La última revista Dossier de la Facultad de Comunicación y Letras de la UDP incluye un anexo de «secretos de familia», ese vínculo que no escogemos: nos escoge a nosotros. Lo siguiente es el croquis de la escritora argentina Mariana Enriquez.
La última revista Dossier de la Facultad de Comunicación y Letras de la UDP incluye un anexo de «secretos de familia», ese vínculo que no escogemos: nos escoge a nosotros. Lo siguiente es el croquis de la escritora argentina Mariana Enriquez.
Supe el secreto de mi familia una tarde calurosa, a mediados de los años ochenta. Mi abuela estaba muriéndose de cáncer de colon en su habitación pero no sufría dolores físicos: no tuvo que hacer tratamiento porque la enfermedad estaba demasiado avanzada y sencillamente la trataron con morfina. Pero padecía la humillación de la bolsa de colostomía, que odiaba; lloraba tapándose la cara con los codos apoyados en la mesa, me acuerdo de su pelo siempre prolijo y bellamente teñido; era muy coqueta, tenía miedo de desparramar olor, tenía miedo de algún accidente inesperado, se pasaba perfume por las manos, se bañaba tres veces por día. Todos sabíamos que tenía cáncer pero nadie se lo había dicho a ella. Igual lo sabía.
Esa tarde de calor –ella estaba en el sillón del living, vestía su batón favorito de tela estampada con pequeñas flores coloradas– creo que me contó el secreto justamente porque sabía que se estaba muriendo y no quería dejarme sin la historia, o a lo mejor no aguantaba más la mentira que había dicho y escuchado decir y fingido creer cientos de veces. La mentira sobre cómo había muerto mi abuelo.
(La versión oficial hablaba de un ataque, un infarto.)
Yo no conocí a mi abuelo. Solamente lo vi en fotos y en pocas. Era paraguayo, impresionante, moreno y guapo; cazaba, era capitán de barco (mercante, aclara siempre mi madre, que odia a los militares), le gustaban las mujeres y la selva.
No voy a contar lo que me dijo mi abuela sobre cómo murió su marido. No me parece algo espantoso ni vergonzoso ni entiendo por qué debe ser callado. Pero lo callamos y voy a respetar eso, porque no respetarlo me da miedo, tengo miedo de soñar con mi abuela y su bolsa de colostomía y los brazos delgados por la enfermedad. Tengo miedo de que mi madre se entere de que ando contando eso y se vuelva loca otra vez, igual que se volvió loca ese verano caluroso cuando, después de una pelea tonta, le grité que era una mentirosa y después le dije:
–Yo sé cómo se murió el abuelo.
Abrió los ojos redondos, estrábicos, soltó lo que tenía en las manos y me sacudió agarrándome de los brazos hasta que me chocaron los dientes. Mi madre jamás me pegó, pero que yo supiera el secreto la trastornó de una manera profunda y desgarrada. Cuando dejó de sacudirme se acostó en la cama, llorando con la boca abierta, desesperada, decía «no quiero que pienses que tu abuelo era una mala persona». Y yo no pensaba eso, no pensaba nada sobre las circunstancias de su muerte, me parecían interesantes. Después, más o menos recuperada, mi madre fue hasta la habitación de mi abuela y le gritó durante más de media hora. A su propia madre moribunda. Recuerdo los gritos pero no alcancé a escuchar el contenido de la pelea. Las dos aullaban. Hubo portazos y más llanto de mi madre. Mi abuela nunca lloró y tampoco volvió a hablarme del secreto. Ni yo le pregunté a nadie, nunca, los detalles. Si sé alguno más es porque, con los años, se le fueron escapando a mi madre, muy de a poco, en un goteo ardiente, lastimoso.
