«Somos una mierda de especie, reflexioné montando un poco de arrollado con grasa sobre un pedazo de marraqueta».
El domingo fui al Cementerio General y no encontré la tumba de mi abuelo. Lo último que recordaba es que era por alguno de los blocks parecidos a Bajos de Mena de la parte cumeitor del cementerio. Apretujado, el pobre viejo, que ni conocí, más encima compartiendo nicho con otro viejo y otra vieja que tampoco conocí. Llamé a mi papá. Tampoco se acordaba. Una mierda.
Nunca voy al cementerio y ahora que andaba por ahí, acompañando a la Gloria —que sí se acuerda de la ubicación exacta de todas las tumbas de sus familiares—, se me ocurrió visitar a mi abuelo. Sin flores. Cagado de calor. La verdad sólo necesitaba mirar mi apellido grabado en una lápida. Es bueno ese ejercicio —también funciona con fechas de nacimiento iguales a la tuya—. Te hace ver cosas. Primero te ves ahí dentro, convertido en huesitos y es triste. Pero al instante dejas de pensar en la muerte, le das un beso a tu chiquilla y te concentras en algo bueno que podrías hacer. Algo que te va a matar, a la larga, de todas formas. Entonces pensé en arrollado de chancho y schop.
Cruzamos al bar El Quitapenas y pedí arrollado con chilena. Así se dice: chilena. También se dice se cancela, cuando pagas el colectivo… Bueno, pedí arrollado con chilena y la Gloria, preocupada por el tamaño de su papada, pidió reineta frita también con chilena.
Conmovido ahora con el arrollado y el cementerio enfrente, recordé a mi abuelo en silencio. En realidad, recordé las cosas que he escuchado sobre él: que murió a los 47 años, que tenía un restorán, que preparaba huevo a la peruana y una respetable cazuela de pollo; que recibía narcos de poca monta en el restorán —en los días en que el desayuno era cocaína en platos de té—; que se tiraba a las bailarinas de la boite que además administraba y que vestía de traje y humita; que comía interiores de animales en exceso; que tuvo bastante dinero, pero que lo perdió todo en dictadura, la misma que terminaron apoyando sus hijos.
Murió flaco. No recuerdo de qué, pero flaco. Y ahora nadie se acuerda dónde cresta está su tumba.
Somos una mierda de especie, reflexioné mientras montaba un poco de arrollado con grasa sobre un pedazo de marraqueta y lo bañaba en pebre ácido. Somos una mierda de especie, me repetía, mientras masticaba y me forraba el paladar con grasa de chancho. Pero mientras sepamos seleccionar y dividir las carnes de un cerdo, aliñarlas, hervirlas y ponerlas en un plato cerca de un pocillo de pan y pebre, todo estará bien. «Hay cosas que no cambian», diría mi abuelo que no conocí, con la nariz empolvada de jale. Y estaría orgulloso. Aunque nadie se acuerde dónde mierda esté enterrado.
El Quitapenas
Recoleta 1485, Recoleta