Con ojos felinos y la melena salvaje, la neozelandesa se defiende como un león ante el paso del tiempo y los estragos de la fama.
«Escucharla es oír el futuro», David Bowie
La tierra y el pasto seco del escenario PlayStation acaban de ser remecidos por un vendaval femenino/londinense llamado Savages. Y la respuesta es caótica: una ola de gente se traga a todos los que se oponen a la reja. Allí, en poco más de treinta minutos, aparecerá la nueva heroína del pop universal, la neozelandesa alabada por Bowie, Kanye, Springsteen y Arcade Fire.
Su estampa es imponente. El luto hacia la mayoría de edad lo lleva en su polera sin mangas, y esas flores rosadas y negras de su falda son la ofrenda a la lápida donde la niñez descansa en paz. El escenario es su trono. También su tumba, esa donde se va a llorar, a recordar y a celebrar la nueva vida. Ahí la acompañan sus dos guardianes —un baterista y un tecladista—, que de blanco celestial comienzan a cubrir el ambiente con el sonido de “Glory and gore”.
Otro caos se desata.
Poseída por su propia creación, Lorde se mueve a ritmo frenético con cada beat, como si la música la atrapara, al igual que ella a su público, que se rinde a los pies de una adolescente de 17 años, que en experiencia pareciera doblar su propia edad. “Tennis court” confirma el culto, porque son miles de personas coreando el segundo single de la oceánica, en un espacio que se hace pequeño para el tamaño y brillantez del espectáculo que está ocurriendo en uno de los rincones perdidos del Parque O’Higgins.
Sorprendida por el recibimiento de un país tan remoto y desconocido como Chile, se da el tiempo de sacarle una fotografía a la concurrencia, a devotos y escépticos. Porque realmente quiere matar el tiempo con ellos, lo dice su mirada, sus manos y su piel al interpretar “400 lux”. También le rinde tributo a ese minimalismo que ha hecho su piedra angular al momento de componer, regalando una versión propia de “Easy” del indescifrable Son Lux.
Con casi dos tercios del show completo, empieza su parte más impactante. En una emotiva introducción para “Ribs”, con esos efectos portentosamente sombríos, se presenta como la niña tras la artista. Ella Maria Lani Yelich-O’Connor le cuenta a esos millares de confidentes el miedo que le tiene a crecer. El espanto que le causa saberse una superestrella, quizás evidenciando el error que cometió al subir sus demos a Internet, que la catapultaron al Olimpo de la música norteamericana y que liquidaron buena parte de su adolescencia, y no poder detener el tiempo.
«El sueño no se siente dulce, estamos tambaleándonos por las calles a la medianoche, y nunca me sentí tan sola. Se siente tan aterrador hacerse viejo», dice la canción.
Pero “Royals” la devuelve a esa etapa donde aún queda espacio para la simpleza, la inocencia y la vanidad. Con ese primer sencillo de su debut Pure heroine (2013), convertido en uno de los súper-hits de los últimos tiempos, algunos de los curiosos comienzan a peregrinar hacia el resto de los escenarios, dejando en el olvido un momento inigualable. «Send the call out» se repite eternamente, y poco a poco “Team” comienza a tornarse en una atmósfera industrial y magnética, coronada por su voz impresionante y los cañonazos de un colorido confeti que empieza a llover sobre el lugar.
Con esos ojos felinos y esa melena salvaje, la neozelandesa se defiende como un león ante el paso del tiempo y los estragos de la fama. Con esa consigna, de paso, ofrece uno de los mejores shows de la corta historia de Lollapalooza Chile. Cada estrofa, cada beat, es el nacimiento de Lorde, y a la vez, su propio funeral.