Los últimos meses de vida de mi abuela me dediqué a contarles un secreto de mentira a los pocos amigos de mi edad que visitaban la casa. La habitación donde estaba la biblioteca era un escenario estereotipado de película de terror, con un piano negro que mi madre ya no tocaba y muñecas viejas de porcelana y yeso, algunas de horribles ojos fijos y blancuzcos. Ahí también había, en el piso, la puerta de un sótano condenado. Nunca había sido un sótano real, con escalera y espacio para caminar: se había tratado de una especie de depósito finalmente perdido por las inundaciones. Lo cerraron porque se llenó de agua, barro y humedad; no servía para nada, no tenía misterio.
Narrada así, la casa de mi infancia parece una especie de mansión gótica pero no lo era en absoluto. Era una casa suburbana de clase media baja, con techo de chapa sobre algunas habitaciones, levantada a los apurones y sin plan en un barrio obrero periférico que solía inundarse (todavía se inunda).
Yo llevaba a mis pocos amigos a esa habitación y les decía que bajo esa puerta cerrada estaba mi abuelo vampiro; que se lo podía escuchar de noche, cuando despertaba, pero que jamás iba a salir. ¿Y la sangre? Se alimentaba de ratas. Los vampiros no tienen por qué beber exclusivamente sangre humana. Por supuesto no se creían la historia, eran chicos bastante crueles que se reían de mi fantasía y mis dientes torcidos. Pero a alguno le vi la desconfianza en los ojos y algún otro ya no quiso entrar más en la habitación. Con eso era suficiente para mí. ¿Alguno sabría la verdadera historia de mi abuelo? Si era así, jamás me lo dijeron.
De esa habitación salieron mis libros favoritos de esa época. Algunos siguen siendo mis libros favoritos ahora. Casi todos tienen un secreto de familia. Jane Eyre, de Charlotte Brontë, tiene como diez secretos pero a mí me apasionó el de la mujer loca del señor Rochester. Un repaso: Jane Eyre es una huérfana criada por una familia rica y en un buen colegio, aunque tanto la familia como el colegio son espantosamente crueles; ella se vuelve dura y desconfiada, lo que resulta muy conveniente en su primer trabajo como institutriz a cargo de Adele, la hija adoptiva de Edward Rochester, el master de Thornfield Hall. La narradora se encarga de decir que Edward Rochester no es atractivo pero yo lo amé desde el momento en que aparece en el libro, cabrón y malhumorado, recién caído de su caballo. Jane también lo ama enseguida aunque lo niega por muchas páginas porque es lo contrario a una chica victoriana que se anda desvaneciendo. Finalmente los dos terminan cediendo y se van a casar. Y ahí estalla el secreto, o mejor dicho arde, porque todo termina en un incendio. Sucede que Rochester está casado con Bertha Mason, una mujer que con los años se ha vuelto loca, una demente enfurecida, grandota, violenta. La tiene encerrada en una habitación, atendida por una enfermera. La loca escapa de noche y a veces se prueba el velo de novia de Jane. Bertha muerde. Incluso muerde a su hermano, quien termina revelándole el secreto a Jane y a todos ante el sacerdote, durante la ceremonia de boda. Jane por supuesto abandona a Rochester porque es una chica muy digna, la loca incendia la mansión y hay una parte del libro que es muy aburrida antes de que los amantes se vuelvan a reunir y todo termine más o menos bien.
Hay muchos secretos de locos encerrados en una habitación de la casa pero ninguno me gusta más que el de Bertha Mason, a lo mejor porque la usualmente empática Charlotte Brontë esta vez no le tiene ninguna compasión a esa mujer, no cuenta nada de su historia, apenas dice que viene de una familia de degenerados y eso es todo, no explica qué la puso así, si ya estaba tan demente cuando era la novia de Rochester, si la vio un médico, nada. La trata con inmenso desprecio, como a un monstruo.
