos vinimos a enterar de un reportaje que salió en LUN, donde lo entrevistaban. Él habló de sí mismo y cuando le preguntaron porqué había elegido a esa estudiante en particular para retratarla respondió que lo hizo porque era lejos la más sensual. Nosotras nos apestamos con esa actitud, además nos instaló la foto en la entrada del liceo.

Sin embargo, nadie la sacó de ahí.

La chica retratada es Cristina. Al igual que Alina ella es muy joven, apenas dieciséis años, y aunque no está entre las dirigentas es de las más comprometidas. Por eso, ahora que solo queda un puñado de alumnas aguantando la toma, ella sigue aquí, cada día sin interrupción. Cuando el liceo parece estar vacío, porque todas andan en sus piezas ya que no hay una reunión ni horas de trabajo, se la puede encontrar en la cocina. Es la única que sabe cocinar, y lo hace muy bien. Esta vez prepara unos tallarines con salsas de dos sabores, muy sazonadas. Lo que más les hace falta, dice, son frutas y verduras, porque se echan a perder rápido y a todas se les olvida comprarlas. En cambio tienen muchas latas o cosas empaquetadas que ella hace rendir sacándoles sabor como con esa receta. Ella definitivamente no quiere tocar el tema de la fotografía, si se le pregunta por el pendón hace un gesto con la mano como si cambiara la página de un libro frente a su cara y se concentra aun más en el ajo que está picando finamente.

Es cierto que Cristina es sensual, para qué mentir, pero a ninguna puede parecerle motivo suficiente cuando se cuelga una pancarta que intenta representar a la revolución estudiantil. Piensan que en este caso sería más apropiado elegirla porque es la cocinera del grupo, por ejemplo, porque a diario trabaja en todos los compromisos de la toma, porque es de las pocas que se lleva bien con todas y no se ha peleado, porque es criada por su abuela y viene de una familia políticamente activa. En fin, podrían elegirse varios motivos que la harían un caso interesante antes que ser retratada antes que por su sensualidad. Esto sin mencionar que un hombre de mediana edad hable así públicamente de una estudiante que aun no es completamente mujer.

Cristina quiere ser actriz, pero le parece raro aprender eso en una universidad si tan bien lo puedes practicar en la calle y en todo momento. Se arregla el mechón de pelo que se le viene a la frente a cada rato. Lo lleva suelto y corpulento, como esos anuncios antiguos en que las modelos parecen haber estado mucho tiempo bajo un casco secador. Su voz es ronca y suave, pronunciando lento las palabras. Sus labios carnosos y su cuerpo torneado, bajita. Siempre llama a la gente por el nombre, aunque los conozca desde el día anterior, y los mira a los ojos, con una mano en la cintura. Aunque es una de las más jóvenes en la toma se comporta como una mujer adulta. Es de las que han resistido ahí de principio a fin, aunque no participa de la directiva fantasma ni de otro signo de autoridad. Ella podría apoyar a la toma de otras formas sin dejar de dormir en su casa pero en cambio sigue ahí, como una roca, igual que sus compañeras. Mientras que cocina pasta para todos van llegando alumnas e invitados, son chicos de la misma edad, inquietos y ardientes. Las parejas se besan con furia mientras esperan la comida.

La cocina es un lugar al que solo se puede llegar luego de indicaciones precisas. No porque las jóvenes la mantengan escondida, pero por alguna razón a este cuarto destinado al sustento diario se le ha asignado un lugar sin protagonismo y queda chico, arrinconado, en el extremo del liceo, con su ventana dando a una pared de cemento gris. Casi siempre la puerta está abierta, de lo contrario sería prácticamente imposible dar con él.

Territorio históricamente gobernado por las mujeres, mismas que están ahora ocupando un espacio por la fuerza. Quizás muchas a lo largo de los tiempos ocuparon la cocina por una demanda externa a ellas, roles que hay que cumplir, familias que deben ser alimentadas, hombres que satisfacer. Pero muchas otras debieron notar cómo en ese espacio surgía una sensación embriagante por completo desconocida para ellas: el poder. Y como tal vez una toma no es por definición tarea de mujeres, la cocina ha quedado así de arrinconada, sin los privilegios del liceo con sus espacios amplios, jardines y luz, pegado a un edificio con los vecinos siempre vigilantes en sus departamentos. Entre la pared de cemento y la cocina hay una especie de pasillo no muy ancho, pero es suficiente como para improvisar una mesa larga y salir a respirar de los árboles ancianos que también miran tras ese muro, recordando el tiempo en que compartían un mismo territorio con el otro árbol viejo que da la bienvenida al visitante cada vez que entra al Liceo.

