Los seleccionados más malos que vio nuestra generación. Una elección que abre el debate en la dirección a la que nuestro fútbol ha tendido a dirigirse: el fracaso.
Hace una semana se lanzó el libro Los 11, escrito por los periodistas Diego Figueroa e Ignacio Morgan, recopilando a los mejores jugadores de la historia de la Selección. En él se perfilan a los futbolistas que mejor rindieron en la Roja, los que la llevaron a las instancias más cercanas a la gloria, aunque finalmente ninguno pudo ganar nada con esta camiseta.
En paniko, humildemente y homenajeando a la derrota —el factor común de la historia de nuestro representativo— confeccionamos nuestra propia alineación. Los 11 peores: los jugadores más malos que vio nuestra generación con la tricota de Chile, desde que tenemos memoria (mediados de los noventa) hasta nuestros exitosos días. Elegimos a esos hombres que, regaloneados por el deté de turno o amparados por un par de goles en el fútbol mexicano, llegaron a la Selección a dar jugo yupi. Malos, futbolistas que a lo mejor rendían en sus clubes pero que al pasar por Pinto Durán se les descontrolaban los esfínteres. Una elección arbitraria, de escaso rigor, sin mayor disciplina, pero que, siendo sinceros, abre el debate en la dirección a la que nuestro fútbol ha tendido a dirigirse: la del fracaso.
Una selección de José Pablo Harz, Gabriel Labraña y Cristóbal Bley.
Marcelo Ramírez
Era volador, atajapenales y carismático. Tenía el pelo largo, visos, y le decían Rambo. Pero todo eso lo demostró sólo en Colo Colo. En las pocas veces que le tocó suplir al ya malo Nelson Tapia, casi siempre dio pena. En 1999 fue titular en la Copa América, y cuando hacía un torneo aceptable llegó el momento que más esperaba en su carrera: definición a penales para llegar a la final. Ahí no vio una, se lanzó siempre muy antes y a los uruguayos se les hizo fácil. Igual de sencillo que a los argentinos el 95 (nótese el gol que se come ante Simeone) y el 2000 en Buenos Aires, donde para Batistuta y compañía fue tirar y abrazarse en el primer partido para Japón y Corea. Un año después, su historia con la Roja terminaría con un acto digno de su apodo: después de comerse un gol de tiro libre ante Honduras, fue corriendo hacia el árbitro y lo empujó de picado. Era un amistoso…
Ítalo Díaz
Mario Mosquera, ese lagarto derretido, el hombre de la papada más asquerosa y blanca de Chile, cuando era presidente de la ANFP, decidió: en vez de Ramón Díaz, actual campeón con River, elijamos a Pedro García como entrenador de la Selección. Era abril del 2001. García perdió su primer partido contra Perú, en Lima. Para el segundo, contra Uruguay en Santiago, Chile tenía que ganar si quería alargar la utopía de clasificar a Japón y Corea. Con ese ambiente, García se jugó sus cartas e hizo debutar a dos cracs que pedían cancha hace rato en la Roja: el Súperman Vargas, nacionalizado chileno e ídolo absoluto en la U, e Ítalo Díaz, defensa de Cobreloa, recién llegado de Audax. Ítalo Díaz. Pelado, metro setenta, uniceja. Gordo, si lo medimos con los exigentes estándares atléticos de hoy. Brilló en el Provincial Osorno que bajó a Primera B el 98. Tres años después, quién lo diría, Ítalo estaba debutando en un Nacional lleno y tenso, en el último partido oficial de Zamorano en la Selección. A los 11 minutos, un tiro libre de Recoba, en tres cuartos de cancha, cae al área. Sorondo, defensa uruguayo, anticipa a Bam Bam y peina el centro hacia atrás. Ítalo, que no marcaba a nadie, se encuentra de pronto en el medio del área, solo, parado, con la pelota viniendo hacia él. Elías Figueroa, por supuesto, pero incluso Gonzalo Jara o Pepe Rojas, la hubiera parado con el pecho para después, en el peor de los casos, reventarla al lateral. Pero Ítalo es Ítalo Díaz, y cuando ve la pelota frente a él cierra los ojos y se la saca de encima como si fuera caca caliente, cabeceándola lo más lejos que puede, que es al fondo de su propio arco. 1-0 perdió Chile y no volvió a ganar por eliminatorias hasta septiembre de 2003. Hasta nunca, Ítalo Díaz.