Algunas consecuencias del secreto de mi familia. Mi abuela, después de lo que pasó nunca volvió a salir de la casa. Salvo para ir al banco a cobrar su jubilación, viaje que emprendía una vez por mes con anteojos oscuros, su mejor vestido, todos sus anillos y algo de maquillaje. Su vecina y mejor amiga le hacía las compras. No visitaba a nadie. Creo que hoy diríamos que sufría de agorafobia, pero entonces sencillamente era excéntrica y había quedado mal por lo que pasó. Mi madre también tuvo secuelas pero no puedo mencionarlas porque sería traicionarla. Una vez ella me llevó a la tumba de mi abuelo: él está enterrado en Corrientes, una provincia del norte, donde pasó lo que pasó. Del cementerio recuerdo nada más una cruz enorme sobre el cielo azul sin nubes, y sobre la cruz una tela quieta, porque no había viento, que rodeaba los maderos de una forma delicada, como si se tratara de un chal sobre los hombros de una mujer. Mi madre me señaló muchas casas cercanas al cementerio, en el pueblo, que habían sido propiedad de mi abuelo. Ahora todas le pertenecían a otra gente y ese cambio de manos estaba relacionado con las circunstancias de su muerte.
Si sigo dando detalles se me puede escapar lo que pasó. Puedo, sí, mencionar otra consecuencia: si mi abuelo no hubiera muerto como murió, mi familia sería rica. O al menos tendría muchas propiedades. Mi abuelo perdió muchas casas, algunas en vida, otras después de muerto. Incluso perdió una casa quinta que quedaba en las afueras de Buenos Aires de la que se conservan fotos: unos pastizales altos y una bomba de agua, un pedazo de tierra salvaje.
La casa que más me gustaba de todas las que tenían secretos –en los libros– era Misselthwaite Manor, adonde se va a vivir Mary Lennox, otra huérfana inglesa, en El jardín secreto (1911) de Frances Hogdson Burnett. Mary tenía diez años, había sido criada en la India por padres distantes que finalmente murieron de cólera y terminó trasplantada a la mansión de su tío en Yorkshire. Mary no es linda, no es dulce, no tiene amigos. Se parecía a mí. También se parecía a Jane Eyre. Pero ellas vivían en estas hermosas casas que yo podría haber tenido si mi abuelo hubiese sido otro hombre. En El jardín secreto hay varias cosas ocultas, una por supuesto es el jardín del título, cerrado para siempre por el viudo dueño de la mansión porque era el favorito de su esposa muerta. Pero el secreto más importante es Colin, el primo de Mary, que está encerrado en una habitación y no sale de la cama; de noche, ella lo escucha llorar hasta que un día se lanza a resolver el misterio, a encontrar la fuente de ese llanto. El chico cree –le han hecho creer– que tiene un problema en la columna, que le está creciendo una joroba y que va a morirse pronto. No es cierto: sucede nada más que es el hijo de esa mujer amada, que murió de parto, y el padre no soporta verlo. Mary lo saca de la cama, lo lleva al jardín y la novela termina bien aunque se vuelve aburrida.
Yo quería una mansión con alguien encerrado, alguien que llorara por las noches, una mansión que pudiese recorrer con un candelabro en la mano y vestida de blanco. El secreto de mi familia no es romántico: es brutal y torpe. Y su ocultamiento parece exagerado, de la misma manera que me parecen exageradas las consecuencias de su revelación total, que de suceder –lo sé– serán un cataclismo, incluso ahora que la mayoría de los involucrados ya están muertos.
(En lo que pasó hay gente involucrada, y esa gente es integrante de mi familia extendida.)
Una de mis películas favoritas es Al este del Paraíso: me gusta John Steinbeck, me gusta Elia Kazan, me gusta James Dean. En la película los hermanos Cal y Aron son como Caín y Abel en California. Aron es bueno e insoportable, Cal es sexy y comete errores. Viven con su padre que es un santurrón insoportable; la madre está muerta. Eso les dice el santurrón. Pero Cal (James Dean), que es inquieto, la encuentra viva: la madre, en realidad, regentea un burdel en Monterrey. Es exitosa, además. Cuando Cal le pide a la madre dinero para salvar las finanzas del padre que es un comerciante poco inteligente, el secreto sale a la luz. Y con el secreto rojo y abierto ocurre el desastre: Aron se vuelve loco ni bien se entera de que su madre es puta, se alista en el ejército y la última vez que lo vemos está sobre un tren y rompe de un cabezazo el vidrio de la ventanilla. El santurrón, mientras tanto, tiene un derrame cerebral, no se muere y Cal se redime cuando se convierte en su enfermero. James Dean es increíble y hermoso en la película pero sobre todo es el único que se comporta con algún tipo de inteligencia emocional. No le parece bien que su madre sea puta, pero tampoco va a perder literalmente la cabeza por este tema. Lo que les pasa a los demás es absolutamente grotesco.