La razón por la que decidieron instalar ahí la cocina no es clara, pero el hecho es que a duras penas caben tres personas trabajando. Eso no importa ya que Cristina lo hace todo, se auto declara gozadora al cocinar. Cuenta mientras continúa picando los ajos —todo es más rico con ajo, dice— que vive con su abuela en Maipú. Ella era de familia revolucionaria por lo cual había perdido bastantes queridos en esa maraña de conflictos y quedó asustada. Pero luego vio los motivos por los que su nieta lo hacía y la apoyó.

Las alumnas en la toma no saben cocinar y no les interesa, iguales a las primeras feministas tan caricaturizadas hoy en día, esas de los años sesenta que se arrancaban el delantal y tiraban la escoba sobre la cabeza del opresor. Pero estas jóvenes no han permanecido afuera de los mal llamados territorios femeninos, porque en la toma vuelven a ellos forzosamente. Por primera vez hacen aseo, sacan la basura y reciben instrucciones para ayudar a Cristina en los tallarines con crema y champiñones.

Mientras revisa el agua hirviendo para echarle sal y algunas pocas especies perdidas en los estantes de la despensa, revuelve las dos salsas que también hierven a fuego bajo, una blanca y la otra roja, y habla de lo que están haciendo ahí. Parece más grande en este escenario. Afuera, donde se la ve en los patios con una sonrisa confiada y sus shorts cortísimos, es una de las mujeres que siempre circulan por aquí y su íntima proximidad con gente como Lali o Alina la disminuye en apariencia. Sus comentarios no serán tan agudos cada vez que dice algo y no abunda en sus palabras la permanente consciencia política mas sin duda ella es considerada por todas como una pieza elemental. Uno de tantos motivos a favor de este hecho deben ser sus manos magas de cocinera.

Cuando prepara la comida para las casi veinte que han decidido visitar el liceo, ese sábado a medio día su expresión se llena de serenidad y su voz es más penetrante aun, dejando caer la conversación de a poco como si se tratara de un ingrediente más dentro de la salsa. Uno que tuviera que ir mezclándose con los otros elementos hasta llegar a constituir esa unidad de diferencias, donde cada una viene a sumarse a la otra en pos de estimular sus mutuos dones.

Revuelve la pasta para que no se pegue, difícil tarea ya que es mucha cantidad en una olla no lo suficientemente grande, contando cómo en el colegio enseñan habilidades intelectuales pero no a limpiar, cocinar, y nada sobre el sistema político. Yo antes de la toma no sabía nada, dice. He aprendido mucho y en un sistema en que está predestinada tu vida al nacer. Me emociona. Me siento físicamente desgastada, pero es un desgaste que vale la pena porque si no te meten el dedo en la boca. Una escuela debe medir tus habilidades. ¿Qué historia se enseña? Lo que le conviene al gobierno, obvio. Nos hacen nacionalistas, pierdo doce años de mi vida. Siempre va a existir desigualdad, pero no es necesaria tanta, y sí todos debemos tener las mismas oportunidades. Es una esclavitud pero económica. Mi abuelita se llama María, vivo con ella porque mi mamá está en el norte. Al hermano de ella lo mataron en la dictadura, entonces ella tiene mucho miedo pero yo le digo que no lo puedo dejar por eso, hay que enseñar además a no tener miedo. En mi familia todos han sido luchadores. Salvador Latorre fue el tatarabuelo de mi abuela, en la guerra del pacífico. A mí me parece que solo lo hizo por plata así que no estoy de acuerdo, pero igual uno no puede ir a pelear asustado. Me he fortalecido, entonces esto sirve para la vida.

La mesa está lista. Todos aplauden para que Cristina haga una reverencia. Se sientan como una gran familia, el cansancio y los problemas desaparecen.

Providencia

Liceo 7.

Liceo 7: Territorios femeninos

Sobre el autor:

Rocío Casas Bulnes es literata de profesión e investigadora con estudios en la historia del arte. Es autora de El hombre de siempre. Shakespeare en el cine de Woody Allen (2014), publicado por Hueders.

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