Jorge Vargas
Que siempre fue titular en Italia. Que siempre iba a llegar a un equipo grande. Que era respetado por jugadores y dirigentes y jugadores del calcio, que la rompía marcando a Shevchenko cada fin de semana. Todas características que no se reflejaron en la selección chilena, donde en nuestras peores épocas (entre los dos ciclos del pelado Acosta), jamás fue el líder que decían que era. Ni fuera ni dentro de la cancha. Estuvo cuando Venezuela ganó 0-2 en el Nacional. Su presencia en la Roja, sin más, terminó como correspondía a su historia de chascarros: con el Puertordazo. Veinte partidos de sanción y adiós para siempre.
Raúl Múñoz
En 1998, este central-lateral-contención estuvo en esa extraña selección alternativa que le ganó 2-1 a Inglaterra, un día antes del “Salas y la zurda, Salas y el Matador” de Wembley. Como nadie vio ese partido, se sabe poco qué pasó. Al menos no lo cambiaron. Después no apareció en la Roja hasta que Olmos lo inventó de seis y cometió un insulto a la bandera: le pasó la camiseta número 10. Por suerte para Raúl no existía tuiter, porque el trolleo habría sido histórico. Alcanzó a jugar siete partidos en tres periodos distintos (97-01-03) y, obvio, no hizo un gol. A pesar que fue tres veces campeón con Colo Colo, nunca nadie esperó verlo en la Selección, menos con la 10. Fue uno de los caprichos que obligaron a pintarle la cara de verde a Juvenal. Se retiró del fútbol para estudiar Derecho: «Ya titulado como abogado, si pudiera hacer algo por Chile, enjuiciaría a Pinochet, acabaría con él», prometió.
José Luis Cabión
«Estoy para pelear el puesto con Meléndez y Sanhueza», dijo, después de jugar bien unos amistosos miserables contra Cuba y Haití. Nelson Acosta le dejó regalos extraordinarios a Chile, como sacarle rendimiento a la mejor dupla de delanteros de la historia de nuestro país, pero también al hacer debutar a jugadores limitados cómo José Luis Cabión. Formado en ese Melipilla histórico, tuvo el gusto, junto a Joel Reyes, el Chupa Pinto y Raúl Palacios, de vestir la misma camiseta que Arturo Vidal, Elías Figueroa o Iván Zamorano. En una entrevista, le preguntaron:
—Si te dan la oportunidad de elegir cualquier club en el mundo, ¿cuál sería?
—Bayern Munich, ya que me gusta mucho el fútbol alemán.
—¿Cómo fue la experiencia de jugar en Azerbaiyán?
—No es un fútbol muy conocido mundialmente, pero pude jugar en el extranjero.
Cristián Flores
«Una vez Reinaldo Sánchez me apostó quién tomaba más whisky: el que perdía pagaba la cuenta de todo el plantel. Yo nunca había probado whisky, pero como soy choro, acepté. Después de tres vasos ni sentí el cabezazo que me pegué cuando me caí de curado». Cristián el Pistola (también conocido como el Piscola) Flores consiguió el ascenso con Wanderers el 95 y ganó fama nacional de patadura, choreza y alcoholismo. Su vida ha sido difícil —«Comí caca cuando chico, después comí caviar, y volví a comer caca de nuevo”, resumió una vez—, aunque menos que imaginárselo con la camiseta de la Selección. Sus 15 minutos de fama fueron 20, cuando en febrero de 1997, en La Paz, participó de ese empate ante Bolivia que ayudó a Chile a llegar a Francia. «Jugué un ratito y quedé molido una semana», dijo después. Eso fue todo para el Pistola-Piscola, que además disputó algunos amistosos de bajísima calaña, el último frente a Guatemala. Ya retirado, ha vivido de todo: yendo a almorzar donde su tía, en Valparaíso, unos organilleros le partieron la cabeza con un fierro. «No les quise dar una moneda. Yo pienso que son como de mala suerte, porque donde tocan generalmente se muere un viejito». Años después, en el mall de Viña, le rompieron la nariz de un cabezazo por no respetar una fila en Zara.