En mi familia es igual. Yo soy como Dean. Lo que pasó no me parece tan grave pero jamás lo diría. Jamás contaría lo que pasó ni diría que, vamos, no es para tanto.
Es mentira que jamás contaría lo que pasó, porque ya lo conté. Lo sabe mi marido. Lo sabe mi mejor amigo. Lo saben mis terapeutas, todos y cada uno de los muchos que tuve. Los terapeutas siempre insisten en que debo averiguar más, que tengo que preguntarle más detalles a mi madre y yo nunca lo hago. Hace tiempo que ella no habla de lo que pasó. La última vez que lo mencionó fue demencial, bizarra. Fue cuando murió una de las personas relacionadas con la muerte de mi abuelo. Este familiar, no diré en qué grado, estaba viejo y paralítico, en silla de ruedas. Intentó sentarse en el inodoro y, según mi madre, cayó de cabeza dentro de la taza y murió ahogado.
Creo que mecánicamente esa muerte es imposible pero así se la contaron a ella, y así me la contó a mí, y ella ve en ese final ridículo un cierto aire de justicia.
Mi madre no sabe que, una vez, conté el secreto de nuestra familia a un montón de gente, en público y en detalle.
Yo debía tener dieciocho años; recién había terminado la secundaria. Me pasaba los días del verano en casa de Silvia, una chica apenas más grande que yo, que vivía sola. Ella, mis amigos, yo, otra gente conocida, todos usábamos la casa para drogarnos. Por lo general tomábamos cocaína aunque ahí se conseguía cualquier cosa, marihuana, hongos, pastillas, ácido, anfetaminas. Pero a la dueña de casa y a la mayoría de los habitués les gustaba sobre todas las cosas la cocaína, que era muy barata en la Argentina de los años noventa y la tomábamos en platos calentados en la cocina, o sobre un espejo enorme que ella solía ubicar sobre el piso de su habitación, o en cualquier lugar de la casa. Tomábamos la noche entera. No salíamos, no escuchábamos música, no hacíamos nada más que tomar y hablar, hablar y mentir. Era insoportable y tóxico y sucio. Una madrugada les conté a Silvia y a otros que estaban ahí, incluido el dealer –a quien llamábamos El Súper, no sé su nombre real–, el secreto de mi familia. La muerte de mi abuelo. Todos los gloriosos detalles silenciados. Incluso improvisé conexiones, teorías, responsabilidades. No recuerdo si me escucharon con interés. Seguramente cada uno contó una historia que el otro ignoró.
Cuando me di cuenta de lo que había hecho mi reacción también fue grotesca. Siempre es horrible y difícil bajar de la cocaína pero esa vez fue ciertamente la más atroz de mi vida, horas y horas de sensación de muerte y de culpa, sobre todo de culpa. Lloré durante horas, cómo les había contado lo que pasó, lo más secreto y sagrado, a todos esos adictos estúpidos. Cómo había insultado la memoria de mi abuela y el dolor de mi madre. Qué pasaría si alguno de los presentes –insisto, no recuerdo cuántos eran– se lo contaba a alguien más y la ciudad entera acababa enterándose por mi lengua intoxicada de que mi abuelo había muerto de una manera distinta de la versión oficial que daba mi madre. Fue tan espantoso que nunca pude volver a tomar cocaína con placer y cada vez las madrugadas se fueron haciendo más tortuosas, llenas de arrepentimiento y paranoia.
Ya no tomo cocaína y creo que es gracias al secreto del abuelo.
Mi madre nunca leerá este texto. No me lo perdonaría.
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