Arturo Sanhueza
«¡Por fin se fue Bielsa!». Eso gritó Héctor Arturo el día que se fue el Loco. Sanhueza, hoy jugador de Temuco, es un espécimen en extinción. Mediocampista con técnica y remate, fue el rey del foul táctico. Manejador de árbitros, junto al Kalule tenían “licencia para pegar”, como dijo Arturo Salah. Multicampeón con Colo Colo, mano derecha del libertino Borghi, cuando llegó Barticciotto a poner disciplina, el capitán le hizo la cama. El mejor momento de Sanhueza —justo cuando le dijo “Peruano muerto de hambre” al Chemo del Solar— coincidió con la Copa América 2007. Aunque no participó en la batalla de jamones y mermeladas, tampoco fue capaz de sostener el mediocampo. Dos veces lo bailaron los brasileños en Venezuela y siempre le vio la espalda a Robinho. Estuvo en la primera nómina de Bielsa, esa que entrenó al lado del Aeropuerto. Nunca más lo llamó.
Bonus: lo que nunca quisimos ver: a Héctor Arturo sin ropa
Gonzalo Fierro
Fue el único jugador de campo que no disputó un solo minuto en Sudáfrica. Llegó a la Copa América 2007 como figura de Colo Colo, pero jugó dos partidos: un latero 0 a 0 con México y el vergonzoso 1-6 ante Brasil. Con los albos, el Joven Pistolero —qué horrible apodo— ha vivido momentos enormes y otros espantosos, y en todos su desempeño se asocia con el nivel colectivo: pocas veces se echó el equipo al hombro en la dificultad, pero casi siempre brilló cuando el Cacique anduvo bien. Por la Selección jugó 22 partidos, en ninguno marcó alguna diferencia, y sólo hizo un gol: en un amistoso ante Nueva Zelandia, antes del Mundial 2010, que se jugó en una cancha de barrio con tres tiempos de media hora.
Luis Pedro Figueroa
Hay jugadores a los que simplemente les falta un gramo para el kilo. Parecen tenerlo todo (talento, físico, prometedor inicio de carrera, buena prensa) pero simplemente se quedan. La sangre dirán algunos, los huevos dirán otros. LP Figueroa lleva una larga carrera pegado a la banda derecha, con campañas malas, buenas y más o menos. En los momentos altos lo llamaron a la Selección, donde como sub 23 tuvo un aceptable desempeño; cuando le tocó la de verdad no rindió. Alcanzó a disputar nueve partidos (un solitario gol en un amistoso ante Paraguay) y a pesar que primero Olmos, después Acosta y al final Bielsa le dieron la chance, no pasó de ser un sparring en los entrenamientos. Su mejor peor momento fue en el amistoso con Brasil, en 2007, donde después de perder con baile por 4-0, corrió más que en todo el partido para pedirle la camiseta a Ronaldinho. Le ganó el pique a Potencia Vargas, que también quería la polera del 10, que ese día jugó con la 7.
Sebastián González
Chamagol se ganó ese apodo porque en verdad la echaba adentro. Fue goleador del fútbol chileno, del mexicano, cuarto del mundo: casi 200 goles en su carrera. Pero por la Selección, cuando le tocó tomar el relevo de Salas y Zamorano en la Copa América 2004, en el mejor momento de su carrera, se le chispotió. Alcanzó a celebrar un gol de penal ante Brasil, antes que el Vampiro Rodríguez se lo hiciera repetir y lo mandara a Machu Picchu. Un año antes tuvo en sus pies, tras pase de Iván Luis, la clasificación a la final de los Olímpicos del 2000, pero se lo perdió solo en el área chica. Así, poco a poco, se fue haciendo más conocido por sus celebraciones de Chespirito —como el Chavo, el Chapulín y el Doctor Chapatín— que por su nivel futbolístico. Fueron apenas tres goles en 12 partidos. Pipipipipipi.
Patricio Galaz
Patricio Galaz, máximo goleador del mundo en 2004, fue el mejor jugador del fútbol chileno por un buen tiempo. Esto habla muy bien de él pero muy mal de nuestro balompié, que a comienzos de este siglo, después del descenso programado y otras incomprendidas y revolucionarias medidas de Reinaldo Sánchez, se refugiaba en nombres como el Facha Martel, Lucho Fuentes y otros integrantes de la patrulla loína para sobrevivir con cierta dignidad. Aún así, Galaz se transformó en la esperanza de gol para el nuevo camarín de Juvenal Olmos. Contra Ecuador, en Quito, el Pato fue titular junto a Salas. Se manejaba bien en la altura, decían. El mejor contragolpeador de América, decían. En el primer tiempo, todavía 0 a 0, Galaz tuvo un mano a mano con el portero Villafuerte. Le pegó con los avisos clasificados. Chile perdió 2-0 y la historia para el Pato en la Roja no alcanzó ni siquiera a empezar. 12 partidos y ningún gol.